Abomino de todas las guerras. Y, sin embargo, incluso del horror se puede rescatar una sonrisa.No hay mejor respuesta: el humor desnuda el embozo culpable de los hombres que emponzoñan la historia con sangre, ambición y bilis.A principios del siglo XX el mundo hedía a muerte. Acostumbrados a un siglo XIX bastante calmado tras las guerras napoleónicas, las tensiones coloniales, la debilidad de vetustos imperios y la presión de las potencias emergentes (como Alemania o Japón) elevaron la tensión a niveles preocupantes.Las matanzas por los recursos eran, simplemente, cuestión de tiempo.Japón, pocos decenios antes un mundo feudal, llevaba 50 años modernizándose a su manera callada y eficaz. Matriculaban a sus jóvenes en universidades europeas y norteamericanas, y contrataban los servicios de asesores occidentales en un proceso de industrialización sorprendente. Japón quería expandirse a expensas de una China debilitada, pero en este empeño surgieron fricciones con Rusia, que exigía un mayor control sobre la península de Corea o el territorio de Manchuria. Al fin y al cabo, Rusia precisaba de una salida al océano Pacífico libre de hielos en invierno, su eterno problema.Previendo el conflicto, los rusos se prepararon. La flota del oeste, con base en el mar báltico, preparó unas maniobras propagandísticas que pretendían demostrar el poderío de la armada rusa.Con gran boato y no poco entusiasmo los buques de guerra se aprestaron a cañonear unos blancos compuestos por barcos herrumbrosos. Un gran estruendo acompañó al martillear de la artillería; el público, expectante, contemplaba el espectáculo desde el puerto.
El balance final es desolador: los rusos perdieron 6 acorazados, 4 cruceros y 5 destructores. Los 2 acorazados restantes fueron apresados. Sumaron más de 4.000 muertos y 6.000 prisioneros. De la flota inicial de 35 buques sólo pudieron conservar 8. Los japoneses tan sólo perdieron 3 destructores, con un saldo de 116 muertos y 538 heridos.
Antonio Carrillo