El año de Stevenson, por Elvio E. Gandolfo

Publicado el 30 agosto 2015 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Editorial Iván Rosado. 185 páginas. 1ª edición de 2014.
Ya he comentado aquí alguna vez que después de leer varios libros de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947), comencé a cambiar con él algunos correos por internet y esto ha hecho que unas cuantas veces al año surja alguna conversación entre nosotros sobre libros. Además Elvio ha hecho que sus editores en la Argentina me envíen sus últimos libros publicados. Hace unos meses me llegó el poemario El año de Stevenson, publicado en Rosario (la ciudad de la que es originario, aunque se diese la circunstancia de que naciera en Mendoza), y que acabó en mi casa de Madrid tras pasar por París.
El año de Stevenson es un poemario largo (alcanza las 185 páginas), al que imagino de lenta elaboración. Es decir, Gandolfo es traductor, editor, crítico literario y cuando se acerca a la escritura suele decantarse por el cuento; especulo que estos poemas están elaborados de forma discontinua a lo largo de un número no despreciable de años, entre la escritura de otros libros, antes de que tomaran el cuerpo uniforme de un poemario.
Podemos encontrarnos aquí con poemas bastante cortos, que en más de un caso se presentan como un chispazo de ingenio. Dejo a continuación un ejemplo:

Proyecto y freno


La tarea es fácil: sólo debés enamorarla.
Pero a la vez difícil: no puede ser posible.
Pero lo más frecuente es que los poemas que escribe Gandolfo sean largos, de tres o incluso cuatro páginas. El impulso poético suele ser narrativo, como si el autor usara la escritura de estos poemas a modo de diario (encuentro con un amigo, con una sobrina, un recuerdo que le asalta de repente…), y no pareciera dar demasiada importancia a la métrica. En este sentido, tengo la impresión de que cuando el poema es más corto estructura los versos dejando una o dos palabras en cada línea y cuando es más largo decide extender cada verso, cortándolo más por capricho que por cualquier tipo de regla métrica. Es decir, al leer los poemas acabé por no hacer ningún alto al final de cada verso, estructura lingüística que en Gandolfo no aspira a la significación aislada, sino que será el poema (y no el verso), lo que se desprende de él, como reflexión, como interpretación del mundo, lo que tendrá un significado, que tampoco suele incidir en la esencia metafórica de buscar relaciones entre conceptos, sino que, como ya dije su impulso es en gran parte narrativo. Pudiendo ser tan narrativo que nos resume la biografía de un personaje real. Podemos ver un ejemplo en el siguiente poema:

Festival II


Titular “¡Yo soy King Kong!” es empequeñecer a Merian C. Cooper. ¡Lo daban vuelta los aviones! ¡Admiraba a los hermanos Wright! ¡Les avisó a los de la Academia militar que los aviones iban a hacer pedazos a los barcos en la guerra, y le pegaron una patada en el culo (la Armada no se banca esas cosas)!
¡En la Primera Guerra quiso pilotar bombarderos y no cazas (más elegantes y prestigiosos), así le hacía más daño al enemigo! ¡Lo ametrallaron los alemanes y su artillero de cola parecía muerto! ¡Se le incendió el motor, y se le empezaron a quemar la cara y las manos! Pequeño detalle: ¡aun no existían los paracaídas! Pensó en tirarse igual, ¡pero descubrió que el artillero todavía vivía! ¡Manejando el avión con los codos (tenía las manos quemadas) y las rodillas empezó a hacerlo volar largo para que se gastara el combustible! ¡Cayeron y se salvaron! ¡Por el resto de sus vidas se mandaban una tarjeta cada año recordando ese día! ¡Después ayudó a los polacos a combatir el hambre! ¡Fue prisionero de los chinos que, contra su costumbre, lo dejaron vivir, porque las manos quemadas indicaban indudablemente que era un campesino, y no un oficial!
Después el cine: ¡se fue a Siam y filmó a los animales como nunca más volvió a hacerlo nadie: tigres y leopardos dando saltos frenéticos, de cocainómanos, un mono blanco de brazos larguísimos haciendo de comediante, decenas de elefantes cargando contra un poblado, y después metiéndose en una trampa gigante de madera! ¡Impuso el technicolor, que nadie quería, porque era caro! ¡Inventó el cinerama, que sería después, más modestamente, el Cinemascope! ¡Filmó un montón de películas nada menos que con John Ford!
Y además, desde luego, hizo King Kong. Todo porque quería destacarse, porque era petiso, porque deseaba que el padre y el hermano mayor lo admirasen. ¡Cuando posan juntos, Ernest Schoedsack le lleva medio metro de altura! ¡Y Cooper sonríe!
De la muerte nunca te enterás: ni cómo ni cuándo, un mito así termina yéndose en avión, a mostrar Estados Unidos en Cinerama al resto del mundo: ¡mirá lo que es el Gran Cañón, mirá lo que son los Grandes Lagos, mirá lo que son los rascacielos, mirá, mirá y mirá: todo con tres cámaras, en una pantalla que te envuelve como una frazada!
¡Mirá, mirá, mirá: esto es el cine, te voy a mostrar algo que nunca viste, y te vas a caer sentado, y nunca vas a olvidarte de mí, de Merian C. Cooper, que fumaba en pipa, que cuando se ponía el traje militar con condecoraciones era un descuidado total y a veces las águilas bélicas estaban cabeza abajo!
Hice todo lo que pude, y mucho más. Así que nunca te olvides de mí. En todo caso está bien: pensá que King Kong soy yo.
En el poema anterior podemos observar una de las temáticas del libro: el cine. Así es frecuente que en los poemas se evoquen películas o directores de cine. Por ejemplo: “una película entre / comedia y drama / de Jarmunsch, / de algún independiente, / hasta del primer Win Wenders.” (pág. 33)
Me ha costado entrar en los primeros poemas. Tenía la impresión de que Gandolfo estaba evocando algún episodio personal, con nombres de personas que el lector desconocía y esto llevaba a que se quedase fuera del texto propuesto. Pero después de esa primera impresión, el contenido del libro se suele hacer bastante transparente. Gandolfo evoca encuentros con amigos en los que se habla de literatura o cine. En este sentido, me ha gustado uno de los poemas que habla de una conversación sobre David Lynch con su amigo el escritor Mario Levrero. Dejo aquí el poema:
Intercambio nocturno
Curiosamente rara vez llovía en las veces numerosas que toqué el timbre abajo, ante la puerta de hierro forjado, esperando su descenso lento, mirando los boliches nuevos de las dos veredas, cada vez más abundantes, percibiendo al fin el resplandor del ascensor antiguo, el lento abrirse de la puerta, los saludos.
Después la discusión alegremente feroz, imposible de zanjar, era por ejemplo sobre Lynch: ¿cómo había sido posible, decía Jorge, o Mario, hacer algo tan blando, tan entregado, tan estúpido como esa película? Es obvio –se contestaba- bastaba fijarse en que la distribuía la Disney. Una cosa familiar, descafeinada, lejos de la potencia de creación auténtica de sus otras películas. Y se quedaba entonces callado, triunfal.
Recordando tramos enteros de la película con el viejo cruzando América en una cortadora de césped, recordando a su hija retrasada mental, recordando a la adolescente embarazada que se le cruzaba en medio de la noche y sobre todo recordando aquella charla tranquila con otro viejo de su edad en un bar, hablando de las atrocidades y renuncios de la guerra (tirar sin darte cuenta sobre tus propios compañeros) yo sonreía. Creo en realidad, decía, que aquí es más que nunca él, Lynch, en serio.
A Jorge se le cuadraba la mandíbula de tensión: no, no, decía, prácticamente herido por mi estulticia, es una cagada, una mierda (ese lenguaje circulaba entre nosotros). Meneaba la cabeza, sin poder creerlo. Yo ya exhibía apenas la sombra lejana de una sonrisa. No fuera que en aquellos ataques de explosiva reacción creyera que había un toque, un dejo remoto de burla, de conmiseración incluso.
Él iba hasta el baño y demoraba un rato. Afuera la plaza se extendía enorme, una manzana entera despejada en la oscuridad quieta de la noche de la ciudad. Regresaba. Hablábamos de otras cosas. Yo volvía a mirar de tanto en tanto con el calibre de un relojero experto los pechos increíbles de aquella foto de una mujer desnuda pegada sobre la pared, con un erotismo franco, nada refinado, que invitaba a un salto a la metafísica, a la mística, pero quedaba ahí: en la pared, en la franqueza.
Se acomodaba en el sillón amplio que había comprado con la beca, revolvía el café, nos quedábamos quietamente callados en la noche casi del todo deshabitada.
Alguno de los dos hacía girar otra vez la rueda: Ellroy era un tipo interesante, decía yo. No lo puedo leer, me enferma, literalmente, decía él. Faltaba un largo rato para irme.
De Levrero parece tomar Gandolfo uno de los temas literarios secundarios que recorre los versos de El año de Stevenson: su relación con las palomas, que en Gandolfo puede tornarse conflictiva: “Pienso / en la guerra, en mi guerra / contra las palomas.” (pág. 168)
La mirada de Gandolfo sobre lo retratado suele ser amable, simpática, no exenta de sentido de la camaradería y de humor. Sirva el siguiente poema de ejemplo:
Morires temidos o envidiados I
Me acuerdo de la noche en que el Chueco asustó a aquel atildado locutor en aquella mesa de la calle Ejido, frente a la intendencia.
Hablábamos de literatura y cada vez gritábamos más para imponer el autor que preferíamos, o más bien lo que ese autor escribía, comunicaba, pasaba con toda la potencia.
De golpe el Chueco dijo transido, conmovido, intenso, como motorizado por una mujer inalcanzable: “¡Ah, poder morir leyendo una página de Bernhard, sobre el libro abierto!”, y gráfica, melodramáticamente, clavó la frente en la madera de la mesa, con un ruido a hacha, como si la mesa fueran páginas, letras del alemán demente. Y el locutor huyó: éramos demasiado en esa hora de la noche estival montevideana, agradable, inenarrable, pero que albergaba para él locos progresivamente peligrosos.
Son numerosas las páginas de este libro que hablan de las tres ciudades en las que Gandolfo ha pasado más tiempo: Rosario, Buenos Aires y Montevideo. En muchos casos estas evocaciones suelen ser melancólicas, ya que reflejan cambios acontecidos en la ciudad. Me ha gustado este poema que habla de un barrio de Buenos Aires:

Palermo cambia


Un brillo raro en la ventana: en la noche, tras la cortina que deja entrever formas y luces, un cuadrado blanco, frío, publicitario, donde antes estaba la oscuridad retinta de la pizzería cálida, pequeña, cerrada fuera del horario de trabajo. Adiós al tano veterano (o con pinta de tal, da lo mismo), a las motos ruidosas y pequeñas que salían tirando pedos a entregar empanadas, calzones, pizzas y pizzetas: hoy más luz y más frialdad: más y menos barrio, según sea antiguo o nuevo, la luz y la electricidad no como civilización, como barbarie nueva, fascinante.
Groppa hablaba de dos interiores: el cercano y el lejano de Buenos Aires. Él se metió y se encontró, perdiéndose, en un exterior lejano. Pero acá, en la ciudad misma, están los interiores más lejanos, los interiores asediados de la ciudad. La pizzería Kentucky, las mesas de billar en penumbra iluminada de la Academia, aquel otro bar, el de los cien billares de la Avenida, con su provisión abundante de aquel único gato recostado a la vidriera, esperándote.
Interiores que resisten y al fin se van, no mueren. Porque casas, atmósferas y climas nunca mueren, se traslapan, se reemplazan. Ojalá la ciudad, digamos, pasara de cálida y amable a inhóspita y fría en esta noche de casi invierno fría e iluminada de blanco por el cartel publicitario y liso que ocupa, silencioso, el sitio otro de la pizzería nada antigua, nada Soho, nada Palermo sensible, simplemente un buen curro (en el sentido español) para ir tirando, ofreciendo una botella de yapa, o una porción de fainá (gruesa y mal hecha) de yapa, o hasta una “pizza de cancha”, con porción casi para caballos casi de pasto cubriendo la masa fina y bien cocida. Nada de pizzería inolvidable y nostalgiosa: una esquina para ir tirando, casi sin mesas, hasta que le llegó el casi éxito, y empezaron a poner dos, tres, cuatro en la vereda. Algo contranatura para aquella pizzería solo de delivery, solo de circulación y entrega. Ahí fue que se distrajo, que quedó desprotegida y el comercio frío, fácilmente reemplazable una y otra y otra vez, de imitación diseño, o imitación arte la vació sin matarla, la aplastó con el cartel blanco, vacío en la noche tras el tejido como de red entreabierta de la cortina en la noche fría y húmeda que deja pasar su luz en el aire quieto, provocando apenas el fastidio de no tener comida caliente y sabrosa en la vereda de enfrente, incluso traída (¿dieciocho, veinte pasos?) con práctica llamada por teléfono.
Si bien he apuntado antes que la mirada de Gandolfo hacia los demás suele ser amable y humorística, se torna más melancólica cuando evoca a sus padres. En este sentido hay una serie de poemas que hablan de la muerte del padre, Francisco Gandolfo (1921-2008), impresor, editor y poeta, creador junto a Elvio de la mítica revista argentina El lagrimal trifulca. Estos poemas hablan de los días anteriores y posteriores a la muerte, y Elvio decide hablar de sí mismo aquí en segunda persona. Aunque creo que el que más me gusta es el que vuelve a la primera persona. Éste:

El día después VII


Tendría que ser en realidad el día después VIII pero a veces pasa, ahora: archivaste un poema arriba del otro y el de abajo se borró.
Borrado, desaparecido, tragado por el sistema de la máquina, ese poema. Sin ganas de volver a escribirlo: apenas contar lo que decía. Tampoco enojarte, deprimirte, mufarte sino aceptando, poniendo en segunda instancia lo que expresaba, perdiendo un poco, pero ganando otro poco en algún plano. Recordando aquella frase de la sabiduría paterna aplicada en el negocio, ya retirado sin embargo, cuando uno de tus hermanos se quejaba de que otro espantaba clientes de la imprenta: “Pero hijo”, dijo tu padre, queriendo decir simplemente que las cosas vienen y se van, tal vez sin darse cuenta: “Los clientes vienen y se van, desde siempre, no hay que preocuparse.” Frase que me quedó grabada, siempre, como la otra ley tácita, recordada por todos: no atarse nunca a un solo proveedor. No atarse nunca, en todo caso, en este caso, a un solo poema, al poema original al culto de lo único que sólo puede llevarte a la desesperación y el fracaso.
En un poema Elvio reflexiona sobre una locutora que le preguntó en una entrevista por qué escribió un cuento sobre su padre, pero no uno sobre su madre. Algo que hace que el autor se bloquee para hablar de su madre. Al tratarse, como ya he dicho, de un poemario muy narrativo no es raro que unos poemas nos lleven a otros, y así me ha gustado un poema que nos recuerda el comentado anteriormente y en el que por fin se decide a hablar de su madre, consiguiendo uno de los momentos más bellos del libro:

Las manos bajo el agua


Nunca sabrás por qué si algún día lograras ser como Almodóvar y escribir todo sobre tu madre, superando la castración del reto de aquella locutora, comenzarías con la escena que insiste en aparecer una y otra vez.
Fue un día de semana en el viejo departamento de Oroño y Seguí. Tu madre salía, como la heroína de una película rusa de los mejores tiempos, a comprar la leche, dejando la puerta cerrada con llave conmigo y mis hermanos adentro.
No sé bien como fue: si lo contó ella o lo contó a alguien que después te lo contó (esas cosas pasan en las mejores familias de los barrios retirados). Pero la imagen quedó: tu madre, bajo la lluvia, en un momento extravió algo. Por lo que después te pasó tendés a pensar en el dinero, pero no, era más bien la llave. Se le cayó la llave de metal, más bien pequeña, en medio de la lluvia, en un barrio con calles de tierra. Pero no en el barrio mismo sino un par de cuadras más allá, sobre el pavimento. Pero un pavimento sucio, enkilombado, lleno de basuras y de barro. La imagen es la de tu madre tanteando con las manos bajo el agua, tratando de tocar aquella llave infinitesimal que le devolviera en aquel día infernal de lluvia cerrada el acceso a sus hijos. Si esto es real, si no lo inventó el cerebro después de tantos años, es un buen principio para decir todo sobre tu madre. Porque el recuerdo (falso o verdadero) es puramente cinemático, desprovisto de todo dramatismo: la lluvia, una mujer joven agachada (que es a la vez tu madre) que palpa con las manos bajo el agua. Algo que de una u otra manera terminó siendo tu concepto de la realidad personal, biológica, social, general. Algo que terminó desarrollando tu gusto por las tormentas cuando empiezan y son bravas. Algo que hizo que no te quebraras tantos años después (esto pasó realmente: podés decirlo hoy) cuando perdiste la plata de una cobranza de la imprenta en una zona imposible del Parque Independencia, todo por subir aquel cordón con la bicicleta y cortar camino a través de ese casi bosque. Te pasaste horas tanteando entre hojas de otoño y pedazos de hojas de otoño sumergidas, como si fueran otros tantos billetes subacuáticos, sin encontrar nada, con las manos bajo el agua. Rastro genético de la imagen: el mito y la leyenda de tu madre buscando su propia pérdida, la llave, bajo la lluvia. Un buen modo de empezar a contar alguna vez todo sobre tu madre.
Así que en resumen El año de Stevenson de Gandolfo puede leerse como un diario sentimental de Elvio E. Gandolfo, libro de evocaciones o reflexiones. Arranques poéticos que hunden su esencia en el deseo de narrar o transmitir. Poemas melancólicos, entrañables, humanos, celebrativos, llenos de ironía y humor.
Me he enterado, gracias a las redes sociales (y el propio autor me lo confirma), que dentro de no mucho se va a publicar un libro con los Cuentos reunidos de Elvio E. Gandolfo, una noticia que me parece todo un acontecimiento literiario.Editorial Iván Rosado. 185 páginas. 1ª edición de 2014.
Ya he comentado aquí alguna vez que después de leer varios libros de Elvio E. Gandolfo (Mendoza, Argentina, 1947), comencé a cambiar con él algunos correos por internet y esto ha hecho que unas cuantas veces al año surja alguna conversación entre nosotros sobre libros. Además Elvio ha hecho que sus editores en la Argentina me envíen sus últimos libros publicados. Hace unos meses me llegó el poemario El año de Stevenson, publicado en Rosario (la ciudad de la que es originario, aunque se diese la circunstancia de que naciera en Mendoza), y que acabó en mi casa de Madrid tras pasar por París.
El año de Stevenson es un poemario largo (alcanza las 185 páginas), al que imagino de lenta elaboración. Es decir, Gandolfo es traductor, editor, crítico literario y cuando se acerca a la escritura suele decantarse por el cuento; especulo que estos poemas están elaborados de forma discontinua a lo largo de un número no despreciable de años, entre la escritura de otros libros, antes de que tomaran el cuerpo uniforme de un poemario.
Podemos encontrarnos aquí con poemas bastante cortos, que en más de un caso se presentan como un chispazo de ingenio. Dejo a continuación un ejemplo:

Proyecto y freno


La tarea es fácil: sólo debés enamorarla.
Pero a la vez difícil: no puede ser posible.
Pero lo más frecuente es que los poemas que escribe Gandolfo sean largos, de tres o incluso cuatro páginas. El impulso poético suele ser narrativo, como si el autor usara la escritura de estos poemas a modo de diario (encuentro con un amigo, con una sobrina, un recuerdo que le asalta de repente…), y no pareciera dar demasiada importancia a la métrica. En este sentido, tengo la impresión de que cuando el poema es más corto estructura los versos dejando una o dos palabras en cada línea y cuando es más largo decide extender cada verso, cortándolo más por capricho que por cualquier tipo de regla métrica. Es decir, al leer los poemas acabé por no hacer ningún alto al final de cada verso, estructura lingüística que en Gandolfo no aspira a la significación aislada, sino que será el poema (y no el verso), lo que se desprende de él, como reflexión, como interpretación del mundo, lo que tendrá un significado, que tampoco suele incidir en la esencia metafórica de buscar relaciones entre conceptos, sino que, como ya dije su impulso es en gran parte narrativo. Pudiendo ser tan narrativo que nos resume la biografía de un personaje real. Podemos ver un ejemplo en el siguiente poema:

Festival II


Titular “¡Yo soy King Kong!” es empequeñecer a Merian C. Cooper. ¡Lo daban vuelta los aviones! ¡Admiraba a los hermanos Wright! ¡Les avisó a los de la Academia militar que los aviones iban a hacer pedazos a los barcos en la guerra, y le pegaron una patada en el culo (la Armada no se banca esas cosas)!
¡En la Primera Guerra quiso pilotar bombarderos y no cazas (más elegantes y prestigiosos), así le hacía más daño al enemigo! ¡Lo ametrallaron los alemanes y su artillero de cola parecía muerto! ¡Se le incendió el motor, y se le empezaron a quemar la cara y las manos! Pequeño detalle: ¡aun no existían los paracaídas! Pensó en tirarse igual, ¡pero descubrió que el artillero todavía vivía! ¡Manejando el avión con los codos (tenía las manos quemadas) y las rodillas empezó a hacerlo volar largo para que se gastara el combustible! ¡Cayeron y se salvaron! ¡Por el resto de sus vidas se mandaban una tarjeta cada año recordando ese día! ¡Después ayudó a los polacos a combatir el hambre! ¡Fue prisionero de los chinos que, contra su costumbre, lo dejaron vivir, porque las manos quemadas indicaban indudablemente que era un campesino, y no un oficial!
Después el cine: ¡se fue a Siam y filmó a los animales como nunca más volvió a hacerlo nadie: tigres y leopardos dando saltos frenéticos, de cocainómanos, un mono blanco de brazos larguísimos haciendo de comediante, decenas de elefantes cargando contra un poblado, y después metiéndose en una trampa gigante de madera! ¡Impuso el technicolor, que nadie quería, porque era caro! ¡Inventó el cinerama, que sería después, más modestamente, el Cinemascope! ¡Filmó un montón de películas nada menos que con John Ford!
Y además, desde luego, hizo King Kong. Todo porque quería destacarse, porque era petiso, porque deseaba que el padre y el hermano mayor lo admirasen. ¡Cuando posan juntos, Ernest Schoedsack le lleva medio metro de altura! ¡Y Cooper sonríe!
De la muerte nunca te enterás: ni cómo ni cuándo, un mito así termina yéndose en avión, a mostrar Estados Unidos en Cinerama al resto del mundo: ¡mirá lo que es el Gran Cañón, mirá lo que son los Grandes Lagos, mirá lo que son los rascacielos, mirá, mirá y mirá: todo con tres cámaras, en una pantalla que te envuelve como una frazada!
¡Mirá, mirá, mirá: esto es el cine, te voy a mostrar algo que nunca viste, y te vas a caer sentado, y nunca vas a olvidarte de mí, de Merian C. Cooper, que fumaba en pipa, que cuando se ponía el traje militar con condecoraciones era un descuidado total y a veces las águilas bélicas estaban cabeza abajo!
Hice todo lo que pude, y mucho más. Así que nunca te olvides de mí. En todo caso está bien: pensá que King Kong soy yo.
En el poema anterior podemos observar una de las temáticas del libro: el cine. Así es frecuente que en los poemas se evoquen películas o directores de cine. Por ejemplo: “una película entre / comedia y drama / de Jarmunsch, / de algún independiente, / hasta del primer Win Wenders.” (pág. 33)
Me ha costado entrar en los primeros poemas. Tenía la impresión de que Gandolfo estaba evocando algún episodio personal, con nombres de personas que el lector desconocía y esto llevaba a que se quedase fuera del texto propuesto. Pero después de esa primera impresión, el contenido del libro se suele hacer bastante transparente. Gandolfo evoca encuentros con amigos en los que se habla de literatura o cine. En este sentido, me ha gustado uno de los poemas que habla de una conversación sobre David Lynch con su amigo el escritor Mario Levrero. Dejo aquí el poema:
Intercambio nocturno
Curiosamente rara vez llovía en las veces numerosas que toqué el timbre abajo, ante la puerta de hierro forjado, esperando su descenso lento, mirando los boliches nuevos de las dos veredas, cada vez más abundantes, percibiendo al fin el resplandor del ascensor antiguo, el lento abrirse de la puerta, los saludos.
Después la discusión alegremente feroz, imposible de zanjar, era por ejemplo sobre Lynch: ¿cómo había sido posible, decía Jorge, o Mario, hacer algo tan blando, tan entregado, tan estúpido como esa película? Es obvio –se contestaba- bastaba fijarse en que la distribuía la Disney. Una cosa familiar, descafeinada, lejos de la potencia de creación auténtica de sus otras películas. Y se quedaba entonces callado, triunfal.
Recordando tramos enteros de la película con el viejo cruzando América en una cortadora de césped, recordando a su hija retrasada mental, recordando a la adolescente embarazada que se le cruzaba en medio de la noche y sobre todo recordando aquella charla tranquila con otro viejo de su edad en un bar, hablando de las atrocidades y renuncios de la guerra (tirar sin darte cuenta sobre tus propios compañeros) yo sonreía. Creo en realidad, decía, que aquí es más que nunca él, Lynch, en serio.
A Jorge se le cuadraba la mandíbula de tensión: no, no, decía, prácticamente herido por mi estulticia, es una cagada, una mierda (ese lenguaje circulaba entre nosotros). Meneaba la cabeza, sin poder creerlo. Yo ya exhibía apenas la sombra lejana de una sonrisa. No fuera que en aquellos ataques de explosiva reacción creyera que había un toque, un dejo remoto de burla, de conmiseración incluso.
Él iba hasta el baño y demoraba un rato. Afuera la plaza se extendía enorme, una manzana entera despejada en la oscuridad quieta de la noche de la ciudad. Regresaba. Hablábamos de otras cosas. Yo volvía a mirar de tanto en tanto con el calibre de un relojero experto los pechos increíbles de aquella foto de una mujer desnuda pegada sobre la pared, con un erotismo franco, nada refinado, que invitaba a un salto a la metafísica, a la mística, pero quedaba ahí: en la pared, en la franqueza.
Se acomodaba en el sillón amplio que había comprado con la beca, revolvía el café, nos quedábamos quietamente callados en la noche casi del todo deshabitada.
Alguno de los dos hacía girar otra vez la rueda: Ellroy era un tipo interesante, decía yo. No lo puedo leer, me enferma, literalmente, decía él. Faltaba un largo rato para irme.
De Levrero parece tomar Gandolfo uno de los temas literarios secundarios que recorre los versos de El año de Stevenson: su relación con las palomas, que en Gandolfo puede tornarse conflictiva: “Pienso / en la guerra, en mi guerra / contra las palomas.” (pág. 168)
La mirada de Gandolfo sobre lo retratado suele ser amable, simpática, no exenta de sentido de la camaradería y de humor. Sirva el siguiente poema de ejemplo:
Morires temidos o envidiados I
Me acuerdo de la noche en que el Chueco asustó a aquel atildado locutor en aquella mesa de la calle Ejido, frente a la intendencia.
Hablábamos de literatura y cada vez gritábamos más para imponer el autor que preferíamos, o más bien lo que ese autor escribía, comunicaba, pasaba con toda la potencia.
De golpe el Chueco dijo transido, conmovido, intenso, como motorizado por una mujer inalcanzable: “¡Ah, poder morir leyendo una página de Bernhard, sobre el libro abierto!”, y gráfica, melodramáticamente, clavó la frente en la madera de la mesa, con un ruido a hacha, como si la mesa fueran páginas, letras del alemán demente. Y el locutor huyó: éramos demasiado en esa hora de la noche estival montevideana, agradable, inenarrable, pero que albergaba para él locos progresivamente peligrosos.
Son numerosas las páginas de este libro que hablan de las tres ciudades en las que Gandolfo ha pasado más tiempo: Rosario, Buenos Aires y Montevideo. En muchos casos estas evocaciones suelen ser melancólicas, ya que reflejan cambios acontecidos en la ciudad. Me ha gustado este poema que habla de un barrio de Buenos Aires:

Palermo cambia


Un brillo raro en la ventana: en la noche, tras la cortina que deja entrever formas y luces, un cuadrado blanco, frío, publicitario, donde antes estaba la oscuridad retinta de la pizzería cálida, pequeña, cerrada fuera del horario de trabajo. Adiós al tano veterano (o con pinta de tal, da lo mismo), a las motos ruidosas y pequeñas que salían tirando pedos a entregar empanadas, calzones, pizzas y pizzetas: hoy más luz y más frialdad: más y menos barrio, según sea antiguo o nuevo, la luz y la electricidad no como civilización, como barbarie nueva, fascinante.
Groppa hablaba de dos interiores: el cercano y el lejano de Buenos Aires. Él se metió y se encontró, perdiéndose, en un exterior lejano. Pero acá, en la ciudad misma, están los interiores más lejanos, los interiores asediados de la ciudad. La pizzería Kentucky, las mesas de billar en penumbra iluminada de la Academia, aquel otro bar, el de los cien billares de la Avenida, con su provisión abundante de aquel único gato recostado a la vidriera, esperándote.
Interiores que resisten y al fin se van, no mueren. Porque casas, atmósferas y climas nunca mueren, se traslapan, se reemplazan. Ojalá la ciudad, digamos, pasara de cálida y amable a inhóspita y fría en esta noche de casi invierno fría e iluminada de blanco por el cartel publicitario y liso que ocupa, silencioso, el sitio otro de la pizzería nada antigua, nada Soho, nada Palermo sensible, simplemente un buen curro (en el sentido español) para ir tirando, ofreciendo una botella de yapa, o una porción de fainá (gruesa y mal hecha) de yapa, o hasta una “pizza de cancha”, con porción casi para caballos casi de pasto cubriendo la masa fina y bien cocida. Nada de pizzería inolvidable y nostalgiosa: una esquina para ir tirando, casi sin mesas, hasta que le llegó el casi éxito, y empezaron a poner dos, tres, cuatro en la vereda. Algo contranatura para aquella pizzería solo de delivery, solo de circulación y entrega. Ahí fue que se distrajo, que quedó desprotegida y el comercio frío, fácilmente reemplazable una y otra y otra vez, de imitación diseño, o imitación arte la vació sin matarla, la aplastó con el cartel blanco, vacío en la noche tras el tejido como de red entreabierta de la cortina en la noche fría y húmeda que deja pasar su luz en el aire quieto, provocando apenas el fastidio de no tener comida caliente y sabrosa en la vereda de enfrente, incluso traída (¿dieciocho, veinte pasos?) con práctica llamada por teléfono.
Si bien he apuntado antes que la mirada de Gandolfo hacia los demás suele ser amable y humorística, se torna más melancólica cuando evoca a sus padres. En este sentido hay una serie de poemas que hablan de la muerte del padre, Francisco Gandolfo (1921-2008), impresor, editor y poeta, creador junto a Elvio de la mítica revista argentina El lagrimal trifulca. Estos poemas hablan de los días anteriores y posteriores a la muerte, y Elvio decide hablar de sí mismo aquí en segunda persona. Aunque creo que el que más me gusta es el que vuelve a la primera persona. Éste:

El día después VII


Tendría que ser en realidad el día después VIII pero a veces pasa, ahora: archivaste un poema arriba del otro y el de abajo se borró.
Borrado, desaparecido, tragado por el sistema de la máquina, ese poema. Sin ganas de volver a escribirlo: apenas contar lo que decía. Tampoco enojarte, deprimirte, mufarte sino aceptando, poniendo en segunda instancia lo que expresaba, perdiendo un poco, pero ganando otro poco en algún plano. Recordando aquella frase de la sabiduría paterna aplicada en el negocio, ya retirado sin embargo, cuando uno de tus hermanos se quejaba de que otro espantaba clientes de la imprenta: “Pero hijo”, dijo tu padre, queriendo decir simplemente que las cosas vienen y se van, tal vez sin darse cuenta: “Los clientes vienen y se van, desde siempre, no hay que preocuparse.” Frase que me quedó grabada, siempre, como la otra ley tácita, recordada por todos: no atarse nunca a un solo proveedor. No atarse nunca, en todo caso, en este caso, a un solo poema, al poema original al culto de lo único que sólo puede llevarte a la desesperación y el fracaso.
En un poema Elvio reflexiona sobre una locutora que le preguntó en una entrevista por qué escribió un cuento sobre su padre, pero no uno sobre su madre. Algo que hace que el autor se bloquee para hablar de su madre. Al tratarse, como ya he dicho, de un poemario muy narrativo no es raro que unos poemas nos lleven a otros, y así me ha gustado un poema que nos recuerda el comentado anteriormente y en el que por fin se decide a hablar de su madre, consiguiendo uno de los momentos más bellos del libro:

Las manos bajo el agua


Nunca sabrás por qué si algún día lograras ser como Almodóvar y escribir todo sobre tu madre, superando la castración del reto de aquella locutora, comenzarías con la escena que insiste en aparecer una y otra vez.
Fue un día de semana en el viejo departamento de Oroño y Seguí. Tu madre salía, como la heroína de una película rusa de los mejores tiempos, a comprar la leche, dejando la puerta cerrada con llave conmigo y mis hermanos adentro.
No sé bien como fue: si lo contó ella o lo contó a alguien que después te lo contó (esas cosas pasan en las mejores familias de los barrios retirados). Pero la imagen quedó: tu madre, bajo la lluvia, en un momento extravió algo. Por lo que después te pasó tendés a pensar en el dinero, pero no, era más bien la llave. Se le cayó la llave de metal, más bien pequeña, en medio de la lluvia, en un barrio con calles de tierra. Pero no en el barrio mismo sino un par de cuadras más allá, sobre el pavimento. Pero un pavimento sucio, enkilombado, lleno de basuras y de barro. La imagen es la de tu madre tanteando con las manos bajo el agua, tratando de tocar aquella llave infinitesimal que le devolviera en aquel día infernal de lluvia cerrada el acceso a sus hijos. Si esto es real, si no lo inventó el cerebro después de tantos años, es un buen principio para decir todo sobre tu madre. Porque el recuerdo (falso o verdadero) es puramente cinemático, desprovisto de todo dramatismo: la lluvia, una mujer joven agachada (que es a la vez tu madre) que palpa con las manos bajo el agua. Algo que de una u otra manera terminó siendo tu concepto de la realidad personal, biológica, social, general. Algo que terminó desarrollando tu gusto por las tormentas cuando empiezan y son bravas. Algo que hizo que no te quebraras tantos años después (esto pasó realmente: podés decirlo hoy) cuando perdiste la plata de una cobranza de la imprenta en una zona imposible del Parque Independencia, todo por subir aquel cordón con la bicicleta y cortar camino a través de ese casi bosque. Te pasaste horas tanteando entre hojas de otoño y pedazos de hojas de otoño sumergidas, como si fueran otros tantos billetes subacuáticos, sin encontrar nada, con las manos bajo el agua. Rastro genético de la imagen: el mito y la leyenda de tu madre buscando su propia pérdida, la llave, bajo la lluvia. Un buen modo de empezar a contar alguna vez todo sobre tu madre.
Así que en resumen El año de Stevenson de Gandolfo puede leerse como un diario sentimental de Elvio E. Gandolfo, libro de evocaciones o reflexiones. Arranques poéticos que hunden su esencia en el deseo de narrar o transmitir. Poemas melancólicos, entrañables, humanos, celebrativos, llenos de ironía y humor. Me he enterado, gracias a las redes sociales (y el propio autor me lo confirma), que dentro de no mucho se va a publicar un libro con los Cuentos reunidos de Elvio E. Gandolfo, una noticia que me parece todo un acontecimiento literiario.