Viste normalmente con unos tejanos, una camiseta deportiva, y una gorra, que no suele quitarse, salvo cuando cuenta historias a los niños que se quedan esperando a sus padres, a la salida de las clases, o cuando, en días de lluvia, los niños esperan en el gimnasio de la escuela, a subir de nuevo a las clases.
A medida que van entrando los alumnos de primaria, les remueve el pelo a los chicos, y a las chicas les sonríe. Sus dientes blanquísimos relucen en la media oscuridad de los pasillos, y su risa se escucha con un pequeño y gracioso eco, que conforme van entrando, alegra a todos aquellos que no les gusta asistir a las clases.
Después, se dedica a limpiar los pasillos, silbando y cantando a voz en grito; provocando la ira de algunos profesores, que ven como sus alumnos se distraen; o bien, lleva a algún niño a la enfermería, y cura su dedo cortado con las tijeras, con abundante mercromina y algodón, y vendándoselo como si fuera un herido de guerra; o también, abriendo con su llavero lleno de grandes llaves, alguna puerta que se ha quedado atascada.
Cuando Alicia se enteró que los ángeles convivían con los hombres, no tendría más de seis o siente años. Acababa de mudarse con su familia a una nueva ciudad, y todo era nuevo para ella. Era una chica bastante tímida, no hablaba con nadie, y sólo se permitía sonreír y expresarse cuando tocaba el violín, junto a su padre, y la profesora que le habían puesto.
Algunas veces, en sus cuentos, los ángeles salían dibujados como niños rechonchos, con alas, de un color rosado perfecto. Otras veces, salían como niñas más mayores, también con alas, y vestidos blancos que les llegaba hasta el suelo. Y Alicia soñaba que era una de ellos. Y que volaba muy alto y se acercaba a todos los niños de su clase y les tocaba el violín. De vez en cuando, su madre le hacía rezar por su angelito de la guarda, pero ella, como no lo veía, no sabía si realmente la estaba escuchando.
Un día descubrió que no todos los ángeles son como los que están dibujados en sus cuentos, ni cumplen las mismas labores. Alicia supo que también había unos ángeles distintos, que no eran mensajeros, ni guardianes, ni guerreros; que no todos eran invisibles, y que, si sabía guardar bien el secreto, podría ver en algunos desconocidos, algunos rasgos específicos.
Llegaba tarde a la escuela, más de veinte minutos. Su padre la dejó en secretaría, y tras darle un beso en la frente, le dijo que pasara un buen día. Ella asintió, y esperó a que Fernando llegara para llevarla a la biblioteca. Había unas normas muy estrictas en el colegio, que decían que si los alumnos llegaban con más de cinco minutos de retraso, debían esperar al siguiente turno de clase. Fernando había conseguido que, por lo menos, los que llegaban tarde, pudieran ir a la biblioteca a leer algún cuento. Y eso hizo, en cuanto le avisaron de que había otro niño esperando en secretaría, se acercó, le dio los buenos días, y la llevó a la biblioteca.
-“Otra vez se han quedado dormidos tus padres, Alicia?”
Alicia lo miró, y asintió con la cabeza.
-“Veo que sigues sin hablar. Tendremos que llamar al gato que se te ha comido la lengua para que nos la devuelva.”
Alicia lo miró, y le sacó la lengua.
-“Ah! Entonces... Déjame que piense... Creo que... Sí, creo que te voy a contar un secreto, pero tienes que prometerme que no lo vas a contar.”
Ella asintió. Pero Fernando no se quedó contento.
-“Tienes que prometérmelo con voz, porque yo no sé si ahora estás pensando en que sí lo vas a contar.” -“Te lo prometo.” Dijo Alicia con un hilillo de voz. -“Vamos, que hay un niño más en la biblioteca, que también va a escuchar este secreto.”
Alicia se sentó sobre los cojines de la biblioteca, mientras el otro niño, curiosamente también de su clase, se sentaba a su lado. Fernando cogió el baúl, y se sentó sobre él. Las caras expectantes de ambos niños, le ayudaron a comenzar su historia.
-“Lo que os voy a contar, es un secreto que solamente conoceréis vosotros dos. Así que tenéis que prometerme bien que no lo vais a contar nunca a nadie.”
Tras mirarse los tres, y asentir, Fernando continuó.
-“Yo soy un ángel. Sí, como esos que veis en los cuentos, con alas y túnicas blancas. Sólo que yo no soy pequeño, sino grande. Además me podéis ver, cosa que a los demás, seguro que no podéis ver.”
Alicia se llevó las manos a la boca, en señal de asombro. Por fin, podía ver a uno de esos ángeles de sus sueños.
-“Mi misión aquí, en este colegio, -continuó Fernando-, además de cuidaros a todos, es rescatar a un pobre angelito que se ha perdido. Y, mientras colocaba su dedo índice sobre sus labios, en señal de silencio, y les guiñaba nuevamente uno de sus negros ojos, éste ángel no es otro que Amanda, ¡la dulce y alegre cocinera!” Ella se encargaba de todas las comidas de la escuela primaria. Desde los abundantes desayunos que los niños zampaban con voraz apetito infantil hasta las divertidas comidas con caras. Y era Amanda, la charlatana cocinera, de quién Fernando estaba enamorado. Cuando terminó de contar esta historia, tuvo que ir a tocar la campana de cambio de clase, acompañó a ambos muchachos hasta su clase, y tras dejarlos hablando animadamente, se fue a la cocina, a tomarse su desayuno.
Alicia ya tenía un nuevo amigo, y además conocía a un verdadero ángel.
Cuando años más tarde, Alicia volvió a la escuela, esta vez como profesora, Fernando ya no era el conserje. Pero sí tenía en distintas clases a los hijos de Fernando y Amanda, que habían decidido casarse y formar una familia. Cinco críos traviesos, que tenían la misma mirada profunda de su padre, y la labia de su madre. Alicia se preguntaba si todos ellos serían también angelitos disfrazados. Y no le cabía ninguna duda cuando los veía reírse, columpiándose en el patio del colegio. ¿A quién ayudarán ahora?
Lo escribí el 25 de julio de 2005. http://diariodealgoespecial.blogspot.com/feeds/posts/default?alt=rss