Dijo Fernando Trueba cuando recibió el Oscar por Belle Epoque: “Me gustaría creer en Dios para agradecérselo, pero solo creo en Billy Wilder”. Yo también creo en Billy Wilder porque El apartamento es la Biblia de la comedia romántica. Es sagrada. Es irrepetible. Y sobre todo, es eterna.
Una película de 1960 que suponía un cambio total. Ponía fin a una época, a una forma de entender la vida y el cine. Una cinta producida, escrita y dirigida por el maestro Wilder con su inconfundible puesta en escena invisible. Un ejemplo es el espejo roto de la polvera de la señorita Kubelik. Un simple objeto femenino se convierte en un elemento fundamental en la narración y lo convierte en un detalle de admiración y de revisión con el paso del tiempo.
Un guión hermoso que tiene su origen en la película Breve encuentro de David Lean. Aquel precioso romance en el que un hombre y una mujer –ambos casados- coinciden en una estación de tren y desafían al destino con sus encuentros. En una escena de la película, él acude al piso de un amigo –este no se encuentra allí- al que posteriormente acudirá ella. Esta escena hizo pensar a Billy Wilder en el dueño del piso, en el momento en el que este llegaría a casa y se metería en la cama dónde previamente habían estado los amantes. Es increíble como una escena así puede servir de inspiración a una persona para escribir todo un guión a partir de ella.
El romanticismo en la historia parece la excusa, ya que Wilder era un cínico en cuestiones del amor. Sólo él era capaz de disfrazar de romance una crítica social y una radiografía del ser humano como ésta. Sin embargo, por más que intentara ocultarlo, Wilder era un romántico empedernido.
El Apartamento es una obra maestra porque es bonita y es triste, es realista y soñadora, pero ante todo porque es una película profundamente humana y atemporal. Es una historia visionaria que iba a enseñarnos el estilo de vida que se nos venía encima y que nos iba acompañar durante décadas. Una película que habla sobre la soledad como nadie jamás ha sido capaz de hacer. Wilder nos habla del mundo del solterón, de las comidas precocinadas, del mando a distancia, y del frenético ritmo de vida que inundaría las grandes ciudades.
No se me ocurren dos actores que sean más entrañables y humanos en la pantalla que Jack Lemmon y Shirley Maclaine.
Él, en ese papel de solterón que escurre los espaguetis con una raqueta de tenis. El hombre solitario que pasa las noches con el mando a distancia pasando de canal en canal, y que para colmo tiene que dejar las llaves de su apartamento a sus compañeros de oficina para que pasen la noche con su ligues. Ella, una radiante y bellísima ascensorista que tiene la extraña habilidad de enamorarse de quien no debe, dónde no debe y cuando no debe. Una joven sensible y que se emociona –bonito homenaje a Casablanca- con la canción de un pianista de un restaurante chino. Ambos no sólo hicieron el mejor papel de su carrera, sino que lograron formar -a mi juicio- la mejor pareja de la historia del cine.
Y el colofón es el final. Ese fabuloso travelling a toda velocidad en el que una chiquilla corre inconteniblemente por las calles de Nueva York hasta llegar al apartamento. Una vez allí no habrá beso, sólo un Jack Lemmon repartiendo las cartas sin poder despegar la mirada de los ojos que le enamoraron a él y a todo el planeta en aquel 1960. No hay en la historia del cine un final tan romántico y cabrón como ese.