El suelo de la estancia estaba cubierto por una enorme capa de cristales rotos. La estatua del ángel caído se había convertido en un montón de pequeños trozos desperdigados. Y ella se alzaba allí, en el centro de la nada, con su larga melena oscura azotada por el viento y un cuchillo ensangrentado en su mano derecha.
Blanco su vestido, empapado de gotas carmesí y cuyos bajos bailaban una danza sin fin. No tenía pies y de sus carnosos labios salía, desbocado, un alarido sobrenatural. Su mirada, perdida y de profundas ojeras. Su fina capa de piel dejaba entrever sus venas y sus marcados huesos.
Los claroscuros lo dominaban todo. El artista, anónimo, no había descuidado ni el más mínimo detalle. Era una obra única.
En los márgenes superiores, pequeñas figuras aladas de formas redondeadas querían elevarse, pero eran arrastradas hacia el suelo por unos seres alargados y siniestros que rodeaban a la joven desde la zona inferior del cuadro. Superpuestos, flotaban en el aire traslúcidos pétalos de rosas marchitas.
La herida en el centro de su vientre hacía que la figura de la mujer se doblara y su dolor traspasaba las fronteras de lo infinito.
Cuenta la leyenda que si la miras a los ojos fijamente, su sufrimiento te perseguirá de por vida. Pero, por más que lo intento, su angustia nunca logra superar la mía.
A Eva. (Si tienen razón los que defienden que hay vida después de la vida, estoy segura de que estarás dibujando esta escena, tirando de mucha ironía, por la parte que te toca. Aquí, en la tierra, los demás te echamos mucho de menos).