El ascenso de Adolf Hitler al poder hizo que menguara el entusiasmo de los austriacos por una unión con Alemania, pero incrementó la presión nazi sobre Austria, tanto a nivel exterior como interior. Ya en mayo de 1933 se propagaban rumores sobre un posible golpe nacionalsocialista. Las organizaciones nazis estaban activas dentro de Austria. A través de la frontera fluía una corriente continua de propaganda y de injurias. En suelo alemán se creó una Legión Austríaca de supuestos refugiados nazis. Austria empezaba a ver cómo se cernía sobre su soberanía la sombra del Reich de los mil años.
Corría el año 1934 y los llamamientos del canciller Dollfuss causaron alguna impresión entre las potencias europeas. El 17 de febrero de ese mismo año, Francia, Reino Unido y Gran Bretaña llegaron a un punto de vista conjunto en cuanto a la necesidad de mantenerse la independencia y la integridad de Austria, de conformidad con los tratados pertinentes al caso. Pero era necesario algo más que una mera manifestación de puntos de vista. En marzo, una serie de acuerdos entre Austria, Italia y Hungría, materializados en los protocolos de Roma de colaboración política y económica, mostró que Dollfuss se había lanzado a los brazos de Benito Mussolini.
Los protocolos no pudieron salvar al propio Dollfuss, pero probablemente para el momento salvaron a Austria. En julio, una tentativa de alzamiento nazi resultó en el asesinato de Dolffuss, pero fracasó en el derrocamiento del gobierno austríaco, ya que la rápida concentración de tropas de Mussolini en la frontera fue una advertencia para que Hitler no interfiriese. El suceso en cierta manera aumentó la preocupación de Gran Bretaña y Francia por la soberanía y la libertad de Austria. El 27 de septiembre, estas dos potencias reafirmaron su declaración del mes de febrero anterior. En enero de 1935, Francia e Italia prometieron consultarse en caso de amenaza a la independencia de Austria. El 3 de febrero, Gran Bretaña acordó unirse a estas consultas. Este compromiso se reafirmó en la localidad de Stresa, en abril de ese mismo año. En marzo de 1936, la reafirmación de los protocolos romanos pareció una garantía de apoyo al Duce.
Lo cierto es que, mientras tanto, la floreciente amistad entre Mussolini y Hitler ya tenía anulados los recelos del Duce con respecto a la independencia de Austria. Mussolini tenía en esos momentos ganas de ver a una Austria en paz con Alemania, incluso si para ello había que llegar a hacer concesiones. Por consiguiente, el canciller Schuschnigg, sucesor de Dollfuss, se vio de facto en la obligación de celebrar un acuerdo con el Tercer Reich el 11 de julio de 1936. En este acuerdo, Adolf Hitler reconocía la soberanía plena del Estado Federal Austríaco, pero con la difusa promesa de Austria de, a cambio, reconocer que era una nación germánica.
Ahora bien, ¿resultaba razonable creerse las promesas de Hitler? En la primavera de 1933 había aseverado que no albergaba pensamiento alguno de invadir ningún país. En su discurso del 21 de mayo de 1935 afirmó que Alemania no pretendía ni deseaba interferir en los asuntos internos de Austria, ni anexarse su territorio o realizar un Anschluss. Asimismo, tras la ocupación de Renania, el Führer había declarado que la lucha germana por la igualdad había llegado a su fin y que ya no había exigencias territoriales que hacerle a Europa.
Pero contra todo esto se presentaba la insistencia en torno a la unión de todos los alemanes en un único Reich. Hay que recordar que en la primera página de Mein Kampf, Hitler dejaba clara su postura, al plasmar por escrito que la Austria germánica debía volver a una gran patria alemana, ya que la sangre común pertenecía a un Reich común. El problema era entonces qué palabras había que creerse de Hitler: ¿las escritas o las habladas? En este caso, como en la mayor parte de los casos, eran las personas que le daban credibilidad a Mein Kampf las que estaban en lo cierto.
Pasado un año de las últimas garantías dadas, Adolf Hitler ya había decidido violarlas y marchar sobre territorio austriaco. El general von Fritsch, jefe del ejército alemán, y el barón von Neurath, ministro de Relaciones Exteriores, se opusieron a ello. En febrero de 1939, fueron apartados de sus cargos tras una purga general en la jerarquía más alta del Reich por aquel entonces. Una vez más, Adolf Hitler anteponía su propia voluntad a la opinión de los expertos que recelaban de que el plan del Führer desencadenase la Segunda Guerra Mundial.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El 8 de febrero, el canciller Schuschnigg fue invitado para una reunión en Berchtesgaden con Adolf Hitler y, tan solo cuatro días más tarde, se presentó en el lugar indicado. Tenía la esperanza de confundir al Führer con la presentación de pruebas de una trama nazi que violaba el acuerdo de 1936. Pero en vez de esto, Schuschnigg fue sometido a críticas cargadas de amenazas. Ante tales amenazas de invasión, el líder austriaco acordó el levantamiento de las restricciones contra en NSDAP (Partido Nazi) y la admisión de dos simpatizantes con la causa nazi en cargos ministeriales. A cambio de estas concesiones, Hitler reafirmó su promesa de respetar la independencia austriaca.
Pero no tendría que pasar mucho tiempo para que Schuschnigg supiera que eso tan solo era el comienzo. En su discurso del 20 de febrero, el Führer proclamaba su voluntad de ser el protector de todos los alemanes, pero no asumió ningún compromiso concreto en cuanto a la soberanía de Austria. Sintiéndose traicionado por Hitler, Schuschnigg optó por actuar con resolución y valentía. Empezó negociaciones con los dirigentes representantes de la clase trabajadora, cuyas organizaciones habían sido diezmadas en los sangrientos días de febrero de 1934 y anunció un plebiscito para el 13 de marzo relativo al tema de la independencia de Austria.
La medida del referéndum precipitó el curso de los acontecimientos que conocemos. Benito Mussolini tachó al plebiscito de arma que explotaría en las manos del convocante. Hitler sabía que en esta ocasión no habría tropas italianas en la frontera. Mientras tanto, Von Ribbentrop, mañoso ministro de Asuntos Exteriores nazi, en Londres, le aseguraba a los ingleses que Hitler no tenía la intención de lanzar ningún ataque contra Austria. Francia no era un gran problema, debido a la inestabilidad política que sufría por aquellos días tras la dimisión de Chautemps, jefe de Gobierno.
Estallan manifestaciones nazis en Austria. La prensa nazi comienza a caldear el ambiente político. El 11 de marzo, Alemania lanza dos ultimátums en los que exigía respectivamente la derogación de la convocatoria del plebiscito y la dimisión de Schuschnigg para esa misma tarde de su cargo y que fuera reemplazado por el filonazi austriaco Seyss-Inquart. El rechazo de estas exigencias significaría la invasión nazi. Schuschnigg, con el fin de evitar un derramamiento de sangre, cedió a las exigencias.
Se formó entonces rápidamente un gobierno formado por líderes nazis que le pidieron a Hitler el envío de tropas alemanas a Austria con el pretexto de preservar el orden público. En la mañana del día 12, comenzaba la invasión alemana. El día 13, Austria quedaba anexionada oficialmente. Un día después, Adolf Hitler entraba en Viena triunfalmente, en otro golpe maestro de estrategia geopolítica. No era difícil prever que Checoslovaquia sería la próxima nación objetivo del ansia expansionista del Tercer Reich.
Después de la invasión nazi, se eliminaba la I República de Austria y pasaba a ser una provincia más del Reich: Ostmark (Marca Oriental a secas). Arthur Seiss-Inquart pasaría a ser oficialmente el líder de la nueva región (queda abolido el cargo de canciller en beneficio del de gobernador general). El Führer, con el fin de legitimar todos los sucesos de marzo de 1938, anunció un referéndum para el mes de abril de 1938, más en concreto para el día 10, con el objetivo último de validar el nuevo statu quo.
El plebiscito sobre el Anschluss o la anexión de Austria contó finalmente con el apoyo de un 99,73 % de los electores. Ahora bien, cabe destacar que aunque el resultado no fue alterado, el propio proceso para su realización estuvo lleno de irregularidades y manipulaciones. Por ejemplo, la más grave es que el voto no era secreto. Los votantes tenían que cumplimentar su papeleta ante los ojos de los miembros de las SS y no podían introducirla en la urna directamente (tenían que entregársela en mano a las SS). Además, con solo fijarse en la foto a continuación, ya se puede hacer uno a la idea de la enorme presión para dar el Ja (el voto a favor del Anchsluss. A modo anecdótico, en una localidad pequeña que no contó con oficiales de las SS en la votación, un 95 % de los electores emitieron un voto negativo a la unión con el Tercer Reich. Da qué pensar, ¿o no?