El amor y lo absoluto

Por Daniel Vicente Carrillo
El amor de nosotros mismos no puede pecar más que en su exceso o en su orientación. Se precisa, pues, que su desorden consista en que nos amemos demasiado, en que nos amemos mal, o en uno y otro de estos defectos a la vez.
Que el amor de nosotros mismos no peca por exceso síguese de que está permitido amarse cuanto se quiera, siempre que uno se ame correctamente. En efecto, amarse a uno mismo es desear el propio bien, es temer el propio mal, es desear la propia felicidad. Con todo, admito que a menudo acontece que se desea demasiado, que se teme demasiado, y que se apalabran compromisos con el placer propio, o con aquello que con demasiado ardor es tenido por la felicidad propia; mas reparad en que el exceso radica en el defecto presente en el objeto de vuestras pasiones, y no de la desmesura del amor de vosotros mismos. Lo muestra el hecho de que podéis y debéis también desear sin límites la soberana dicha, temer sin límites la soberana miseria, y que habría igualmente desorden en poseer sólo deseos limitados hacia un bien infinito.
En efecto, si el hombre no debiera amarse más que en una medida limitada, el vacío de su corazón no sería infinito, y si el vacío de su corazón no fuera infinito, se concluiría que no habría sido hecho para la posesión de Dios, sino para la posesión de objetos finitos y limitados.
No obstante, la religión y la experiencia nos informan por igual de lo contrario. Nada es más legítimo ni más justo que esta insaciable avidez, que hace que tras la posesión de las ventajas mundanas busquemos todavía el soberano bien. De todos quienes lo han buscado en los objetos de esta vida, ninguno lo ha hallado. Bruto, que hizo una profesión particular de sabiduría, creyó no equivocarse buscándolo en la virtud; pero, puesto que amaba la virtud por sí misma, mientras que ésta nada tiene de amable ni de loable salvo en relación a Dios, culpable de una bella y espiritual idolatría, no fue por ello menos groseramente confundido, viéndose obligado a reconocer su error al morir, cuando exclamó: ¡Oh, Virtud! Reconozco que no eres más que un miserable fantasma, etc.
Esta insaciable avidez del corazón humano no es, pues, ningún mal. Se requería que existiera a fin de que los hombres se encontrasen por ella dispuestos a buscar a Dios.
Ahora bien, lo que en sentido figurado y metafórico llamamos un corazón que posee una capacidad infinita, un vacío que no puede ser llenado por las criaturas, significa en sentido propio y literal un alma que desea naturalmente un bien infinito, y que lo desea sin límites, la cual no puede contentarse más que tras haberlo obtenido. Así pues, si es necesario que el vacío de nuestro corazón no sea llenado por las criaturas, es necesario que deseemos infinitamente; es decir, que nos amemos sin medida a nosotros mismos. Pues amarse es desear la propia felicidad.
Ciertamente, así como puede decirse sin errar que no se ama la criatura cuando se la ama sin límites, puesto que entonces se la emplaza en el trono del Creador, lo que es idolatría del espíritu, la más peligrosa de todas, de igual modo puede decirse que no se ama a Dios como al propio bien soberano toda vez que sólo se conciben por él tibios deseos, ya que con ello se hace descender a Dios al estado de las criaturas a causa de la impiedad de corazón, no menos criminal que su idolatría.
Ya se contemple a Dios como el propio bien soberano, ya se lo represente como un ser infinitamente perfecto, es siempre cierto que el vínculo que une a él no ha de ser limitado; y es con tal de que el hombre fuera de algún modo capaz de la posesión de este bien infinito que el Creador ha puesto una especie de infinitud en sus conocimientos y en sus acciones.
Sé bien que siendo nuestra naturaleza limitada, no es capaz, propiamente hablando, de albergar deseos infinitos en vehemencia. Mas si estos deseos no son infinitos en este sentido, lo son en otro; pues es cierto que nuestra alma desea según toda la extensión de sus fuerzas, de manera que si el número de los espíritus necesarios al órgano pudiera crecer al infinito, la vehemencia de sus deseos crecería al infinito igualmente; y que, en fin, si la infinitud no está en el acto, lo está en la disposición del corazón naturalmente insaciable.
Admito que si nos amásemos a nosotros mismos según razón, podríamos concebir que el amor de nosotros mismos sería limitado en la medida de nuestro corazón, dado que no encontramos una infinidad de razones en nuestro espíritu para amarnos. Mas el Autor de la naturaleza, cuya sabiduría ha hallado que no era preciso pedir a los hombres ser filósofos para que fueran celosos de su conservación, ha querido que amásemos por sentimiento; lo cual es tan cierto, que no es siquiera concebible que podamos sentir algún placer o goce sin amar necesariamente este "sí mismo" que es su sujeto; de suerte que mientras que hay una infinita variedad y una infinidad de grados distintos en el goce que podemos experimentar, no hay medida alguna en el deseo de la felicidad, donde este goce se manifiesta en esencia, ni la hay por consiguiente en el amor de nosotros mismos, que es el principio de este deseo.
Insisto en que si el hombre hubiera sido hecho para ser el rival de la Divinidad, no debería amarse sin medida, puesto que entonces el amor de sí mismo entraría en competencia con el amor divino: mas el hombre se ama naturalmente con tanta vehemencia sólo para poder amar a Dios. La medida desmedida del amor de sí mismo, y estos deseos como infinitos son los únicos lazos que lo vinculan a Dios, dado que, como he dicho ya, los deseos tibios no pueden unir el corazón del hombre más que con las criaturas, y que no es a Dios a quien se ama, sino a un fantasma que se forma en lugar de Dios cuando se lo ama mediocremente.
También es un gran extravío oponer el amor de nosotros mismos al amor divino, cuando aquél ya es de por sí ordenado. Ya que amarse a uno mismo como conviene es amar a Dios, y que amar a Dios es amarse a uno mismo como conviene. El amor de Dios es el buen sentido del amor a nosotros mismos, es su espíritu y su perfección. Cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia otros objetos, no merece llamarse amor, y es más peligroso que el más cruel de los odios. Pero cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia Dios, se confunde con el amor divino.
A fe mía que no hay nada tan fácil como demostrar invenciblemente lo que nuestras investigaciones nos han enseñado a este respecto. Pues tomando por ejemplo a los bienaventurados, que sin duda no aman demasiado ni demasiado poco, ya que se encuentran en un estado de perfección, pregunto si pueden amar a Dios sin límites sin sentir el goce de su posesión; y pregunto a continuación si puede sentirse el goce sin amarse a uno mismo en proporción al sentimiento experimentado.
No nos detengamos, pues, en absoluto en tales cuestiones vanas y contradictorias. ¿Aman los santos más a Dios que a ellos mismos? Cuánto me gustaría que se preguntase si se aman a ellos mismos más de lo que se aman a ellos mismos. Pues ambas expresiones poseen en el fondo el mismo significado, puesto que hemos hecho ver que amar a Dios es amarse en el sentido correcto, y que no amar a Dios es odiarse a uno mismo bajo cierto punto de vista.

Jacques Abbadie