El andamio y otras metáforas

Publicado el 07 diciembre 2014 por Icastico

De pronto tengo un andamio “adobado”. Los vendavales del 2013 se cebaron con los finos conductos del gas de la comunidad, que trepan, piso a piso, desde la cisterna madre que los nutre a los hogares del bloque. Quedaron locos de atar. En su locura componen caprichosas melodías metálicas, dirigidas por el viento, un pésimo director de orquesta. Cuando reparo en ellos los imagino como las arterias que alimentan la lujosa vida extra y aburrida (un insulto perfecto) de esos consejeros delegados “energéticos” que antes fueron ministros o directores generales de lo nuestro, convertido en lo suyo aunque lo paguemos a precio de oro, motivo por el que aborrezco la partitura. Gas antiNatural. En eso andaban los chicos del andamio, en sujetarlos contra la pared (los tubos), anclando, de paso, mi odio.

Para mí, un andamio entraba en la categoría de brote verde, como una grúa, salvando las jerarquías. No sé por qué me dio por ahí; el brote es algo bonito, bello, es vida, no debería incluir estos mecanos de hierro en tan natural familia. Será porque no hace tanto que España era el mayor bosque europeo de estos artefactos hasta que el Ébola del ladrillo casi acabó con la especie. Extrapolando de un conocido refrán, podría decirse que la grúa nos impidió ver el bosque, que en España llegó a selva, con sus despiadadas bestias. Al final, la culpa la acabamos teniendo los corderos, aunque no tanta como nos han hecho creer. Pero los débiles no tenemos derecho ni a que nos asista la razón, si acaso a que nos haga una visita. Somos los “sherpas” del latrocinio, sobre nuestras espaldas han echado las culpas y las penas para que los ladrones pudieran llegar ligeros a las cumbres de la codicia que tanto aman.

Curioso, esos artilugios que antes pasaban desapercibidos por su proliferación, como una brizna lo hace en un paisaje natural, se han convertido, en mi pueblo como en muchos, en constantes vitales a vigilar, en “hilillos vigorosos” de un diccionario mariano, en recuerdos de un falso esplendor que los políticos exportaron como verdadero; las palabras no pagan aranceles. Cualquier rastro de obra constituye una sonrisa en los rostros viejos del lugar; los jóvenes ya están fuera. O haciendo las maletas. ¡Que tiempos aquellos en que un pintor, albañil o fontanero parecía un ministro inaccesible y hasta había que pagar por oler un andamio, un bote de pintura o un soplete! Era el soma.

Al propietario de “mi andamio” estoy por apodarlo “el Chernóbil”, que bien pudiera ser el mote de mi país, un Chernóbil de la ética y la moral. Tiene la costumbre de abandonar las estructuras después de haber albergado alguna precaria vida laboral. Ya lo hizo en casa de un familiar. Incluso mi acceso y el de los vecinos a las viviendas está obstruido con su chatarra, como para recordarnos que la calle ya no es de Fraga, sino suya. Siempre es de alguien, con permiso de Google, que es el Gran Hermano del planeta entero. Hasta que no salga otra obra nos convierte en su trastero particular, en su chatarrero. A comerme su esqueleto. Mi paisaje cotidiano y espléndido se alimenta ahora con estos huesos. La vista de “mi ría”, de “mi playa” y de las casas desperdigadas que, como la mía, vigilan con orgullo este cacho de naturaleza, tiene ahora un enrejado. Una cárcel prestada.

Desde la ventana tengo otra vista que es también un Chernóbil. Del alma. Mi “Algarrobico”, un zombi de la avaricia que no dejará de perseguirme. Un compadreo de constructoras. Una le pasó a otra el negocio. Con una licencia para 18 viviendas quisieron hacer 54. Un sepulcro definitivo para mi paisaje. Un muro de la sinvergüenza. Todo legal a pesar de lo ilegal. Una denuncia paralizó las obras y el tsunami del 2008 acabó con el sueño de mi especulador local. También con mi tristeza. Ahí sigue el muñón, sin que nadie ni nada lo limpie o desinfecte. Otra culpa ajena que purgan los inocentes. Mi pueblo va camino de su Chernóbil. Aquí el verbo “acabar” no acaba. Se empiezan obras y se abandonan, se cercenan las sonrisas, a los brotes verdes los torturan. El Mercado (plaza de abastos) era el pulmón de la zona por el que respiraban todos los comerciantes. Con motivo de retejarlo se cerró. Y con motivo de extraños intereses sigue cerrado 9 meses después de su prevista apertura. Los mercaderes que lo ocupaban han sido expulsados traumáticamente del templo. En su nuevo enclave no les visita la clientela, poco a poco van cerrando, o muriendo sus economías. Lo quieren dejar bonito para cuando no haya más que cadáveres. Será una cuestión de “tajadas”, que solo necesita de unos pocos “vivos”.

Con la acometida del agua, otra faena. Han abierto zanjas y dejado parches, todo está en carne viva. Un escenario bélico de trincheras, montículos de tierra. Parece ser que iban a aprovechar para construir aceras. Llevan seis meses parados. Para bajar al cercano centro no queda otra que hacerlo por la carretera comarcal, exponiéndose a esguinces en los surcos creados por la ausencia de tierra que la lluvia se lleva, o en las losetas flotantes que han dejado sin cicatrizar. La acera es de momento un puzzle al que le faltan piezas. Cuando haya un atropello vendrán las protestas y se tomarán medidas, primero para el ataud del muerto. Tengo la ilusión de que todo resucite en un par de meses. Se acercan las elecciones. Overbooking de inauguraciones y de fotos, de caretos y caretas. Overbooking de promesas. La feria del oportunismo. Ya tengo preparado mi Chernóbil para ellos.

Andamio adosado

Vista con “Algarrobico”

Mi nuevo acceso al portal

Lateral Mercado

Lateral Mercado

Brotes verdes: Mercado

Aceras y avenidas

Aceras y avenidas

Aceras y avenidas