El anti Rousseau I

Publicado el 13 abril 2011 por Peterpank @castguer

¿Puede mantenerse casi 250 años después de la publicación de El Contrato social que Rousseau fue el paladín de la libertad, el gran amigo de la democracia?
«Y cuando el príncipe le dijo: es conveniente para el Estado que tú mueras, él debe morir puesto que bajo esta condición es como ha vivido a salvo hasta entonces, y su vida no es solamente un regalo de la naturaleza, sino un don condicional del Estado.» «Entonces, todos los resortes del Estado son vigorosos y simples, sus máximas son claras y luminosas, no hay intereses embrollados, contradictorios, el bien común se muestra en todas partes con evidencia.» (Rousseau, El contrato social.)
Las ideas de Jean-Jacques Rousseau alcanzaron tal nivel de popularidad entre políticos e intelectuales europeos que, once años después de su muerte, su cuerpo sería llevado al Panteón de Francia, al lugar donde tenían que reposar los grandes hombres. Pero, más que un símbolo de la inteligencia, Rousseau fue el que alentó con su lengua délfica la llegada del Romanticismo. Y por usar ad infinitum términos como «pueblo», «bien público», «igualdad»... acabó siendo considerado el padre de la democracia, el inspirador de los derechos humanos y, en último término, quien cimentó la legitimidad de tales principios domesticando los despotismos de la esfera política. Sin embargo, y pese a la fama que imperturbablemente y durante siglos ha escudado a este pensador ginebrino gracias al apoyo de los Jovellanos y Kant de turno, nos preguntamos: ¿fue Rousseau un amante, un paladín de la libertad, un defensor de la tradición liberal occidental? Creemos que no, dado el modo en que Rousseau validó el concepto de Voluntad General o dado ese afán suyo por buscar la armonía social en el marco del Estado Leviatán. Demostraremos que existen dudas más que razonables acerca de las bondades del pensamiento político de Rousseau, sobre todo una vez conocida la intolerancia que anima su libro de fundaciones El contrato social, o Principios de derecho político (1762), libro que por sí mismo pone en entredicho las supuestas conquistas que se adscriben a su autor.
 
Rousseau y la superioridad moral
 
En muchas ocasiones por ingenuidad o, quizá, por pereza mental solemos creer en la melodía de las palabras y, con exceso de docilidad, caer en sus redes. Y cuando eso ocurre, y no pocas veces, la palabra acaba hipostasiada y venerada, ajena consiguientemente a la mirada crítica. Por estas maneras tan poco filosóficas de actuar, un relato puede terminar ocupando un lugar desmedidamente privilegiado. Tal es el caso del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, cuyo hechizo procedía de la singularidad oracular con que se expresaba: «¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en los libros de tus semejantes, que son mentirosos, sino en la naturaleza, que jamás miente».{1} «Yo concibo una empresa que jamás tuviera parangón y cuya ejecución no tendrá imitador. Yo quiero mostrarme a mis semejantes como un hombre con toda la verdad de la naturaleza. Y ese hombre seré yo.
 
Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como ninguno de los que he visto. Me atrevo a creer no estar hecho como ninguno de los que existen».{2}
 
«En el seno del fanatismo más furioso se hizo oír [la voz de] la suprema sabiduría».{3}
 
«El fanatismo, aún siendo sanguinario y cruel, es, sin embargo, una pasión grande y fuerte que eleva el corazón del hombre, que le hace despreciar la muerte, que le da un impulso prodigioso y que sólo debe ser dirigida de la mejor manera posible para extraerle las mejores virtudes».{4}
 
Entre episodios de vanidad, megalomanía... y no pocas dosis de irracionalidad se movía Rousseau. Y el gigantismo moral que siempre exhibió, y nunca ocultó, se convirtió en ese gran aliado que empequeñecía sus abundantes incongruencias filosóficas. Por eso, al pomposo Rousseau, capaz al mismo tiempo de decir algo y su contrario, nadie le afeó la conducta cuando en unos casos defendía lo cultural, lo convencional como elemento que legitimaba el pacto social y, en otros casos, señalaba justo lo opuesto, sosteniendo el valor de lo natural y de cómo lo que es bueno y conforme al orden se debe a la naturaleza de las cosas.{5} Y si hay actos, afirmaba convencidamente Rousseau, que están fundados en la razón, en otros lugares aseguraba que «la religión y, en general, el espíritu razonador y filosófico inducen a aferrarse a la vida, envilecen y vuelven afeminadas las almas, concentran todas las pasiones en la bajeza de los intereses particulares, en la abyección del yo humano».{6}
 
No le importaban los paralogismos o argumentos falsos. Y como no le causaban transtorno ni contrariedad, este pensador podía criticar que un proceso acabara convirtiéndose en un contencioso a falta de una convención y, en otro lugar, apoyar que las diferencias de ser humano a ser humano son menores en el estado de naturaleza que en sociedad y desde el presupuesto de que la civilización, la cultura, en definitiva, las convenciones constituían formas tan artificiales y dañinas como antinaturales.{7}
 
Pese a estas y a otras incoherencias, por falta de profesionalidad tales contradicciones pasan desapercibidas a filósofos e intelectuales, entre otros cosas porque Rousseau, el padre de la pedagogía moderna que a sus cinco hijos, sin hacerse cargo de ellos, supo abandonar en orfanatos, ha sido confiado a las inercias verbales de la tradición. De esta manera, vive Rousseau desde hace siglos dentro del estereotipo mágico e inmovilista del «abracadabra», es decir, encerrado en la rutina fonética del «se repite lo que se dice» y, sin variaciones, «se vuelve a utilizar lo que anteriormente de él ha sido dicho».
 
Las galerías del tiempo
 
En pleno siglo XVII se fragua e instala en el mundo del Derecho una serie de ideas en torno al contrato social. Dos fueron los defensores del contractualismo: Hobbes y Locke. Y aunque el primero influye en Rousseau y el segundo exhibe su ascendencia en el pensamiento político de Montesquieu, Hobbes y Locke intentaban por igual explicar los orígenes del Estado a partir de hipótesis más o menos verosímiles, y ello con el fin de extrapolar al presente lo que imaginaban del pasado para, de este modo, justificar la naturaleza del poder político.
 
Inmersos en ese gusto por lo irreal que el uso de argumentos contrafácticos siempre regala, los que apoyaban la teoría del contrato social procedían no solo a iluminar los pasadizos del tiempo, sino a reconstruir las galerías de la Historia dando por cierto un conjunto de circunstancias no acontecidas, pero que en su opinión bien podían haber sucedido.
 
Locke (1632-1704) compartía con Hobbes (1588-1679) que el abandono del estado natural hizo posible la aceptación de un contrato social que culminaría en la creación de un poder público: el Estado. El funcionamiento del Estado no debía incluir nunca, precisaba Locke, la pérdida, alienación y/o anulación de los derechos naturales que habían existido en el estado de naturaleza.
A diferencia de los presupuestos liberales e iusnaturalistas que mantuvo Locke, en Hobbes lo que prevalecía era la defensa del Leviatán y, desde el autoritarismo del Estado, la búsqueda a ultranza de la obediencia a la Ley. La meta hobbesiana del contrato social no era otra que anular, a favor del gobernante (monarquía) o gobernantes (aristocracia), la capacidad humana de decisión y de acción. Y dado que el Poder valía más que los individuos, más que la libertad de los individuos y mucho más que los derechos de las personas, éstas perdían todas sus prerrogativas naturales en el momento de vivir bajo el paraguas del Estado y de sus instituciones.
 
En la arena de este duelo entre libertad (Locke) y autoritarismo (Hobbes), entre individualidad (Locke) y colectivismo (Hobbes), tomaría parte años después, y con gran éxito, el filósofo suizo Rousseau (1712-1778). E igual que hicieron los pensadores anglosajones, Rousseau se embarcaría en la aventura de buscar desde el utopismo una respuesta a la constitución del Estado, la dimensión del Poder y las obligaciones ciudadanas. Y con la falsa humildad que siempre caracterizó a ese «nacido ciudadano de un Estado libre», como a sí mismo se definía Rousseau, en su tratado, «el menos indigno de ser ofrecido al público», propuso Rousseau:
«»¿Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno de los asociados, y por la cual cada uno de éstos, uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes?» Éste es el problema fundamental cuya solución proporciona el Contrato social.»{8}
 
Amistades peligrosas
 
De Rousseau se omite que era, como Calvino en su Ginebra natal, un ferviente admirador de la dictadura. Y es que Rousseau no solo había invocado en repetidas ocasiones la ínclita figura, a su juicio, de Licurgo, sino que profesaba admiración hacia Esparta. Y además de nombrar a Aristóteles en las ocasiones en que necesitaba hablar del desigualitarismo, Rousseau también se apoyaba en la auctoritas de Platón, a la sazón firme defensor de Licurgo y de la represión espartana.{9}
 
De otra parte, igual que Morelly, en su Código de la Naturaleza, o sea, el auténtico espíritu de las leyes (1755) cuya autoría algunos adscribieron a Diderot, había defendido que los individuos deben vivir esclavos al carro de las leyes colectivas y encadenados al dictamen del Estado, Rousseau también consideraría y que el ciudadano era, cual vasallo, un administrado, ¿o era al revés? En todo caso, y pese a que le veamos citando al mismísimo barón de Montesquieu, Rousseau siempre optó por la concepción de la indivisibilidad del poder de Bodin.{10}
 
Pero además de tener mucho cuidado en no citar en El Contrato social la teoría de Montesquieu sobre la división del poder, Rousseau no disimuló el enorme aprecio que sentía por ese tirano llamado Calvino. Y puesto que consideraba la libertad como señal de obediencia, no dejó de mostrar su admiración por filósofos reaccionarios. De hecho, de Hobbes decía Rousseau que era «el único que ha visto el mal y el remedio, [el único] que ha osado juntar las dos cabezas del águila con el fin de conseguir la unidad política, sin la cual jamás Estado ni gobierno estará bien constituido».{11}
 
Estas y otras amistades peligrosas suelen omitirse en la mayoría de las monografías que analizan la grandeza filosófica de Rousseau. Con lo cual, rara vez logran oírse las voces críticas de Feijoo, Benjamin Contant, Stirner, Bakunin, Albert Camus, Victor Kemplerer, Isaiah Berlin et alii. ¿La razón de tanto silencio? Rousseau, apunta Gustavo Bueno, «fue políticamente disidente con el Antiguo régimen».{12} Y por ese gusto suyo, añadimos, por el republicanismo consiguió ganarse el favor de los intelectuales de su época, así como la simpatía posterior de los revolucionarios franceses.
 
Añadamos a este cuadro un pequeño matiz: que su oposición a la institución monárquica no le imposibilitó a Rousseau emplear ideas «absolutistas» y términos de alto contenido «aristocrático». De hecho, en 30 ocasiones se ve a Rousseau hablando del príncipe (prince) en su Contrato social. ¿Y ello a qué obedecía? A la necesidad de revalidar el modelo contractual hobbesiano de sumisión al Poder, de sometimiento al Estado, que no libertad dentro del Estado. Y si Hobbes formuló el principio del soberanismo absoluto, Rousseau lo aceptó y acabó aplicándolo sobre la voluntad general hasta alentar que todos los servicios que un ciudadano puede ofrecer al Estado debe prestarlos de manera inmediata y sin dilación, o sea, justo en el momento en que le son exigidos.{13}
 
El modelo populista de Rousseau
 
Durante siglos se ha creído a pies juntillas que la noción de «Pueblo» de Rousseau era una señal clara e inequívoca de democracia y de defensa de los derechos humanos. En ello colaboraron los muchos Cloots que, valiéndose de la oratoria rousseauniana, proponían políticamente que «il n’y a pas d’autre dieu que la nature, d’autre souverain que le genre humain: le peuple-dieu» (no hay otro dios que la naturaleza, otro soberano que el género humano: el pueblo-dios).{14} Sin embargo, y pese a tanta retórica y tanta sobre admiración por Rousseau, ¿es verdad que el modelo populista de Rousseau araba con ideas democráticas?
Jean-Jacques llegó a afirmar, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754), que el desarrollo de la civilización contribuía a reforzar los vicios y debilidades humanas y que, lejos de ser una muestra ilustrada de progreso, la civilización constituía un signo de regreso.{15} Su propuesta, alejada del optimismo cerval del Siglo de las Luces, incluía, pues, inyectar en el corpus político la simiente moral de la virtud, de la perfección y la armonía. Por este motivo, en su obra El contrato social, o Principios del derecho político (1762) revestiría Rousseau del aura de «la perfectibilité» a su proyecto político: el acuerdo mutuo entre cada una de las partes (o pacto social) debería ser capaz de reformar las instituciones políticas, de elevar la condición moral de los seres humanos e integrar dentro del Estado al individuo. ¡La única posibilidad de regeneración espiritual se realizaba por medio de un pacto social!
Que la regeneración espiritual se fraguara en el útero social tenía su importancia, habida cuenta de que esta tesis rousseauniana venía a coincidir con las líneas maestras de La profesión de fe del vicario de Saboya, escrito póstumo en donde Rousseau, al estilo de Morelly, recomendaba que había que eliminar cualquier rastro de impureza y ello con el objetivo de alcanzar un nivel de sinceridad personal tal que fuese posible identificar lo individual con lo universal.
 
Más allá de sus buenas intenciones, en Rousseau de facto existía el peligro de vivir asociadamente con menos libertad que antes. Y como existía tal riesgo, lejos de ser consecuente con lo que había propuesto: «uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes», el populista Rousseau transitará por caminos dialécticamente opuestos indicando que el mejor medio para la armonía social consiste en someter los intereses de los individuos a un proyecto de convivencia idéntico. Y con la bandera del dirigismo a sus espaldas Rousseau señalará que los hombres no tienen otro remedio que sumar fuerzas, «ponerlas en juego con un solo móvil y hacerlas actuar de mutuo acuerdo».{16}
 
Sabido esto, resultaba muy difícil que los seres humanos dentro de ese marco de convivencia gozasen de algún margen de actuación, sobre todo tras proponer Rousseau domesticar por medio de la coacción la voluntad del Pueblo. Y desde el argumento demagógico de que «el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve» justificaría la necesidad de iluminarle, de «mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares». Es más, llegaría a proponer que las directrices del pacto social encierran el compromiso «de que cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general sea obligado por todo el cuerpo: lo que significa que se le obligará a ser libre».{17}
María Teresa González Cortés