El Alzheimer: su razón de ser

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Se entra en la vida como si fuera a través de un embudo que, encogiendo el perímetro de nuestra megalómana predisposición hacia lo infinito, viniera a ubicarnos en alguna más o menos restringida parcela de la pobre, gravosa y decepcionante realidad que nos estaba esperando. Puesto que, como venía a decir Platón, vivimos para recordar (recordar algo anterior a la vida), nos pasamos buena parte de esa vida aferrados a aquella idea primordial (prenatal) según la cual todo es posible, y, mientras se presta a ello, entendemos el cuerpo como si fuera un medio puesto a nuestro servicio para tratar de superar cualquier dificultad o de explorar cualquier placer. Aun con 78 años, Carl Gustav Jung le confesaba a Aniela Jaffé, su secretaria personal y redactora de sus Memorias: “Como soñé una vez, mis ganas de vivir constituyen un daimon ardiente que a veces me hace terriblemente difícil mantener la conciencia de ser mortal”. Parece ser imprescindible, para que la vida tenga dónde sostenerse, disponer de ese afán de trascender, de vivir por encima de lo que la misma vida (muerte incluida) permite, de estar siempre aspirando a más. “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”, decía María Zambrano, que completaba la idea añadiendo en otro lugar: “Vivir es no poder reposar hasta la muerte”. Una idea en la que ya había recalado Ortega, que decía: “El hombre es incapaz, mientras no esté enfermo, de parar”


Pero llega un momento a partir del cual el cuerpo deja de ser un instrumento puesto a nuestro servicio y empieza a ser un obstáculo. Ya con 85 años, a pocos meses de morir, Jung cambia hacia esa dirección el sentido de su discurso: “Llegar a una edad avanzada (…) comporta un derrumbamiento gradual del cuerpo, de esa máquina con la que nuestra locura nos hace identificar (…) Cuanto más envejezco (…) más me refugio en la simplicidad de la experiencia inmediata para no perder el contacto con las cosas esenciales”. Es decir, que, al parecer, envejecer resulta ser equivalente a dejar de “estarse yendo hacia siempre más allá” y empezar a “refugiarse en la simplicidad de lo inmediato”, desistir de aquello y centrarse en el contacto con lo más cercano, con lo posible, con lo que, para alcanzarlo, no nos haga forzar demasiado el estado basal de reposo.
  Ampliemos nuestra perspectiva y añadamos a las anteriores definiciones de la vida una más: la vida es un estado de rebeldía contra la inercia a la que quisieran reducirnos nuestros componentes inorgánicos. Cuando ya sólo nos preocupamos por lo más inmediato, es decir, y afinando los conceptos, cuando dejamos de pre-ocuparnos, nos estamos escorando peligrosamente hacia nuestra inerte parte química. Y parece ser que también viceversa: cuando el cuerpo se anquilosa y se va aproximando a la inmovilidad mineral, nuestros intereses reducen, en la misma medida, su campo de acción hacia lo más cercano. No hay una línea clara de separación más allá de la cual cuerpo y mente se pongan en sintonía para llevar a cabo tal desistimiento. Stephen Hawking lleva mucho tiempo persistiendo en su curiosidad, en sus tareas intelectuales, en su ansia de ir más allá de donde ha llegado, a pesar de estar embutido en un cuerpo empeñado en convertirse en un puro obstáculo.

Aún podríamos ampliar algo más nuestra perspectiva sobre la vida: esta vez, y aprovechando el mismo formato conceptual de antes, podríamos decir de ella que es un estado de rebeldía contra la inercia a la que, a partir de cierta edad, quisieran reducirnos nuestros componentes ambientales. Ingresar en la vejez viene a ser, desde esta nueva perspectiva, equivalente a ir convirtiéndose de manera acumulativa en un estorbo, en alguien cada vez más prescindible. En las conversaciones, por ejemplo, y puesto que el campo de experiencias se ha ido reduciendo hacia lo más inmediato, el viejo tiende a repetirse exponiendo los mismos argumentos o contando las mismas anécdotas (en una palabra, tiende a chochear); así que, a poco que tome conciencia de ello, ha de aprender a participar en la vida familiar y social sin pretender ser demasiado escuchado. El deseo sexual, por otra parte, no desaparece, pero el cuerpo encargado de dar satisfacciones en ese sentido se va degradando patéticamente, hasta que la única actitud digna pasa a ser la de ocultar cualquier interés al respecto. La jubilación, asimismo, acaba por amputar la mayoría de las veces los únicos medios a través de los cuales se ha conseguido aprender a hacer en la vida algo útil, así que el viejo se convierte en un experto en hacer del tiempo algo prescindible. Para cuyo objetivo, precisamente, nuestra cultura pone a su alcance todos sus recursos sociales y tecnológicos: veinticuatro horas de televisión desensibilizadora, clubs de jubilados, agencias de viaje e incluso, si hubiera lugar, fármacos antidepresivos. Si desde la anterior perspectiva veíamos la vejez como un modo de aproximarse al estado inorgánico, desde esta otra, la vejez es un modo de ir acercándose a la soledad.
Y aún quedaría otra manera más de definir la vida: como permanente combate contra el deletéreo poder de la rutina, de la eterna repetición de lo ya sabido y conocido, manteniendo frente a ello una poderosa disposición a actuar, proyectar, crear, soñar, esperar… Marco Aurelio, el emperador filósofo, demostró haber atravesado ese peligroso umbral que acompaña a la vejez cuando reflexionaba de esta manera:“Todo lo que acontece es tan habitual y conocido como la rosa en primavera y los frutos en verano, pues igual a esto es también la enfermedad, la muerte, la calumnia, la conspiración y cuantas cosas encantan o entristecen a los necios”; y poco después añadía: “Todo, arriba y abajo, es lo mismo y proviene de lo mismo. ¿Hasta cuándo, pues?”. Son maneras estas de aceptar esa vertiente de la vejez que, más intensamente a medida que va pasando el tiempo, da hacia la muerte, la cual, una vez que se ha llegado al desistimiento de aquel estado de rebeldía que significaba vivir, acaba sintiéndose como un descanso y un alivio. El mismo Marco Aurelio lo veía así: “La muerte es el reposo de la impresión sensorial, del impulso que nos mueve como marionetas, de la reflexión pensante y de la servidumbre de la carne”.
Pero ¿y si una vez que se ha desistido, es decir, que el cuerpo se ha convertido en un obstáculo, que se ha alcanzado la forma más improductiva y triste de la soledad y que ya no se espera nada nuevo de los días que aún nos quedan, no llega de hecho la muerte, como ocurre tan a menudo en este mundo que ha visto tantos avances de la medicina? Entonces sólo queda desconectar, ignorar, olvidar… Morir, pues, de una manera sucedánea y, desgraciadamente, no tan descansada aún como la genuina y definitiva.