Karl Popper (1902-1994) fue fruto de una época en la que coincidió con Paul Dirac, creador de la teoría cuántica de campos, John Eccles, descubridor de la transmisión química en las sinapsis neuronales, Konrad Lorenz, impulsor de la moderna etología, Bertrand Russell, filósofo de la talla de los clásicos, y Albert Einstein, científico por todos conocido. Tras la anexión nazi de Austria, Popper se dedicó a criticar el marxismo, el nazismo y toda filosofía social basada en el determinismo y tendente a suprimir, a la postre, la libertad. Su pensamiento siempre fue en defensa de la libertad y contra las ideas totalitarias y autoritarias, por lo que ejerció una enorme influencia en las generaciones venideras.
Este “filósofo de la sociedad abierta” asegura que es imposible predecir el curso de la historia, y que la evolución de la sociedad, que depende en parte de la evolución del conocimiento, es asimismo impredecible. Nunca se podrá poseer un conocimiento perfecto ni una sociedad perfecta. Es más, Popper cree que con la excusa de implantar una sociedad perfecta, el hombre acaba creando un infierno que sofoca las libertades. Para él, la libertad es fuente de errores y que ser libre significa tener derecho a equivocarse, pero también tener derecho a criticar las equivocaciones. En esa dinámica del error y la crítica sitúa la base de toda creatividad y todo progreso. Tanto la ciencia como la democracia no se asientan sobre la certeza, sino sobre el tanteo y la corrección de errores. De ahí que todos los regímenes políticos comentan errores. La superioridad de la democracia sobre la dictadura estriba en que en ella es posible detectar, criticar y eliminar los errores, sin acudir a la violencia.
Tal pensamiento lúcido entronca con la situación actual, en la que las grandes certidumbres sobre las que descansaba un bipartidismo ya atrófico puede ser sustituido por propuestas no exentas de riesgos que buscan ensayar nuevas soluciones, tan provisionales e inseguras como todas las anteriores, pero que estarán expuestas a la crítica y la revisión. Y puesto que el error es inevitable, lo que hay que hacer es evitar el empecinamiento en el error, el mantener fórmulas caducas reacias a enmendar sus errores.
El amigo Popper nos enseñó a pensar en la falibilidad irremediable del ser humano, en no aceptar ninguna solución como definitiva y a ser más realistas que idealistas. De esta manera, sin dejarnos seducir por el fácil escepticismo y aunque no podamos soslayar equivocarnos, podremos evitar caer en los errores y, lo que es más importante, podremos aprender de ellos para recorrer el camino del progreso científico y social. Sólo desde la detección y la crítica de nuestros yerros podremos ejercer nuestro derecho a la libertad.