Pasión insuperable la del bibliófilo, que vive más feliz que el amante y no teme que su amor se le envejezca, porque cuantos más años tienes su tesoro más lo ama; porque lo que el ama no es cosa que se le pueda morir.
El amante bibliófilo vive en una recatada soledad con su amor, en mayor intimidad recogida; él nada piensa sino a través de lo que le apasiona, se guía por aquello que su pasión le dice; él es cada día más dueño de lo que posee; se desvela como el enamorado más inquieto; cada día descubre nuevas bellezas en el objeto amado, porque el libro nos llena, sin menguarse, y es, cuanto más acariciado, más hermoso.
El culto del amante bibliófilo es culto abierto, no escondido, no disimulado nunca.
Sólo, alguna vez, pueden surgir los celos en el corazón del bibliómano; celos venenosos, terribles, trágicos... Un día, el bibliófilo visita la vieja tienda de los libros viejos; se cala sus anteojos con la coquetería y el interés con que un dandy se encaja su monóculo, y el buscador de libros pasa sus ojos por la multitud diversa de los supuestos infolios frecuentamente visitados. Puede ocurrir que entonces, que el nuevo libro viejo, como la belleza desconocida, sea descubierto en su modesta esquivez por dos bibliómanos adversarios. He aquí la tragedia de Otelo, he aquí la celosa catástrofe. Hablará pérfidamente el librero, con voz insinuante de judío mercader, hablará con la inocencia de un Yago, y los dos eruditos... acaso se matarán ante la dama... Es embargadora y tremenda la pasión del bibliómano abeja de los libros.
Por incunable, por un cronicón amarillo como una momia, por un ejemplar encuadernado con... vieja púrpura de Tiro, o con papiro añejo, o con... piel humana; por tener un tesoro como las bibliotecas maravillosas de un Grollerm, de un Thiers, de un Motteley, famosos amantes; por un raro latino, por un arcaico manuscrito indo u arábigo, se desvelará y enflaquecerá; por un extraño hallazgo, «Les Balsers», de Dort, o el libro de amor de Diana de Poltiers, ¡en griego!, será capaz de llegar no ya al robo de libros que disculpaba canónicamente don Alberto Lista, sino que llegará al asesinato, al crimen pasional.
El bibliófilo vive fiel a su amor único, siempre enamorado y siempre joven para lo que ama.
Siempre joven, porque, como no le desilusiona la vejez de su prenda, no se cura de su vejez propia; porque los siglos dan más belleza a lo que ama, y cada siglo es una magnífica primavera... y él cuanto más viejo vaya siendo más compenetrado estará con la pasión de toda su vida.
Cicerón definía la felicidad: «una biblioteca situada en medio de un jardín».
La mayor parte de los bibliófilos, menos refinados que Cicerón, olvidan mirar el jardín para ver solamente su biblioteca. M. Joseph Guerin -amante de los libros- sin ser bibliófilo, así lo afirma en su deliciosa obrita titulada «El amor a los libros», agregando que no todos los bibliómanos proceden con tal exclusivismo.
En la cité des livres alternan los maniáticos intransigentes o ridículos , junto a eruditos amables y sonrientes. Y no podemos olvidar que debemos nuestras grandes bibliotecas modernas a eminentes coleccionistas del Ayer. Es justo recordar, por ejemplo, al cardenal Mazarino, quien gracias a una ecléctica sutilidad en el arte de coleccionar preparó la la famosa biblioteca Mazarina; y a Paulini d'Argenson, abandonando los más altos cargos para entregarse a una pasión cuyos testimonios pueden contemplarse en las bibliotecas.
Al marqués de Meyanes, cuya erudición corría pareja con su ardor coleccionista. A Napoleón, que hacía la guerra acompañado de sus libros... A Groller, a los Thon, a Colbert, al duque de La Valliére, a Carlos Nodar, a los Goncourt, a Gabriel Vicaire, a Jules Lemaitre, al barón Pichón, a Luis Barthou y tantos otros.
Ninguna relación existe entre estos Mecenas del Libro y los maniáticos de la bibliografía que se disputan los ejemplares raros, sin leer jamás.
El amor a los libros, de Luis de Madariaga.En Crímenes junto al río, colección "Biblioteca de oro" nº. 298. Editorial Molino. (Imagen obtenida en Pinterest)