El Aprendiz de Conspirador Libro Sexto, Pio Baroja

Por Jossorio

LIBRO SEXTO
LA INFANCIA DE UN CONSPIRADOR

Un año después, una tarde de invierno, Aviraneta y Pello marchaban, en un tílburi, por la carretera de Bayona.

Habían salido de Irún después de comer, y pensaban detenerse en Bidart.

Bidart es una aldea de la costa vascofrancesa que está entre San Juan de Luz y Biarritz; tiene una iglesia, con su cementerio alrededor; unas cuantas casas agrupadas, constituyendo el pueblo, y otras varias diseminadas por las dunas próximas al mar y cubiertas de hierba verde.

Estas dunas forman parte del acantilado que comienza en Hendaya y acaba en Biarritz.

La tarde estaba lluviosa y gris. Entre la niebla apenas se veía. Pello iba dirigiendo el tílburi, obedeciendo las indicaciones de Aviraneta.

-El tiempo se nos mete en aguas-murmuró Aviraneta.

-A ti eso no te preocupa; pero a mí, mucho.

-Pero ¿tiene usted reúma, de veras, o es que dice usted que lo tiene cuando le conviene, don Eugenio? Porque voy viendo que cuando no quiere usted hacer algo, padece usted de reúma.

-¡Qué opinión estás formando de mí! Lo que es si a ti te encargaran mi biografía, ¡me he lucido!

-Yo supongo que no sólo engañará usted a los carlistas, sino que engañará usted también a los amigos.

-Eres un granuja, Pello. Eres indigno de mi amistad.

-Insúlteme usted, y soy capaz de ir con el tílburi al mar y empezar a marchar por encima, como Neptuno.

-¡Neptuno, sí; buen tuno estás hecho tú!

-¡Hombre, don Eugenio! No juegue usted con el vocablo de una manera tan vulgar; eso no está a su altura.

-¡Hay que descender a veces, amigo Pello!

Habían pasado Guethary, y marchaban entre la carretera y la costa. Pronto encontraron un punto en donde el camino se bifurcaba.

-Tira por la izquierda-dijo Aviraneta-; ya te diré dónde tienes que parar.

El tílburi tomó el camino de la izquierda, que se iba acercando al mar, y que subía en una pendiente[193] suave. Antes de llegar a la cima, Aviraneta mandó hacer alto delante de una casa rústica.

Era una casita con ventanas verdes y dos galerías por el lado del camino, cubiertas con una parra que iba dejando sus hojas marchitas al viento; por el lado contrario, hacia el mar, tenía un prado y un pequeño jardín.

La puerta del caserío estaba abierta, y Aviraneta y Leguía entraron en el zaguán. Una vieja, muy arrugada, les salió al encuentro con dos chicos de la mano. Aviraneta cambió con ella algunas palabras en castellano y en francés, dió unas monedas de cobre a los chicos y comenzó a subir la escalera seguido de Leguía.

Llegaron al piso segundo; Aviraneta entró en un cuarto y abrió las maderas de un gran balcón que daba al mar.

La tarde, lluviosa, iba obscureciendo rápidamente; la noche se venía encima; apenas llegaba a verse algo en el interior de la casa.

-Mira, a ver si por ahí hay un quinqué-dijo Aviraneta.

-Sí, aquí hay uno-contestó Pello.

-Bueno; tráelo. También habrá por ahí una maquinilla de espíritu de vino y una botella con petróleo.

Leguía buscó, a tientas, en un vasar, y encontró las dos cosas pedidas.

Aviraneta se puso a limpiar la lámpara, la llenó de petróleo y la encendió. Después cerró las maderas del balcón; abrió un armario y sacó un bote de café y un molinillo.

-Ahora, mientras yo enciendo la estufa y hago el café-dijo Aviraneta-, di a la mujer del caserío,[194] madama Ithurbide, yo la llamo así por ser éste el nombre del caserío, que nos prepare la cena, y de paso mira a ver si han metido el caballo en la cuadra y le han dado pienso.

Leguía desapareció por la escalera, y Aviraneta, renqueando por el reúma, limpió la estufa, golpeando el tubo con un hierro para que saliera el hollín, la cargó con astillas y pedazos de carbón de piedra y le dió fuego con unos periódicos viejos. Después se puso a moler el café.

Unos minutos más tarde volvió Leguía.

-¿Ya tenemos fuego, maestro?-dijo.

-Sí, ya tenemos fuego. ¿Qué hay de los encargos?

-He conferenciado con madama Ithurbide. Larga negociación. Hemos llegado a este resultado: primero, sopa de coles; segundo, un par de huevos fritos con jamón; tercero, un pollo guisado; cuarto, una cola de merluza con salsa a la mayonesa, y quinto, arroz con leche. Como vino, hay uno de Beziers, bastante aceptable. Se puede alternar con sidra. No he podido conseguir más en mi negociación diplomática.

-¿Todo eso que has dicho piensas comer?-preguntó Aviraneta.

-Ya lo creo. Las emociones me desgastan mucho el organismo.

-Eres un tragón. ¿Has visto si el caballo está en la cuadra?

-Sí; está comiendo su pienso.

-Bueno; pues acaba de moler el café, que yo voy a dejar la mesa libre.

Leguía cogió el molinillo y comenzó a dar vueltas al manubrio mientras Aviraneta limpiaba la mesa con un trapo.

-Con esa levita y ese sombrero de copa, haciendo de cocinero, me resultas un tipo ridículo-dijo Aviraneta.

Realmente, Leguía estaba hecho un dandy, con su levita entallada y su redoblante en la cabeza.

-Pues usted está también un poco grotesco-dijo Leguía, mirando a Aviraneta, que, después de limpiar la mesa, estaba a gatas, delante de la estufa, con las manos negras.

-Ahí dentro, en ese armario, debe haber unas blusas viejas, que yo empleo para andar en la huerta. Mira a ver si las encuentras.

Leguía las sacó, y el maestro y el discípulo se quitaron las levitas para ponerse las blusas.

Este será el mandil masónico que usted empleará en las tenidas negras-dijo Leguía-. Cómo se conoce que estamos en casa de un venerable. ¿Qué grado tiene usted, treinta y tres o cuarenta y tres, don Eugenio?

-Bueno, bueno; esos chistes a mí no me causan impresión, Pello. Voy a lavarme las manos. Ojo con la estufa, ¿eh?

Aviraneta volvió al poco rato.

-Como una seda. El agua del café hierve. Esa madama Ithurbide es la que me está preocupando.

-Ya vendrá, hombre, ya vendrá.

Los dos amigos se sentaron, con los pies al lado de la estufa, hasta que entró madama Ithurbide con el mantel y los cubiertos.

-Madama Ithurbide, ¡salud!-gritó Leguía-. Permita usted que le abrace. ¿Todo ha salido bien?

-¿Las coles estarán blandas?

-¿El pollo no se habrá desgraciado?

-A la mayonesa, ¿le ha encontrado usted el punto?

-¡Es usted admirable, madama Ithurbide!

Se sentaron a la mesa los dos amigos e hicieron honores a la cena. Después se sirvieron el café, del que Aviraneta tomó tres tazas, y luego se dedicaron a fumar. Leguía llevó delante de la estufa un colchón y una almohada; improvisó un diván, y se tendió en él. De cuando en cuando hacía una reflexión optimista acerca de la vida.

-Este caserío es mío-dijo de pronto Aviraneta-; me lo dejó un pariente en unas condiciones poco comunes. Por su mandato no le puedo cobrar al inquilino más que cincuenta francos al año; pero él tiene la obligación de reservarme los cuartos de este piso y de este lado que dan al mar.

-Sí; era un tipo bastante extraño mi tío.

Comenzó a llover: se oía el redoblar de las gotas de agua que azotaban los cristales de las ventanas; todas las trompetas del viento sonaban al unísono, silbando, cantando, mugiendo; alguna ventana chirriaba en el enmohecido gozne con un quejido lastimero y terminaba dando un golpazo.

A veces, el viento, rugiente, parecía que iba a[197] arrancar la casa y a llevarla en el aire; luego volvía a su moscardoneo manso y en algunos momentos se detenía, y entonces resonaba el rumor de la lluvia y el del mar.

-¿Para cuándo reserva usted su ingenio, maestro?-dijo de pronto Leguía.

-¿Por qué dices eso?

-Porque debía usted amenizar la velada contando algo interesante.

-¡Claro! ¡Estás acostumbrado a la vida del gran mundo!

-Creo que exagera usted, maestro.

-No; no exagero. ¿Has escrito a Corito?

-Pues si quieres y no te parece más aburrido que no hacer nada, te contaré algunos episodios de mi vida.

-Eso es lo que le estaba pidiendo a usted.

-¿No te resultará pesado?

-No me vengas con cortesías. Ya sabes, Pello, que te conozco. Si no te gusta el proyecto, no he dicho nada.

-Me gusta, maestro, me gusta; una historia entretenida es para mí en este momento el complemento de la cena.

-Muy bien; eso me basta.

Aviraneta cruzó el comedor y abrió una puerta que daba a un cuarto contiguo. Este cuarto estaba lleno de cajas y de trastos viejos.

-¿Qué tiene usted ahí?-preguntó Leguía.

-Ahí tengo unos cuadros que unos chapelgo[198]rris amigos míos sacaron de unas iglesias de la Rioja.

-¿Sacaron? Quiere usted decir que los robaron.

-No vamos a reñir por cuestión de verbos; pon el que te dé la gana; pero te advierto que tu tío Fermín Leguía iba con ellos.

-Mi tío Fermín ha sido siempre un hombre enemigo de las supersticiones. ¿Y valen algo esos cuadros?

-Sí; los hay muy bonitos: tablas góticas de verdadero mérito.

-¿Y qué piensa usted hacer con todo eso? ¿Venderlo?

-No. ¡Ca! No soy tan positivista. Los guardaré para cuando tenga casa.

-Y usted, enemigo de la religión, ¿se va usted a pasar la vida mirando santitos? Vamos, don Eugenio, le creía a usted un hombre de más fuerza. Creo que va usted chocheando.

-Pello, eres un beocio. No quiero enseñarte mis cuadros. Eres indigno de contemplar una tabla gótica.

-Creo que sí, completamente indigno. ¿Qué tiene usted en ese armario?

-Este es el archivo secreto. Con esto podría echar abajo muchas reputaciones falsas de honradez, de valor, de moralidad...

-¿Y qué adelantaría usted?

-Quitar la máscara a muchos tunantes.

-¡Bah! Todos los hombres tienen su zona de luz y de sombra: unos más, otros menos. Hay que tomarlos como son.

-Esta es tu opinión, Pello; pero no la mía. En fin, dejemos eso. En este cuadernito tengo los apuntes y[199] las fechas, por si alguna vez escribo mis Memorias para confundir a mis enemigos. Repito: si te aburre, dímelo.

-Venga esa historia-dijo Leguía, encendiendo un cigarro y tendiéndose en su improvisado diván.

Aviraneta se acercó al quinqué; abrió su cuaderno, sacó su lente y comenzó su narración.

Soy un hombre de mala suerte, mi querido Pello, en parte mitigada por mi fuerza de voluntad grande. Soy de esos que no se desaniman fácilmente, ni consideran que una causa está perdida hasta que no ven medio alguno de encontrar una solución. No tengo nada de místico; ni creo que haya en el mundo más que fuerzas naturales; pero, aunque tuviera la sorpresa de encontrarme después de muerto con el infierno, no lo podría considerar como una cosa definitiva e irremediable, y mientras alentara, pensaría en buscar recursos para mejorar mi situación. La esperanza no la abandonaría nunca.

Mi filosofía, si es que a un político aventurero se le permite tener filosofía, ha sido siempre esa: trabajar con entusiasmo para conseguir las cosas, y cuando no las he conseguido, quedarme tranquilo y renunciar a ellas sin dolor alguno.

Como hombre de mala suerte, he sufrido bastan[202]tes desgracias; he presenciado catástrofes, derrotas, incendios, matanzas; patriota entusiasta, he sido testigo de dos invasiones extranjeras y del desmoronamiento del imperio colonial español; liberal y progresista, he visto a mi país padeciendo las reacciones más bárbaras; me ha herido la calumnia y el descrédito, privándome de todas las armas cuando necesitaba más de ellas; he pasado por casi todas las cárceles de España; he estado muchas veces a punto de ser fusilado... y, sin embargo, si volviera a vivir, volvería a hacer lo mismo de lo que hice.

-Hay que ser consecuente-murmuró Leguía, lanzando una bocanada de humo al aire.

-Lo dices con cierta sorna-replicó Aviraneta-. Ya sé que en el fondo te burlas de los de mi época. Los jóvenes de hoy vais siendo demasiado positivistas.

-Ya no estimáis más que los resultados. Adoradores del éxito.

-Para mí no ha sido natural. Hay personas que sólo en determinadas condiciones se pueden poner en acción. Yo no he pensado esto nunca. Todas las ocasiones y todos los momentos me han parecido buenos para defender mis ideas e intentar mis planes. De militar, tan trascendental me parecía sorprender un correo como ganar una acción; de político, las elecciones de cualquier pueblo me han interesado tanto y me han parecido tan importantes como las de la capital. A las gentes que se agitan como yo, las personas tranquilas les llaman perturbadoras, anarquistas...

-Al grano, don Eugenio, al grano. Se pierde usted en disquisiciones, maestro.

-Vamos al grano. Empezaré por mi nacimiento. Me llamo Eugenio Aviraneta, Ibargoyen, Echegaray y Alzate. Soy vasco por los cuatro costados, pero he nacido en Madrid.

Mi padre se llamaba Felipe Francisco, y era de Vergara; mi madre, Juana Josefa, y era de Irún.

Mi padre había venido a hacer sus estudios a Madrid, y allí conoció a mi madre, que era hija de un militar, don Mateo de Ibargoyen. Mi padre y mi madre se casaron en la parroquia de San Miguel. Mi padre, que era abogado de algún nombre, tenía muy buena clientela; años antes de nacer yo había defendido un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y éstas, como pago de sus honorarios, le cedieron, para habitarla, una casa de propiedad del convento y contigua a él, que daba a la calle del Estudio de la Villa y tenía el número 10.

Aquí nací yo. Si te interesa saber la fecha, te diré que fué un día 13, mal día, el 13 de Noviembre de 1792, y fuí bautizado el 14 en la iglesia de Santa María Real de la Almudena.

Fué mi padrino don Domingo de Larrinaga, militar de alta graduación, amigo de mi padre. Por eso yo me llamo Eugenio Domingo.

Tenía dos hermanas, Antonia Cecilia y Antonia Juana; una, mayor que yo, y la otra, más pequeña. De niñas, las dos eran rollizas y altas; en cambio, yo siempre fuí pequeño y encanijado.

A pesar de mi pequeñez y encanijamiento, no estuve nunca malo.

-Este chico no crece-decía mi madre a doña[204] María Antonia de Echevarría, que era su amiga más íntima.

-Ya crecerá; no tengas cuidado-contestaba doña María Antonia.

Yo no crecía; pero estaba fuerte como la mala hierba. Que hiciera frío o calor, que cayera ese sol de Agosto madrileño que parece va a derretir hasta las piedras, o que estuvieran las fuentes y los charcos helados, para mí era lo mismo. Mi lugar predilecto era la calle.

A los siete años di un disgusto a mi familia porque me abrieron la cabeza de un cantazo en una pedrea que tuvimos en las Vistillas unos moros de Lavapiés y unos cristianos de mi barrio; y a los nueve proporcioné otro disgusto serio a los autores de mis días, porque le arrimé una pedrada de honda a un chico, en el pecho, y estuvo, según dijeron, a punto de morirse.

Durante toda la infancia me encontré sometido a dos influencias: la de casa y la de la calle.

Estas influencias eran tan opuestas, tan contradictorias, que no había entre ellas término medio posible.

Con indicarte cómo era mi casa y cómo era la calle, lo comprenderás en seguida.

Mi casa era una casa especial. Mi padre profesaba ideas modernas para su época; pero a pesar de esto se manifestaba muy grave, muy ceremonioso, muy hidalguesco. En el fondo tenía todas las preocupaciones del antiguo régimen, un poco amortiguadas por su tendencia filosófica.

Mi madre le consideraba como a un oráculo; para ella el dueño de la casa tenía la categoría y el poder del "pater familias" romano.

Las dos personas más consideradas por mi padre eran don Domingo de Larrinaga y don Juan Ignacio de Arteaga.

Estos dos señores eran militares de alta graduación; Arteaga había estado en Méjico, donde se casó con doña Luisa Emparanza, señora muy entonada y de familia rica.

Larrinaga y Arteaga profesaban, como mi padre, ideas modernas, que en aquella época no se llamaban todavía liberales.

Es lógico que las tendencias de renovación y de cambio en un país vengan del elemento culto y no del pueblo. El pueblo toma las ideas cuando ya han fermentado, y les da violencia, fuerza, para que puedan generalizarse; pero los primeros contagios siempre comienzan entre la minoría culta. Esto pasó en Francia, en España, y creo que pasará en todas partes.

El elemento aristocrático español aceptó en aquel tiempo las ideas nuevas que tendían a fomentar la agricultura, la industria y a mejorar la educación de la juventud, y solamente cuando vió que a la larga estas ideas eran contrarias a los privilegios de clase se opusieron a ellas. Entonces la posibilidad de un predominio democrático se veía muy lejana. Todo el mundo quería transformar, sin contar gran cosa con el pueblo, a quien se consideraba como un elemento inerte.

En una Memoria que publicó don Andrés Muriel, titulada Gobierno del Señor Rey Don Carlos III o instrucción reservada para la dirección de la[206] Junta de Estado, se puede ver el entusiasmo reformador que había en España en algunos individuos de las altas clases.

"LOS CABALLERITOS DE AZCOITIA"

En las provincias vascongadas también los nobles y las personas notables fueron los primeros que se lanzaron a defender las ideas de renovación en pleno siglo xviii.

En algunos pueblos se desarrolló un gran entusiasmo por la lectura. En Guipúzcoa solamente había quince suscriptores a la Enciclopedia de Diderot; con seguridad, en todo el resto de España no llegaban a tantos.

Muchas gentes de los pueblos guipuzcoanos se reunían con otros de las mismas aficiones y trataban y discutían cuestiones de arte y de ciencia. Se hablaba de algunos hidalgos que se habían metido en su casa a hacer experimentos por su cuenta.

En Azcoitia, según nos decía Larrinaga, tenían una Academia, de la que formaba parte la gente más distinguida de la villa. Esta Academia se llamaba "Los caballeritos de Azcoitia", y de ella formaban parte Ignacio Manuel de Altuna, Joaquín de Eguía, el conde de Peña Florida y otros enciclopedistas guipuzcoanos menos conocidos.

"Los caballeritos de Azcoitia" habían señalado sus días para el estudio. Los lunes los consagraban a las Matemáticas; los martes, a la Física; el miércoles, a la Historia y a las traducciones; el jueves, a la Música; el viernes, a la Geografía; el sábado, a los[207] asuntos de actualidad, y el domingo se celebraban fiestas de teatro y conciertos.

Aseguraba Larrinaga que por suscripción se habían llevado a Azcoitia una máquina neumática, una eléctrica de Nollet, y varios aparatos traídos de Londres. Se habían discutido también en aquella Academia las tesis físicas y matemáticas de Bernouilli, de Newton y de Franklin.

Los hidalgos azcoitianos sentían un gran entusiasmo por los nuevos métodos basados en la experiencia, y cuando el padre Isla criticó en el Fray Gerundio, desde un punto de vista teológico, la enseñanza experimental, que se comenzaba a emplear en Física, los caballeritos le atacaron con saña, firmando su impugnación, llena de burlas maliciosas, con el seudónimo de los "Aldeanos críticos".

De Azcoitia salió la Sociedad Económica Vascongada y la de los Amigos del País, que después sirvieron de modelo para muchas otras Sociedades de la misma clase que se fundaron en casi todas las regiones españolas.

Mi padre, que, como he dicho, era de Vergara, no podía aceptar la supremacía de ninguna otra ciudad sobre la suya; pero no tenía más remedio que reconocer que Azcoitia había sido la primera en comenzar el movimiento filosófico en las Vascongadas y aun en España.

Realmente, el seminario de Vergara era un centro científico importantísimo. Después de la expulsión de los jesuítas, los enciclopedistas y afrancesados de[208] Azcoitia se apoderaron del colegio de Vergara, e hicieron de él el foco de las nuevas ideas. Mientras los frailes en Salamanca explicaban una Física y una Química con procedimientos teológicos, en Vergara se empleaban aparatos, se hacían experiencias.

En Filosofía y en Derecho natural se profesaban ideas modernísimas.

Vergara había discutido con Beasain acerca del nacimiento de San Martín de Aguirre, a quien los unos tenían por vergarés y los otros por natural de Loynaz, y el Papa, elegido como árbitro, dió en una bula la razón al seminario guipuzcoano.

Parecerá absurdo que a un chico que vivía en Madrid se le pusiesen como modelos de centros de cultura dos pueblos pequeños como Azcoitia y Vergara; pero hay que tener en cuenta que entonces Madrid era uno de los lugares más atrasados y más bárbaros de España.

Tanto me hablaban mi padre y mi padrino de estos dos pueblos, que yo me los figuraba como un sitio en donde los hombres más viejos, con sus barbas blancas, iban a la escuela.

Muchas veces las ideas nuevas, en vez de destruir las viejas, les sirven como de cuña. Así pasaba en mi casa. Parecía que el liberalismo de mi padre había llegado a dar a mi familia un carácter más tradicional. Aquella casa tenía aire de santuario; todas las pequeñas prácticas de la vida tomaban allí un tinte religioso. Conversar, escribir una carta, dar los días, eran actos solemnes. El rezar el rosario por las noches y el ir a misa los domingos, eran ya ceremonias llenas de unción y de santidad.

Al lado de este ambiente de respetabilidad que respiraba en mi casa, tenía el aire de la calle madri[209]leña un cierzo de las Vistillas y de Puerta de Moros, de la Cuesta de la Vega y de Lavapiés, que cortaba como una navaja de afeitar.

Por estas callejuelas del viejo Madrid se respiraba entonces un vaho espeso de pueblo bajo, de manolería violenta, desgarrada, desvergonzada.

En aquellos tiempos, la Puerta de Moros y la plaza del Alamillo eran tan peligrosas como las cañadas de Sierra Morena. En estas callejuelas madrileñas privaba la majeza, el desplante, la frase dura, el chiste burlón y agresivo. Allí se le daba una puñalada a uno en menos que canta un gallo, y se le pintaba un jabeque al lucero del alba. Entonces, la gente pobre de Madrid era completamente salvaje, y se vivía en las casas de los barrios bajos como en las cuevas de los gitanos.

Madrid era una gran Corte de los Milagros.

Por todas partes se veían mendigos, tullidos que mostraban sus deformidades y sus llagas; ciegos que entonaban una cantilena lamentable; procesiones y rosarios. Hasta los más metafísicos misterios del catolicismo servían para ser cantados al son de la vihuela; y los romances de los bandidos alternaban con la vida de los santos y las relaciones de los milagros más despampanantes.

No había esquinazo que no se empapelara con noticias de novenas, vísperas y trisagios; ni calle en donde faltara un momento la agradable perspectiva del cogote de un fraile.

Hoy no se puede tener idea de lo que era aquel[210] Madrid; habría que dar muchos detalles para poder formarse un concepto aproximado a la realidad.

Entre las solemnidades ceremoniosas de mi casa y la abigarrada majeza del arroyo estaba yo como el alma de Garibay, más cerca por mis gustos de la chulapería callejera que de la majestuosa severidad de mi hogar.

La calle del Estudio de la Villa, donde yo he nacido, calle que hoy se llama solamente de la Villa, es una calle corta y tortuosa; arranca desde el Pretil de los Consejos, cerca de la Capitanía General, y termina en la plaza de la Cruz Verde, plaza desconocida por los madrileños actuales, pues es un pequeño espacio irregular próximo a la calle de Segovia, según se baja hacia el puente, a mano derecha.

Mi calle, como he dicho, era corta y tortuosa; a la entrada, frente a mi casa, se encontraba la Academia pública de humanidades, que regentó el maestro Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esta Academia, que llamaban el Estudio de la Villa, daba nombre a la calle.

La casa donde yo nací, que aun existe, se conocía en el barrio con el nombre de Casa de las Monjas del Sacramento, y era un edificio grande de tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos.

Aquélla y otras varias, unidas al convento de las monjas, formaban una sola manzana, limitada por las calles del Estudio, del Sacramento, del Pretil de los Consejos, del Rollo y de la plaza de la Cruz Verde.

En este rincón de mi barrio hice yo mis primeras correrías. Era difícil encontrar un barrio tan sintetizador como aquel de la vida cortesana y aun de la vida nacional; era el barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico, el receptáculo de todo lo viejo, de todo lo jaque, de todo lo abigarrado y pintoresco de la villa del oso y del madroño.

Representaba, como ningún otro, la vida del país. La Inquisición tenía su hogar en la Plaza Mayor, y en la de la Cruz Verde, los lugares del auto de fe en gran escala y de los autillos. Estos autillos debieron ser célebres en otra época, y como recuerdo quedaba en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente, una cruz de madera pintada de este color; la monarquía tenía en el barrio el Palacio Real; la aristocracia, la casa enorme de Osuna.

La religión contaba con una serie de parroquias y de conventos: San Pedro, San Justo, San Andrés, la Capilla del Obispo, las Carboneras. Además, en la calle del Sacramento estaba el palacio arzobispal, y en la calle del Nuncio el del embajador de Su Santidad.

Otras instituciones fuertes ostentaban en el barrio representación completa. El dinero y la usura, en la calle del Duque de Nájera, donde estuvo la casa de[213] Samuel Leví, el tesorero del rey Don Pedro de Castilla; el dinero y el amor, en la calle del Rebeque, donde se hallaba la tesorería de Palacio, edificio que luego compró Ruy Gómez de Silva, el marido de la princesa de Éboli, para incorporarlo al mayorazgo de la Aliseda.

Un ramo importante de la agricultura tenía su asiento en la plaza próxima a la Capilla del Obispo. En esta plazoleta, los campesinos de los alrededores de Madrid habían establecido desde tiempos antiguos un mercado diario de granos y de paja.

La elección de este sitio para mercado provenía de la época en que al cabildo de la Capilla del Obispo se le daba como subvención una carga de paja para el mantenimiento de la mula de cada uno de los capellanes, a condición de usar en sus paseos mantilla negra larga sobre la caballería y de que los fámulos llevaran traje y montera del mismo color.

El capellán mayor y los otros menores sacaban a vender todo el pienso que se les entregaba y que no consumían a esta plazoleta, que desde entonces se llamó de la Paja. Llegó un día en que las cosas se pusieron mal; a las mulas de los capellanes se les cortó la ración de pienso; pero la costumbre estaba hecha y los labradores de Parla y de Fuenlabrada, fieles a la tradición, siguieron llevando sus cargas de paja al mismo sitio.

La mendicidad tenía, como no podía menos, en la corte española, su representación en el barrio. Allí estaba la calle del Panecillo, llamada de este modo porque se repartía en ella un panecillo de limosna a cada pobre que se presentaba, y la calle de la Pasa y la del Rollo, que tenían el mismo motivo mendicante de denominación.

El hampa no dejaba de tener su recuerdo; cerca se encontraba la calle del Azotado, o de los Azotados, hoy calle del Cordón, por donde pasaban montados en burro los condenados a esta pena, mientras el verdugo les calentaba las espaldas.

La fiesta nacional tenía la calle del Toro, con un poco de historia tauromáquico-fantástica adjudicada a ella. Durante mucho tiempo había habido en esta callejuela una casa adornada con los cuernos de un toro estoqueado en una corrida regia.

La gente del barrio aseguraba que los cuernos sujetos a la pared bramaban a la misma hora en que fué estoqueado el animal. Otros decían que estos bramidos los producía un chico, que se burlaba así de la gente del pueblo, y que se ganó, cuando se le descubrió, la gran paliza.

No sólo teníamos en el barrio representación de las cosas terrenas, sino también de las de ultratumba; así, había un bodegón del Infierno, donde se reunían los aguadores a comer el clásico puchero, y un callejón del Infierno, que después del 7 de Julio se llamó Arco de Triunfo.

Los eruditos en esta clase de cosas decían que se llamaba callejón del Infierno porque en un incendio que estalló en la Plaza Mayor, la gente que miraba las llamas desde aquella rendija angosta le encontraba el aspecto de la entrada de los dominios de Plutón.

Hubo un tiempo en que fué necesario ensanchar este corredor estrecho para que pudiera pasar el coche real, y un poeta satírico, que era además cura, escribió con tal motivo un romance que comenzaba así:

¡A qué estado habrán llegado

las costumbres de este pueblo,

que es necesario ensanchar

el callejón del Infierno!

Además de estas curiosidades, había en mi barrio algo que llegó a ser durante mi infancia una gran preocupación.

Era una casa pequeña de la calle de Santa María, que hacía esquina a una callejuela que llevaba el nombre del duque de Nájera.

Esta casa tenía dos cuerpos: piso principal, con cuatro balcones muy grandes y muy altos, con las vidrieras de cristales pequeños, verdosos y emplomados, y un segundo piso, estrecho y cuadrado, a modo de torre, con un solo balcón.

En el piso bajo no tenía más abertura que unos ventanillos altos, con rejas, y un portal estrecho, de trabuco, del que partía una escalera de caracol.

Los chicos del barrio solían decir que aquella casa amarilla era misteriosa en extremo; algunos aseguraban que en ella había duendes; otros afirmaban que monederos falsos; pero los más enterados decían que era uno de los puntos de cita de los masones.

Esta versión, poco a poco fué generalizándose, y entre la gente del barrio se llamaba aquella casa la casa de los masones. Se contaban historias extraordinarias de las reuniones que tenían allí los afiliados a esta secta, en las cuales todos iban enmascarados. Se afirmaba que bebían sangre y juraban guardar su[216] secreto, delante de una calavera, con la punta de una espada desnuda en el pecho.

Muchas veces, de chico, estuve mirando aquella casa amarilla con gran curiosidad. De día no entraba nadie; sólo, a veces, al anochecer, se veía pasar algún embozado; daba unos golpes con los nudillos en la puerta, se abría ésta con una cuerda atada al picaporte desde arriba, y el hombre desaparecía en la obscuridad.

Aunque me consideres pesado, amigo Pello, te hablaré un poco de mi época, porque los jóvenes de hoy no tenéis una idea clara de la transformación verificada en España. Si la tuvierais miraríais con menos desdén a los hombres de mi generación.

No digo que abundara entre nosotros la gente entendida y de talento; pero entusiasmo y valor los había.

Sin preparación, sin cultura, sin medios, cogimos nosotros el momento más difícil de España. El edificio legado por los antepasados se cuarteaba, se venía abajo. Era la crisis de la patria, del imperio colonial y, al mismo tiempo, del absolutismo, de la Inquisición, de toda la vida antigua.

Ciertamente, hacía ya tiempo que las ideas filosóficas venían influyendo en la sociedad, pero en una minoría exigua en el elemento culto. La proclama[218]ción de la libertad civil y política, hecha por los norteamericanos, fué muy simpática al elemento avanzado aristocrático español; pero en cambio, la tempestad de la Revolución francesa produjo tal pánico, que la aristocracia, el clero y el ejército reaccionaron por instinto de conservación y se prepararon a defender sus privilegios.

El Gobierno mandó prohibir y recoger todo libro o periódico que hablara de los sucesos ocurridos en Francia, y se expidió un decreto, dirigido a las universidades y escuelas, suprimiendo la enseñanza del Derecho natural y de gentes.

LA INQUISICIÓN Y LOS SABIOS

Al mismo tiempo se recomendó el celo del Tribunal de la Inquisición, organismo que se sentía envejecido y fuera de lugar, y que no se atrevía a emplear los procedimientos severos de otras épocas.

A pesar de su general lenidad, el Santo Oficio castigaba a veces con mano firme.

En mi tiempo se hablaba todavía del proceso de Pablo Antonio de Olavide, hombre ilustre, de ideas reformadoras, a cuya inteligencia y celo se debieron las colonias de Sierra Morena. Delatado por un capuchino alemán como partidario de la filosofía, fué llevado a las cárceles de la Inquisición, donde tuvo que abjurar de rodillas, cubierto de un sambenito.

Después de salido de las cárceles del Tribunal de la Fe, Olavide se fué a vivir a la ciudad de Almagro, y de allí partió para Francia, donde le hicieron un recibimiento soberbio. La Asamblea Constituyente le declaró hijo adoptivo de la nación francesa.[219] Olavide vivió algún tiempo en la Malmaison, que fué después la finca favorita de Napoleón y de Josefina. Esta finca pertenecía, por entonces, a un amigo de Olavide, M. Lecoulteux Dumolay.

Olavide fué, con Marchena y Guzmán, uno de los españoles que colaboró en el gran incendio de la Revolución francesa.

Después, preso con su amigo Lecoulteux en la cárcel de Orleáns, hubiera sido quizá guillotinado, a no haber sobrevenido la caída de Robespierre.

Otra persona conocida, presa años después en las cárceles del Tribunal de corte, por sospechas de ateísmo y materialismo, fué el profesor de Matemáticas don Benito Bails, que era autor de algunos compendios que se enseñaban entonces en las escuelas de España y en algunas de Europa.

A pesar de ser don Benito hombre de grandes relaciones en la corte, un día se presentaron los alguaciles en su casa de la calle de Carretas y le dijeron que se preparara para ingresar en la cárcel.

El pobre profesor, además de viejo, estaba tullido, y alegando su impotencia para valerse de sus piernas, se aceptó que se encerrara con él una sobrina suya, que por piedad accedió a asistirle.

El buen matemático, hombre ingenuo, antes de la declaración de los testigos de cargo, confesó haber dudado algunas veces de la existencia de Dios y del alma, aunque aseguró que no llegó tampoco a considerar como definitivo el ateísmo materialista.

Los inquisidores, viéndole reconocer tan fácilmente sus herejías, le trataron con cariño y le sacaron todo el dinero posible.

Por esta época, también un señor, don Felipe Samaniego, se delató a la Inquisición como lector de[220] Voltaire, de Rousseau y de Hobbes, y de paso comprometió al duque de Almodóvar, a Campomanes, a Floridablanca, a Lacy, al general Ricardos y a otros hombres notables que eran partidarios de las tendencias reformistas.

La misma condesa del Montijo, en cuya casa se reunían personas distinguidas aficionadas a la lectura, fué desterrada por el rey a Logroño, acusada por los frailes de jansenista y de tener correspondencia con el abate Gregoire.

En el Palacio Real, los curas, que habían perdido mucha influencia desde el tiempo del conde de Aranda, la recobraron íntegra. El padre Eleta, confesor de Carlos IV, que era un fanático, embrutecía a su real penitente; mientras, el padre Múzquiz, un cura cínico, favorito de Godoy y confesor de María Luisa, convertía el confesonario en un cómodo lugar de tercería.

Los cortesanos, que veían que este padre ponía la religión al servicio de la reina y de su majo, le llamaban el traidor Don Opas, y el bueno de Carlos IV decía que el confesor de su mujer tenía conciencia de jareta.

LA INQUISICIÓN Y LOS ILUMINADOS

Con la gente pobre, el Tribunal de la Fe luchaba también a brazo partido, no porque la plebe sintiese inclinaciones por la filosofía y el enciclopedismo, sino porque había en España por entonces una epidemia de santos y de iluminados que a Dios le ardía el pelo.

Uno de los casos más célebres ocurrió en Cuen[221]ca con una mujer llamada María Herráiz. Afirmaba María que su carne se había convertido en la carne de Jesucristo.

Algunos frailes y clérigos lo creyeron; el pueblo fanático comenzó a rendir culto a la beata María, y la Inquisición metió a todos los complicados en el milagro en la cárcel. La beata murió en prisión y fué quemada en efigie; a su criada la impusieron diez años de reclusión en una casa de recogidas, y a los aldeanos embaucados se les condenó a cadena perpetua y a doscientos azotes previos.

Los frailes y uno de los curas que habían sostenido a la beata María salieron al auto de fe con túnica corta y soga al cuello, y fueron condenados a reclusión perpetua en las islas Filipinas. Una ligera bromita que sirvió para amenizar la vida monótona de los conquenses.

También en Madrid hubo otra famosa beata, la de la calle de Cantarranas. Esta señora, a creerle a ella, se alimentaba sólo de hostias consagradas y hacía cada milagro que temblaba el credo.

La ciudadana de la calle de Cantarranas, en unión de varios cucos como ella, tenía un negocio magníficamente montado; pero algún celoso del éxito de su lucrativa empresa hizo que la sorprendieran con testigos atracándose de carne natural y de vino igualmente natural y de buena marca, y su prestigio desapareció.

LOS SOSTENES DEL MUNDO VIEJO

Por una parte, la monarquía, que iba desacreditándose y envileciéndose, rodeada de una aristocracia corrompida; por otra, el ejército en un ambiente[222] de favoritismo, y el clero cada vez más inclinado a las supersticiones... La situación era desastrosa. Se veía que los pilares del mundo antiguo se cuarteaban.

Arriba, en las altas esferas de la sociedad, no había más que vicio, escándalo, licencia; abajo, brutalidad, superstición, miseria. Manolería de seda y manolería de harapos. Unicamente como remedio se veía un grupo exiguo de gente culta, desligado de los unos y de los otros, hombres entendidos, pero egoístas; incapaces de arrastrar a nadie, incapaces de comprender al pueblo, orgullosos y al mismo tiempo cobardes.

Probablemente no habrá habido período en España en que el pueblo estuviera tan muerto. Al oído más fino le hubiera sido difícil encontrar en aquel gran cuerpo desorganizado algo como un latido revelador de la vida.

En los dos campos donde se desarrollaba mi infancia, el familiar y el callejero, tenía amigos.

Los de la calle eran chicos de familias de artesanos, libres, mal atendidos, que constantemente estaban haciendo diabluras y barbaridades. A alguno de ellos lo vi treinta y tantos años después de miliciano nacional y lo reconocí.

Los amigos míos de casa eran Ignacio Arteaga y José Antonio Emparanza.

Estos dos muchachos eran primos, los dos de la misma edad, pero de muy distinto carácter.

Ignacio Arteaga era un buen chico, generoso, lleno de efusión. Emparanza, en cambio, se manifestaba mal intencionado y canalla, sobre todo conmigo.

Arteaga y yo solíamos ir de paseo con un asistente de su padre, un soldado viejo, que se llamaba Medinilla.

Medinilla era andaluz, había estado en la guerra del Rosellón, y era el hombre más mentiroso y más alegre que he conocido.

Mientras estábamos en las Vistillas haciendo subir una cometa, o paseábamos por los altos de Monteleón, nos contaba cada bola que nos dejaba estupefactos.

Era también bastante aficionado a meterse en figones y tabernas, donde tenía grandes amigotes, y nos llevaba a nosotros en su compañía; así que conocíamos un personal tabernario de lo peor del pueblo.

Muchas veces llegábamos a casa con una mancha de vino en la camisa y teníamos que contar una serie de mentiras, una detrás de otra, para explicar la genealogía de la mancha.

Emparanza era muy poco amigo del viejo Medinilla, y menos amigo mío.

La razón de nuestra enemistad consistía en que éramos rivales.

Ignacio Arteaga tenía una hermana, Consuelito, que era una muchacha preciosa; Emparanza y yo nos disputábamos su amistad.

Ella no tenía motivo alguno para odiar a Emparanza, y le trataba como a mí; en cambio, yo sí lo tenía. Emparanza buscaba siempre la ocasión de mortificarme, de desacreditarme ante ella; yo lo sabía y estaba dispuesto a romperme el alma con él.

Ignacio me defendía casi siempre; éramos los dos muy amigos, y una aventura que nos ocurrió yendo juntos nos hizo inseparables.

En aquella época se celebraba en Madrid la Cruz de Mayo con grandes fiestas.

Las de mi barrio eran de las más célebres, y entre éstas tenían fama las de Puerta de Moros, More[225]ría y la de la ermita de San Millán, en la plaza de la Cebada.

Se ponían altares con imágenes y flores en las esquinas, y se nombraba la Maya, la chica más bonita de la calle, vestida con las mejores prendas, no sólo de su casa, sino de la vecindad.

Para contraste con la Maya, los mozos solían escoger una vieja, la más fea y la más negra del barrio; la vestían con un traje desastrado y la llevaban así, como en triunfo, al frente de una rondalla. A esta vieja, que hacía contraste con la Maya, la llamaban, no sé por qué, la Mojigona.

Uno de estos días en que se celebraba la Cruz de Mayo, tendría yo diez o doce años e Ignacio Arteaga otros tantos, cuando salimos de casa, y al cruzar la calle de Segovia vimos una comparsa de bandurrias y de guitarras que marchaba por la calle de la Morería abajo. La seguimos hasta cansarnos. Volvíamos a casa, cuando en un portal estrecho nos sorprendió una escena grotesca. Una vieja de pelo blanco, fea, horrible, una verdadera arpía, bailaba, mientras un gitano tocaba la guitarra.

-Eh, eh. ¡La Mojigona!-decía el hombre-. A ver cómo se mueve ese cuerpo sandunguero.

Y la vieja se agitaba en contorsiones horribles.

Llevaba la vieja un delantal hecho con una estera, adornado con cáscaras de huevo, un collar de guindillas y cáscaras de patatas y una corona de ajos en la cabeza.

Varios chiquillos desharrapados de la calle miraban desde la puerta, y nosotros nos acercamos a ellos; pero el gitano, empujando bruscamente a los harapientos, gritó:

-¡Fuera de ahí! Dejad pasar a los señoritos.

Pasamos los dos, siguió el baile, y de pronto, el viejo, dejando la guitarra, cerró el postigo de la casa y nos quedamos Ignacio y yo dentro del zaguán. Luego, la vieja horrible abrió la puerta de un corralillo y nos dijo:

Pasamos los dos, sorprendidos y amedrentados, y el gitano, dirigiéndose a la vieja, le dijo:

-Vamos, señora Mojigona, ayúdeme usted a desplumar a estos pajaritos.

-Con mil amores pichón; ya sabes que lo que tú me mandas es para mí la santa palabra.

La vieja nos intimó para que nos acercásemos a ella, y nos despojó de nuestras ropas. Quedamos desnudos. A mí, únicamente me dejaron la montera, porque, sin duda, les pareció que no valía nada.

Después nos echó a cada uno una chaqueta formada por harapos y llena de piojos.

-Y ahora, ¿qué hacemos con estos niños?-preguntó la vieja.

-Que se pasen así unas horas-contestó el gitano-. Así sabrán estos angelitos lo que es el hambre, mientras nosotros comemos y bebemos.

Se cerró la puerta del corral, y al verse Ignacio solo y desnudo, comenzó a llorar. En aquel momento yo no tenía miedo; mi única preocupación era encontrar un recurso para salir de allí; más que por otra cosa, por demostrar mi superioridad a Ignacio.

Durante unos momentos hice un examen de todo lo que se podía ensayar en aquel rincón. Era muy poco o casi nada. Me llevé maquinalmente la mano a la cabeza, me saqué la montera y me encontré con que dentro llevaba, como siempre, un trozo de pedernal, de acero y de yesca.

Pensé si se podría hacer algo con aquello, y vi que en un ángulo del corralillo había un montón de paja y otro grande de tablas viejas y de maderas podridas.

Al momento se me ocurrió una idea.

-Bueno-le dije a Ignacio, rudamente-, te advierto que dentro de un momento estamos fuera.

Ignacio me miró asombrado. Saqué yo de la chaqueta vieja una serie de hilas y le dije a Ignacio que hiciera lo mismo.

Después comencé a dar con el acero en el pedernal y encendí la yesca. Con la yesca y los pedazos de trapo encendimos la paja, y en la llama que se formó fuimos echando trozos de tabla, hasta que se hizo una hoguera grande. El humo nos hacía llorar, nos ahogaba; pero peligro no teníamos ninguno. En esto apareció un hombre en una ventana, que comenzó a gritar; poco después varios vecinos abrían la puerta del corral y nos dejaban en libertad. Cuando contamos nuestra aventura, los vecinos nos trajeron ropas, y en medio de un grupo de gente llegamos a casa. Lo mismo en mi familia que en la de Arteaga, produjo nuestro relato gran sensación.

Ignacio y yo, durante la infancia, fuimos a casa de un dómine que daba lecciones particulares a muchachos de buenas familias. Este dómine sabía algo de Latín y de Gramática, pero no nos enseñaba nada; lo único que hacía era espiarnos, y luego denunciarnos a nuestras familias. Creo, la verdad, que en el tiempo que estuve yendo a la clase de aquel buen señor no llegué a aprender cosa de provecho.

Ignacio adelantaba algo más que yo, y entró poco después de cadete en las Reales Guardias Españolas. Su padre era militar de graduación y noble, y no le fué difícil conseguir esta prebenda.

Mi familia hubiera podido lograr alguna otra cosa por el estilo para mí; pero a mi padre no le gustaba la milicia. Mi madre aseguraba que nosotros también éramos nobles, lo cual no me he tomado el trabajo de comprobar, porque no me ha interesado nunca.

Mi madre conservaba pergaminos de su familia materna, de los Alzates; pergaminos que supongo se habrán perdido.

De todas las historias, verdaderas o falsas, que contaban estos pergaminos, de lo único que me acuerdo, por su extrañeza, es de una lucha bárbara que uno de los Alzates tuvo con el señor de Saint-Per, que era francés, en el siglo xv, dentro del río Bidasoa, y de que un Pedro de Alzate fué trinchante de la reina Doña Blanca, y un Juan de Alzate, copero del rey.

Como te decía, nada de esto me ha entusiasmado; únicamente la realidad, de chico y de hombre, ha llegado a apasionarme. En la misma literatura no he podido nunca comprender las obras basadas en frases bonitas; si detrás de la ficción poética o dramática no he sentido la realidad, no me ha interesado el libro o el drama.

Mi padre no participaba de estas ideas. Él era, por el contrario, entusiasta de la Retórica y de las Humanidades, y me hacía leer versos académicos y almibarados, que a mí me aburrían.

Como te digo, sólo allí donde he vislumbrado la realidad, aunque sea a través de un velo espeso de ficción, he podido sentir interés.

A la muerte de mi padre, ocurrida en tiempos de la batalla de Trafalgar, se decidió entre mi madre y don Domingo Larrinaga que fuera yo a Méjico, donde teníamos un pariente rico.

Desde entonces, y puesto que tenía que dedicarme al comercio, la índole de mis estudios varió, y comencé a practicar el Francés y la Teneduría de libros.

La decisión de viajar me hizo creerme un aventu[231]rero, y me dió más valor y audacia en mis correrías callejeras.

Estaba deseando marcharme a América. Lo único que me ligaba a Madrid era mi madre y Consuelito Arteaga.

Consuelo Arteaga era una rubia encantadora; tenía unos ojos azules claros; la nariz, un poco larga; la boca, ideal, y el pelo, ceniciento.

Contaba dos o tres años más que yo, y esta diferencia de edad le hacía a ella ser una señorita y a mí un chico.

Consuelo era una criatura mimada, delicada hasta tal punto, que todo le hacía daño. Era una sensitiva, una planta de invernadero.

Vivir pobremente, alternar con gente ordinaria, le parecía un horror. Creía que ella, por ser ella, tenía derechos especiales que no tenían las demás mujeres.

Yo estaba entusiasmado; me hubiera dejado hacer pedazos por un capricho suyo; pero ella no me quería; le parecía un chico atrevido, estrafalario, y nada más.

Yo creía que, probándole que era valiente, audaz, llegaría a ganarme sus simpatías; pero, no, a Consuelo no le agradaba esta manera de ser; sólo los príncipes y los cortesanos le gustaban. Yo, pequeño, bizco, sin fortuna, le parecía insignificante.

Para Consuelito, la vida de grandezas, de fausto, de elegancia, era la única digna; lo demás era vegetar miserablemente.

Yo, como había oído hablar en mi casa de la tranquilidad del hogar, de la mediocridad feliz, repetía estos conceptos; pero ella se burlaba de mis palabras.

También intentaba convencerla de que una cosa como la riqueza, que no la da el mérito, sino la casualidad, no podía tener el valor absoluto que ella le daba; pero Consuelo se reía de la justicia o injusticia de las cosas.

Un día fuimos a una dehesa próxima a San Fernando del Jarama, en dos coches tirados por mulas, una porción de muchachas y de muchachos.

Varios jóvenes montaron a caballo, y con una vara larga se ejercitaron en derribar reses bravas.

Emparanza, que montaba muy bien, se lució en este ejercicio, y me miró a mí varias veces burlonamente.

Luego, uno de los jóvenes se acercó a un novillo y le dió dos o tres quiebros. Yo no quise quedar mal, y por más que Ignacio me tiró varias veces de la casaca para disuadirme, me planté delante de un torete, que quizá por misericordia no me hizo nada.

Los circunstantes y Consuelo Arteaga admiraron mi valor. Yo había cumplido, estaba tranquilo; pero todavía me quedaba otra prueba. José Antonio Emparanza se empeñó en decir que tenía miedo a los caballos, y para demostrar lo contrario me monté en uno y pude galopar sobre él sin caerme. Volvía ya satisfecho de los éxitos de aquel día, cuando Emparanza, pasando a mi lado, le dió a mi caballo un la[233]tigazo. El caballo botó y me tiró al suelo. Me levanté rápidamente; no me había hecho daño.

Presa de una cólera terrible, no dije nada; dejé el caballo en manos de un palafrenero y me reuní a los expedicionarios.

Estábamos esperando a montar en el coche cuando se me acercó Emparanza, sonriendo:

-Por fin caíste-me dijo.

-Sí-y levantando la mano le pegué una bofetada que lo volví loco.

Se armó un escándalo formidable, y tuvimos que volver a Madrid en distintos grupos. Cuando se supo la causa de mi cólera casi todos se pusieron a mi favor.

Al día siguiente le escribí a Emparanza diciéndole que le había ofendido en público, y que si quería una satisfacción podía elegir las armas.

Cuando se supo esto en mi casa, mi madre y mis hermanas me acusaron de bárbaro y sin entrañas; me dijeron que quería matarlas a fuerza de disgustos. Se averiguó pronto la causa de la hostilidad mía con Emparanza, y se me conminó para que no dirigiera la palabra más a Consuelo.

Yo estaba furioso; creía que tenía razón. Mi madre, para apartarme de Consuelo, decidió que fuera a Irún, a casa de un hermano suyo. Allí podía aprender mejor el Francés, mientras se fijaba la época de mi marcha a Méjico.

Yo me alegré de salir de Madrid. Estaba deseando ver un poco de mundo.


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