En enero de 2014 leí La mujer de sombra, una novela que hizo sonar bastante el nombre de Luisgé Martín (Madrid, 1962). Cuando la comenté en mi blog me atreví a sacarle algún pequeño defecto, aunque lo cierto es que estaba muy bien escrita y la trama resultaba muy envolvente y perturbadora. Es un libro bastante recomendable. Sin embargo, no volví con Luisgé Martín. A veces me ocurre: me gusta el libro de un autor, pero luego no vuelvo. El azar de la lectura me lleva por otro camino. Ahora mismo me está pasando con Jonathan Lethem: hace unos años leí Chronic City, me encantó y aún no he regresado a él. Lo más inquietante es que no dejo de pensar en sus libros.
Hace unos meses conocí en persona a Luisgé Martín. Acudí a la presentación de La España vacía de Sergio del Molino (otro autor que me gusta mucho y del que tengo en casa este último libro sin leer) y Luis ejercía de presentador. Semanas después, volví a coincidir con él en la presentación del número 46 de la revista Eñe, momento en el que Luisgé pasaba a ser director de la publicación, en la que yo llevaba unas semanas comentado libros en su versión digital.
Cuando empecé a ver la portada y la sinopsis del nuevo libro de Luisgé Martín circulando por internet me interesó de inmediato su propuesta: una narración-confesión sobre su experiencia como homosexual en España. Me interesa cada vez más la literatura sobre la intimidad, me gusta saber cómo trabajan los escritores con los límites del pudor, ahora que yo también trato de escribir una novela en la que juego con ellos. Además, tuve la oportunidad de ponerme en contacto con el departamento de prensa de Anagrama y me enviaron el libro a casa antes de que estuviera en librerías (un pequeño lujo que, confieso, me genera una satisfacción infantil).
El relato de Luisgé arranca en 1977, cuando a los quince años toma conciencia de su homosexualidad, y finaliza en el presente de 2015. El hilo conductor, con pocas desviaciones, es exponer al lector las fases de la toma de conciencia de su sexualidad, lo que en realidad se convierte en una toma de conciencia de su identidad.
En los años 70, el joven Luisgé acude al colegio San Viator del barrio madrileño de Usera. En sus pasillos encontrará curas vetustos que opinan que la masturbación masculina (todo ese despilfarro de espermatozoides) no es más que un asesinato masivo; así que lo mejor será no preguntarles, ni a ellos ni a nadie más, qué opinan de la homosexualidad.
Luisgé nos relata un viaje inverso al del famoso personaje de Kafka: cómo pasó de ser un insecto −una cucaracha, se llama a sí mismo, recordando la vergüenza de la época− a considerarse una persona.
Los primeros capítulos del libro son conmovedores y terribles. El narrador se hace la promesa de no hablar nunca de sus sentimientos con nadie y de no sucumbir a sus deseos homosexuales. Sin poder escapar a la moral de la época, heredera del franquismo católico, el joven Luisgé considera que la homosexualidad es una aberración y que, por tanto, no debe caer en ella. Serán años de soledad y frustraciones, de refugiarse en la lectura y la escritura (en sus relatos de entonces los protagonistas tendrán problemas de identidad pero nunca se nombrará, sin embargo, la homosexualidad).
En el libro se repite una máxima de François de La Rochefoucauld: «Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás que al final nos disfrazamos para nosotros mismos». La ocultación de la homosexualidad, entendida por un joven desorientado como un problema ante la sociedad que le ha tocado vivir, no será completa si no es ante uno mismo. Quizá sea éste uno de los temas más espinosos y terribles del libro: cómo el joven Luisgé, sabedor de su condición homosexual, tiene que luchar contra su propia homofobia. Rezará a Dios para que le gusten las mujeres, se sentirá culpable cuando acuda a los urinarios de la estación de Atocha para ver cómo se comportan los homosexuales, y llegará a tratar de seguir una terapia psicológica conductista para relacionar el deseo de los hombres con sentimientos negativos y el de las mujeres con positivos. Leído ahora, todo esto es de una ingenuidad desoladora. Habrá conocidos que se casarán con mujeres a las que nunca harán felices, que se suicidarán, que sufrirán desequilibrios emocionales severos.
Si he escrito antes que los primeros capítulos del libro son conmovedores y terribles, la segunda mitad baja un poco el listón del dramatismo y se centra en otro problema que aún queda por resolver: el narrador ya se ha aceptado a sí mismo como homosexual y puede hablar de ello con los demás, incluso disfrutará al acudir a los locales de copas de ambiente gay, de los que antes renegaba por considerarlos un gueto de perversión. Se puede perder en la promiscuidad, pero él siempre ha aspirado al amor. Como su propio título indica, ésta es una historia de aceptación de la homosexualidad, pero en otra capa más honda es también una historia sobre la búsqueda del amor, y el deseo de conseguir una relación de pareja estable. Quizá he echado de menos algunos temas que quedan sólo presentados, como las escuetas páginas dedicadas a la época de promiscuidad, a la que me hubiera gustado que dedicara más espacio.
Para escribir su libro, Luisgé ha consultado algún diario que escribió entonces −del que podemos leer algún fragmento−, también alguna de las cartas que conserva de la época, ha hablado con amigos de las épocas evocadas aquí y, por supuesto, ejercita la memoria, sin que falten en el texto comentarios sobre los posibles fallos del recuerdo o sus limitaciones. La narración es también reflexiva, abundando en citas de otros escritores. Gran parte de la efectividad de la prosa se sustenta en su carencia de énfasis. Un ligero humor negro está presente, aunque nunca llega a ser un hilo conductor de la historia (como podía ocurrir en No se lo digas a nadie de Jaime Bayly, otra terrible confesión de homosexualidad, camuflada en este caso de novela).
Creo que uno de los aspectos que más me ha fascinado de este libro ha sido que me ha hecho mirar hacia la década de 1980, en la que yo era un niño o un adolecente, y reconocerla, pero además vista con otros ojos, alumbrándome aspectos de esta época hasta ahora desconocidos. Así, El amor del revés se convierte también en un documento sociológico de la época. Me ha hecho volver a replantearme mis creencias sobre algunas verdades que tenía asumidas sobre esos años. Veía, por ejemplo, a «la movida madrileña» como una explosión de júbilo y libertad juveniles en contra del nacionalcatolicismo de las décadas anteriores, pero ni siguiera en aquel contexto personajes públicos tan significativos como Pedro Almodóvar se atrevían a hablar en público de su homosexualidad. «Ni los más bárbaros y heterodoxos tenían el valor de desnudarse», escribe Luis en la página 62.
El amor del revés es un libro conmovedor, duro, inteligente y reflexivo, que mira hacia nuestro pasado reciente desde una perspectiva nueva y nos muestra otra de sus caras. Sé que la aspiración de una obra literaria no debe ser la de «educar» y que a la literatura no le corresponde aspirar a la «utilidad» ciudadana, pero también considero que ésta sería una sociedad mejor si mucha gente leyera un libro como El amor del revés y pudiera interiorizarlo, saber cuál es el dolor que engendran los prejuicios y la incomprensión del otro. El amor del revés me parece un libro «necesario», en el mejor de los sentidos.