El Aparecido

Publicado el 01 septiembre 2014 por Silvana Rimabau @SilEvilsnake
Por Marqués De Sade
La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.
Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, viuda, franca, ingenua y de buena compañía, vivía con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.
-¿Qué asunto tan urgente -le dice ella- puede hacerle venir a turbarme de esta manera en una casa en la que no eres conocido?
-Uno muy esencial, señora, responde el corredor, y debe creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarle por última vez en mi vida...
Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turbó. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.
-¿Qué tienes, señor -le dice- cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido?
-Sólo algo muy ordinario, señora -dice Ménou-, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.
-Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.
-No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...
Y Ménou desapareció.
Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...
-La cosa merece ser reconocida -le dijo Madame Duplatz- no perdamos un instante.
Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones, llega entonces a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.
He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.