De Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) había sido lector, hasta ahora, de su interesante blog sobre la actualidad peruana (ver AQUÍ); blog al que llegué gracias a una recomendación de Ivan Thays sobre los mejores blogs de la red. Cuando hace unos meses se presentó su novela El anticuario en la librería-bar Tipos Infames de Malasaña barajé la posibilidad de ir. Me interesaba el discurso político y reivindicativo de Faverón, la literatura hispanoamericana y lo que publica la editorial Candaya, una de las apuestas más seguras de la nueva narrativa en español. La combinación parecía irresistible, pero al final no acudí a la presentación. Me convencí a mí mismo de que estaba leyendo demasiadas novedades y de que acumulaba libros sin leer en la parte superior de mis estanterías de Ikea sin sentido. Sin embargo, meses después recapacité y tuve la impresión de que El anticuario era un libro que me iba hacer disfrutar y se lo pedí a los editores de Candaya, con los que he colaborado como reseñista alguna vez, y ellos, muy amablemente, me lo enviaron a casa.
El narrador de El anticuario, se llama Gustavo, como el autor, pero a diferencia de éste –que es profesor universitario de literatura en Estados Unidos- es psicólogo del lenguaje. Gustavo va a contarnos la historia de su amigo Daniel. Después de un capítulo inicial bastante alucinatorio, así comienza el verdadero cuerpo de la narración: “Habían pasado tres años desde la noche en que Daniel mató a Juliana, y su voz en el teléfono sonó como la voz de otra persona.” (pág. 13) Es una primera frase potente, sin duda.
Después de tres años, Gustavo retoma su relación con Daniel, su mejor amigo de la época de la universidad, con el que había perdido el contacto (no sin sentirse culpable) cuando ingresó en una clínica mental después de haber asesinado a su novia Juliana. Daniel fue a parar a la clínica mental y no a la cárcel, simplemente por la intercesión del dinero de su familia. Gustavo empezará a visitar a Daniel a la clínica en los capítulos del presente narrativo de la novela, y en otros intercalados nos irá haciendo conocer las circunstancias en las que conoció al que fuese su amigo cercano y las actividades a las que se dedicaba con él.
Daniel es principalmente un lector de manuscritos antiguos, que ya desde muy joven busca en las librerías de viejo de su ciudad. Una ciudad indeterminada, que debido a la procedencia del autor, uno acaba identificando como Lima, cuando en realidad hay pocas referencias geográficas que nos lleven a esta conclusión. Faverón también parece estar evitando para escribir usar términos puramente peruanos (como hacen con gran gracia y profusión Jaime Bayly o Alfredo Bryce Echenique, por ejemplo). Son realmente pocos los peruanismos que he podido recoger; tal sólo algunos como “quincha” o “tacho”. El lenguaje que emplea Gustavo Faverón para escribir su novela es de un registro muy correcto; cuando se cede la palabra a alguno de los protagonistas también éstos se expresan de forma muy cuidada. Sus frases son largas, ampulosas, ricas en adjetivos e imágenes. Lo cierto es que el estilo es denso, moroso, ralentizador del ritmo narrativo a favor de la recreación de la atmósfera, y en este sentido me ha recordado al estilo literario de H. P. Lovecraft. Pero debemos puntualizar: Faverón no cae en los excesos grotescos de Lovecraft ni en su excesiva adjetivación, su lenguaje pese a que busca reflejar un mundo turbio y opresivo es más elegante que el de Lovecraft. Faverón también recuerda al escritor de Providence en esa búsqueda de los viejos manuscritos, algunos hechos con piel humana (como el famoso Necronomicon lovecraftiano); una característica narrativa que, como ya señalé en su momento, también supuso una influencia narrativa para Jorge Luis Borges. Creo que para el conocedor de la obra de Lovecraft párrafos de Faverón como el que voy a reproducir le resultarán identificables: “”Lo que pasa no es que me niegue a ver el mundo en el que vivo; es que rehúso darle más importancia que a los demás, ¿me entiendes? Los momentos del pasado o del futuro, los escenarios irreales de los cuentos, los sueños, los proyectos que uno descarta cada día, pero que existen en la duda alternativa de las cosas que dejamos de hacer, todos son mundos tan verdaderos como éste, y yo ni los abandono ni los degrado. Y claro, supongo que si trato de vivir en tantos espacios a la vez es disculpable que me ausente de éste de tanto en tanto, ¿no crees tú?
Faverón, escribe con gran esmero párrafos densos y cincelados, pero, sin embargo y con plena conciencia de estar creando una atmósfera terrorífica, se recrea a veces en la descripción feista de personas. Así, por ejemplo, se describe a dos policías (o uno, ya que al final los dos resultarán ser la misma persona) que entran en la trama: “Dos policías vestidos de civil, había dicho Daniel: los labios ulcerados, el primero, nubes de soriasis en el dorso de las manos y en el arco de las cejas, el segundo” (pág. 174). Y en la misma página, sólo un poco más abajo, así se describe a dos hermanas que regentan un cafetito: “Son bastante jóvenes, y son gemelas, pero, debido a la anorexia de una, lado con lado parecen la misma persona antes y después de la muerte.”
Ya he citado la posible influencia de escritores como Lovecraft o Borges en este libro de bibliotecas misteriosas y mensajes cifrados. Antes de empezar a leer la novela hice algo que en la mayoría de los casos se debe hacer a posteriori (y más las personas que nos dedicamos a escribir reseñas sobre lo leído): leí reseñas ajenas. En algunas de ellas ya hablaban de los escritores que yo he citado, y también de José Donoso, la primera referencia en la que pensé al leer el inicial discurso alucinado: “Según la esposa de Conrado Lyncosthenes, que era extranjera, en su país las mujeres ponían huevos como las gallinas. Conrado la mató, y en el lecho de muerte encontró un huevo amarillo y a través de la rajadura de su cáscara vio el rostro dormido de una criatura idéntica a él.” (pág. 9). En la página 197 se cita directamente a Edgar Allan Poe y La carta robada, otra posible influencia en este texto que nos cuenta una historia de terror y mentes perturbadas, pero que también usa una trama detectivesca, que nos lleva por las páginas del libro hasta poder solucionar el enigma de los asesinatos cometidos por Daniel (o tal vez cometidos por otra persona). En la página 186 leemos: “Jamás había pagado por información: al deslizar los billetes sobre la lámina de plástico me sentí por primera vez como un detective de ficción.” Pero en las reseñas que he leído no he encontrado ninguna que hablase de una nueva influencia que a mí me ha parecido detectar: la de las nouvelles fantásticas y de terror del escritor argentino José Bianco, estoy hablando de novelas como Sombras suele vestir o Las ratas, de prosa muy elegante y que también recrean ambientes familiares enrarizados, porque al fin y al cabo El anticuario es una novela que, usando la literatura de género (terror o policiaco) de forma sublimada, en realidad nos está hablando de ambientes familiares enfermizos.
Me ha gustado El anticuario, pese a que la causalidad de situaciones por las que pasa el narrador para, mediante sus pesquisas, solucionar el misterio propuesto me ha parecido en algún momento un tanto artificiosa (este personaje le dice a Gustavo que hable con éste otro, y este otro le dice que hable con el de más allá… y así van avanzando los capítulos del presente narrativo). Que nadie busque en El anticuario una novela policiaca o de terror de gran intriga y ritmo trepidante, porque esta novela, de atmósfera oscura, requiere de un lector exigente y de una lectura atenta y propone otro juego más sutil. Quizá la faja que acompaña al libro, firmada por Mario Vargas Llosa, pueda ayudarnos a comprender cuál es el verdadero alcance e intencionalidad narrativa de este libro: “Al final de la lectura uno queda descontrolado y alucinado… Los lectores que sean capaces de disfrutar las sutilezas y secretos escondidos en un texto tan rico y profundo como el de esta novela, no la olvidarán”.