El Aprendiz de Conspirador Libro Tercero, Pio Baroja

Por Jossorio

LIBRO TERCERO
EL VIAJERO EXTRAÑO

Una tarde de a principios de Junio, antes de anochecer, una silla de postas llegó a Laguardia, y se detuvo a la entrada del parador del Vizcaíno.

Pello Leguía y el capitán Herrera, que charlaban y paseaban por delante de la muralla, en el espacio comprendido entre el cuartelillo y la puerta de San Juan, abandonaron el raso que servía, y sirve, de paseo a los curas y desocupados del pueblo y avanzaron hasta el parador del Vizcaíno.

En esta época la llegada de una silla de postas a Laguardia era un acontecimiento que por sí solo servía de motivo de conversación para varios días, cuando no tenía ulteriores consecuencias. No era cosa de dejar pasar un suceso de esta clase sin sacarle algún jugo, y Leguía y Herrera se acercaron a la silla de postas. El mayoral comenzaba a desenganchar los caballos y el viajero acababa de saltar del coche.

Era éste un hombre más bien bajo que alto, vestido de negro, con sombrero de copa. Llevaba en la mano una maleta pequeña y una cartera, que acababa de sacar del coche, la capa doblada sobre el hombro, y andaba cojeando.

El viajero, después de dar sus disposiciones al mayoral, entró en el zaguán del parador y llamó varias veces desde allí, gritando y dando palmadas. Al cabo de un rato apareció la muchacha en la escalera.

-¿Es que sois sordas en esta casa?-gritó el viajero.

-No, señor; no somos sordas.

-No hay ninguno. Están todos ocupados.

-Sí, señor. No le engaño a usted; están todos ocupados. Tendrá usted que ir a la plaza, al parador de la Rosalía.

-No; no me marcho.

-Pues aquí no hay sitio.

-Mira; llámale al amo, que me conoce.

-Le dirá a usted lo mismo que yo.

La criada se retiró, y poco después salió el amo, un poco fosco, a la escalera.

-¿Qué es lo que quiere usted?-preguntó-. ¿No le dicen que no hay sitio?

El recién venido subió unos cuantos escalones, para acercarse al posadero, y mostró algo que Pello y Herrera no vieron.

El mesonero cambió de aspecto, y saludando respetuosamente al huésped tomó su maleta y la subió al piso principal.

-Le llevaré a usted a mi cuarto, que es el único que está vacío.

La deferencia del posadero era bastante extraña, porque no estaba en su costumbre el ser cortés, y trataba a todo el mundo con malos modos.

Como Pello pensaba ir al día siguiente a casa de las Piscinas, y Herrera a la tertulia de Echaluce, ambos con el propósito de enterarse y de llevar una noticia interesante a los amigos, se acercaron al dueño del parador cuando éste bajó de nuevo al zaguán.

-Qué, ¿ha llegado algún viajero?-preguntó Herrera.

-No sé; el mayoral lo sabrá.

-¿No sabe usted quién es, o a qué viene?

-Pues él ha dicho que le conocía a usted-interrumpió Leguía.

-¿A mí?-preguntó algo sobresaltado el posadero.

-Sí; es cierto-afirmó Herrera.

-¡Ah!... Es verdad..., creo que ha estado aquí hace años.

El capitán se dió por satisfecho con la respuesta; pero comprendió, lo mismo que Leguía, que era un[100] subterfugio del mesonero, pues su manera de recibir al nuevo huésped no era, ni mucho menos, la que acostumbraba a tener con una persona a medias conocida. Indudablemente, el viajero era persona de influencia o muy recomendada.

Volvieron Leguía y Herrera a dar otros paseos por el raso de la muralla, desde el cuartelillo a la puerta de San Juan, cuando al ir a meterse en el pueblo al capitán se le ocurrió acercarse de nuevo al parador a curiosear un poco. Lo hicieron así, y al llegar delante de la casa vieron que por el camino venía un hombre montado a caballo, envuelto en una bufanda.

-¿Quién será este ciudadano que llega a estas horas?-dijo el capitán Herrera-. Me parece un tipo un tanto sospechoso.

El hombre, que sin duda tenía motivos para no querer ser visto, se acercó al parador del Vizcaíno y estuvo mirando a derecha y a izquierda, hasta que entró.

-Vamos a ver quién es-dijo Herrera, decidiéndose rápidamente.

Se acercaron de nuevo al parador. El hombre sospechoso había entrado en el zaguán, y, sin llamar a nadie, andaba de un lado a otro, como buscando algo.

-¡Eh, buen amigo!-le dijo el capitán-. ¿Va usted de viaje?

-¿Se necesitan papeles para pasar por aquí?

-Sí, señor; porque hay mucho carlista disfrazado de persona por esta tierra-contesto el capitán.

El hombre hizo un movimiento brusco; desabotonó su zamarra de piel y, refunfuñando, sacó del bolsillo interior del pecho unos papeles, y eligió de entre ellos uno. Herrera lo tomó en la mano y se puso a leerlo a la luz del farol que alumbraba la entrada de la posada.

Leguía pudo contemplar al tipo sospechoso a su sabor. Era un hombre de unos cincuenta años, afeitado, bajito, con los ojos negros, el tipo sacristanesco. Tenía un aire de astucia y de hipocresía poco agradable.

Después de leer el papel. Herrera se lo devolvió al de la zamarra.

-Es posible que no tenga usted sitio aquí en el parador-le dijo.

-A mí me basta un rincón en la cuadra para dormir-contestó el hombre.

Leguía y Herrera se dirigieron al pueblo; las campanas comenzaban a tocar el Angelus.

-¿Qué clase de pájaro será éste?-preguntó Leguía.

-Algún sacristán carlista de uno de estos pueblos-contestó el capitán-; tiene la pedantería y la suficiencia de todos esos tipos que se creen los depositarios de la verdad.

El capitán Herrera y Pello Leguía entraron en el pueblo y fueron juntos a cenar a la casa de huéspedes. Después de cenar. Pello marchó al almacén de su tío y se dedicó a escribir y a hacer cuentas.[102] Tenía que fijar una porción de asientos en los libros.

Se acordó varias veces de que Corito estaría charlando en la tertulia de las Piscinas; pero no había más remedio, era indispensable tenerlo todo al día.

Trabajó con ahinco sin levantar la cabeza, y concluyó más pronto de lo que esperaba. En las noches que tenía que velar, Pello dormía en casa de su tío.

Al verse libre, cogió la llave, cerró el almacén y se fué a dar una vuelta.

Al pasar por la calle Mayor, por delante de casa de las Piscinas, vió que abrían el postigo y salía a la calle el viajero de negro y de sombrero de copa que había llegado por la tarde, en coche.

El viajero recorrió la calle Mayor; cruzó la plaza; se reunió con un militar que le esperaba, en quien Pello reconoció al capitán Herrera, y juntos salieron del pueblo por la puerta de San Juan.

Al día siguiente era domingo, y Pello fué a misa mayor.

Al pasar por cerca de la iglesia vió que el viajero de luto, a quien la noche antes había visto salir de casa de las Piscinas, entraba en la de Salazar.

Pello se quedó asombrado. Este salto del tradicionalismo arcaico y piscinesco al liberalismo oportunista y salazariano, si alguno lo daba en Laguardia era después de graves vacilaciones, de maduras reflexiones y de mucho tiempo.

LOS RUBICONES DE LAGUARDIA

El viajero de negro no había necesitado para pasar este Rubicón más que unas pocas horas. Pello pensó en cómo el contagio de los prejuicios hace creer muchas veces en la dificultad de cosas que no tienen nada de difíciles.

[104]Estaba Pello contemplando la casa de Salazar cuando vió al hombre de la zamarra, al que había llegado al parador al anochecer, que paseaba por delante de la casa, mirando al portal.

-Este le espía al otro-se dijo Pello-; ¿qué enredos se traerán entre los dos? No falta más que haya un tercero que le espíe al segundo.

El viajero de traje negro y sombrero de copa salió al poco rato de casa de Salazar y, dirigiéndose a la plaza, entró en la tienda de las de Echaluce. El hombre de la zamarra, haciéndose el distraído, se recostó en uno de los pilares de los arcos de la casa del Ayuntamiento.

De los Piscina a Salazar, de Salazar a los de Echaluce... eran demasiado Rubicones éstos para no llamar la atención de un hombre solo.

Pello se decidió a dejar la misa mayor y a ver qué lugar nuevo visitaba aquel hombre, y dónde y cómo terminaba el espionaje del otro.

Todavía el viajero, siempre seguido del hombre de la zamarra, estuvo una media hora en la botica y un momento en el café de Poli.

Después salió por el portal de San Juan, y el hombre de trazas de pordiosero le siguió con la mirada hasta que le vió llegar al parador del Vizcaíno.

Pello entró en su casa, y después de tomar café se fué inmediatamente a visitar a las Piscinas. Los domingos, la tertulia se celebraba por la tarde; después, al anochecer, se salía a tomar el fresco, generalmente, alrededor de la muralla.

-Ayer no vino usted-le dijo inmediatamente Corito al verle.

-No pude. Tuve que trabajar.

-Estaría usted hablando con la primita, ¿eh?

-No; estuve haciendo cuentas. ¿Cree usted que si hubiera podido venir no hubiera venido?

-Sí, sí; lo creo.

-Pues se engaña usted. Y ustedes, ¿tuvieron alguna visita?

-Sí; ha venido mi padrino.

-¿Su padrino de usted es un señor de negro, bajito, de sombrero de copa?

-Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

-Porque le vi venir al pueblo ayer noche. ¿Va a estar algún tiempo aquí?

-No; mañana se va a marchar.

-¿Ha venido para algunos asuntos de familia?

-No sé para qué ha venido. Yo no le pregunto nunca nada.

Pronto Pello y Corito dejaron esta conversación y hablaron de otras cosas más interesantes para ellos. Al ponerse el sol, como era costumbre la tarde de los domingos, salieron todos a dar el paseo alrededor de la muralla. Corito iba al lado de Pello, muy animada y alegre; Luisita Galilea, coqueteando con un oficial, y sin hacer caso de Antonio Estúñiga, que cada vez estaba más desesperado; Cecilia Bengoa y Pilar Ribavellosa, del brazo.

Al anochecer volvió todo el grupo a los arcos del Ayuntamiento. En esto cruzó la plaza el padrino de Corito y se acercó a su ahijada y le dió un beso en la mejilla.

El viajero saludó a las señoras, y Corito le presentó a sus amigas y a los muchachos que les acompañaban.

-Este joven es un amigo nuestro, Pedro Leguía-dijo Corito, ruborizándose-; nos acompañó a Magdalena y a mí desde San Sebastián.

-¡Hombre, Leguía!-murmuró el viajero-. ¿No será usted de Vera, de Navarra?

-Sí; soy de Vera.

-Y ¿su padre se llamaba como usted, Pedro?

-Entonces le he conocido mucho a él y a su primo Fermín, el Chapelgorri. Pedro Mari Leguía fué muy amigo mío.

Corito iba a presentar a su padrino a Antonio Estúñiga; pero éste, naturalmente huraño y de mal humor, hizo un movimiento brusco y se ocultó detrás de una de las columnas del Ayuntamiento.

Fué una retirada un poco inesperada y cómica, que sorprendió a todos.

-¡Conéjuba!-dijo el viajero, en un vascuence castellanizado, dirigiéndose a Pello y señalando a Estúñiga con el dedo índice.

Corito y Leguía se echaron a reir. Estúñiga se marchó, incomodado.

-¿Sabe usted vascuence?-preguntó Pello al padrino de Corito.

-Ya veo que poco.

-Porque ha dicho usted "conéjuba" para decir conejo.

-Pues, ¿cómo se dice?

-¿De manera que tú sabes el vascuence bien?

-Tu padre también lo sabía muy bien. ¡Las veces que le habré oído cantar zortzicos en Bayona. ¡Ya hace tiempo! Se va uno haciendo viejo de verdad.

El viajero indicó que se marchaba al parador; estaba enfermo con dolores reumáticos y no le convenía el aire de la noche. Se despidió de Leguía, diciéndole que fuera a verle; dió un beso en la mejilla a Corito, y se marchó renqueando.

Al poco rato, como la sombra, apareció en la plaza el hombre de la zamarra; cruzó por los arcos del Ayuntamiento y entró en la puerta de San Juan.

Antes de despedirse oyó Pello que el señor de la Piscina y el de Ribavellosa hablaban del padrino de Corito.

-Debe ser hombre inteligente, ¿eh?-dijo él, mezclándose en la conversación.

-Sí; ¡ya lo creo!-contestó el de la Piscina, con su gravedad acostumbrada-; trabaja infatigablemente por la buena causa.

Sin duda, el padrino de Corito era un carlista acérrimo.

Leguía se despidió de sus amigos; fué a la casa de huéspedes, y después de cenar estuvo charlando con el capitán Herrera. De pronto se acordó que el capitán había hablado con el padrino de Corito la noche anterior, y le preguntó:

-¿Averiguó usted quién era el viajero del otro día?

-Un enviado del Gobierno.

-Liberalísimo. Un revolucionario impenitente.

Pello no replicó. El padrino de Corito resultaba un tipo raro y ambiguo. Los unos le tenían por carlista entusiasta, los otros por un revolucionario.

No podía ser las dos cosas al mismo tiempo; más fácil era que no fuese ninguna de las dos, y que aparentase, según sus conveniencias, profesar tan pronto una opinión como otra.

Realmente, su actitud era un poco misteriosa. Había estado en casa de las Piscinas, había tenido una conferencia con Salazar y saludado a las de Echaluce. Para que nada faltara estuvo media hora en la botica y un momento en el café de Poli.

Aquel viajero audaz había pasado todos los Rubicones laguardienses como quien salta un charco.

-¿Quién era este hombre? ¿Qué buscaba?

Al día siguiente, por la tarde, trabajaba Pello en el escritorio cuando vió pasar varias veces a Antonio Estúñiga; Antonio se mostraba indeciso, sin atreverse a entrar; pero, al fin, se decidió y, cruzando el almacén, se plantó en el despacho.

-¿Qué hay?-le dijo Pello.

-¿No está tu tío?-preguntó Antonio.

-¿Sabes lo que pasa?

-Que ese hombre que nos presentaron ayer, el padrino de Corito...

-Que se ha descubierto que es un espía... un traidor que viene a engañarnos.

-¿Quién lo ha descubierto?

-Me lo han dicho.

-Un hombre que le va siguiendo los pasos.

-¿Uno con trazas de mendigo?

-Le vi cuando llegó; venía tras él.

-Sí, viene persiguiéndole, vigilándole. Cuando salgas de aquí entra en el figón del Calavera y hablaremos con ese hombre de la zamarra.

Pello terminó su trabajo; saludó a su prima Anita, que estaba cosiendo a la luz de una lámpara, y se fué al figón del Calavera.

Era este figón un agujero obscuro y lóbrego, abierto en una callejuela. Tenía varias barricas en el portal y una rama de álamo a la entrada, como muestra. De día estaba alumbrado por una angosta ventana, y de noche por un candil que colgaba de la campana de la chimenea.

Varias mesas negras, con bancos de madera, ocupaban el interior. En un rincón, hablando con el hombre de la zamarra y con Estúñiga, estaban tres hombres. Uno de ellos era el Calavera, el dueño del figón, un Hércules rechoncho, con aire bestial, la cara ancha, la nariz chata y roja, como si acabaran de remachársela a fuego; el pecho y las manos, vellu[111]das. Los otros dos eran tipos maleantes: el Raposo y el Caracolero; los dos carlistas y asiduos contertulios de la casa.

El Raposo, realmente, parecía un zorro: tenía una viveza de rata; la cara afilada, y unos pelos amarillos en el bigote; el Caracolero era flaco, pálido, de aspecto enfermizo, con los ojos legañosos y rojizos; la barba gris, sin afeitar en quince días, y una voz de flauta completamente ridícula.

Pello se acercó a la mesa.

-Siéntate-le dijo Estúñiga.

-Le estábamos esperando a usted-agregó el Raposo.

-Este señor-añadió Estúñiga señalando al hombre de la zamarra-nos ha contado las maldades de ese hombre que vino anteayer por la noche a Laguardia.

-¿Tan malo es?-preguntó Leguía.

-Es un canalla, un traidor, un masón-contestó el hombre de la zamarra, con gran solemnidad.

-Y ¿qué es lo que ha hecho?-volvió a preguntar Leguía, a quien, sin duda, estas acusaciones vagas no le parecían gran cosa.

-Ha hecho horrores. Así, que la Policía le busca siempre por conspirador. El dirigió en Madrid la matanza de frailes el año 34; él ordenó la muerte de ciento treinta y tres prisioneros carlistas que estaban en la ciudadela de Barcelona. El sublevó el año pasado Málaga y Cádiz. Por donde va lleva el incendio, la matanza, la ruina, el sacrilegio...

-¡Pues es todo un tipo!-dijo Leguía, no sin cierta admiración.

-¡Sí lo es!-murmuró el Raposo.

-Y ¿cómo se llama ese hombre?-preguntó Leguía.

-Tiene apellido vascongado.

-¡Vete a saber si se llamará así!-exclamó Estúñiga.

-Sí, así se llama-replicó el de la zamarra-. Su nombre es bastante conocido.

-Y ¿serán verdad todos sus crímenes?-preguntó Leguía.

Y el hombre de la zamarra sacó del bolsillo cuatro o cinco recortes de periódicos en donde se hablaba del infame, del malvado Aviraneta.

El Raposo se puso unos anteojos de hierro grandes, y estuvo leyendo con atención los recortes.

-Y ¿qué intenciones tendrá este hombre al venir aquí?-preguntó el Caracolero.

-Yo creo-dijo el de la zamarra, y acercó su cabeza a la de los demás, como para dar más misterio a la confidencia-que lleva una misión de los masones de Madrid para desunir y sembrar la cizaña entre los partidarios de don Carlos.

-Pero, ¿aquí qué puede hacer?-preguntó Leguía.

-Aquí ha venido de paso; pero no ha debido desaprovechar el viaje. Se ha visto con Salazar y con el señor de la Piscina, de quien habrá sacado datos. En casa de la Piscina tiene confidentes; la vieja y la niña le deben contar lo que se dice en la tertulia.

Estúñiga miró a Leguía, como diciéndole: "Eso va para ti." Pello, que experimentaba por el hombre de la zamarra una naciente antipatía, notó que este sentimiento se transformaba en odio, al pensar que[113] aquel individuo podía producir algún disgusto a Corito.

-Aquí debíamos jugarle una buena pasada a ese granuja-murmuró Estúñiga, a quien desde la tarde del domingo se le había atragantado el padrino de Corito.

-¿Dónde está alojado ese señor?-preguntó el Raposo.

-En el parador del Vizcaíno-contestó Estúñiga-. Una noche nos quedamos fuera de puertas, al anochecer...

-¿Para qué?-preguntó brutalmente el Calavera.

-Toma, ¿para qué? Para salir del pueblo.

-¡Ja... ja... ja...!-rió el tabernero.

-¿De qué se ríe usted?-preguntó Estúñiga.

-¿Tú crees que nosotros necesitamos quedarnos fuera de puertas?

-Pues si no tendrán ustedes que salir por el portal de San Juan.

-Ni por el portal de San Juan, ni por ninguno. Pregúntale al Raposo.

-¡Silencio!-exclamó el Raposo-. Me parece que estás hablando demasiado, Calavera. Cuando se tiene la cabeza dura como la tienes tú, se espera a que hablen las personas de juicio.

El Calavera refunfuñó y se calló.

-Yo tengo pensado un plan-indicó el de la zamarra-; más tarde hablaremos de eso.

-Y usted, ¿hace mucho tiempo que conoce a Aviraneta?-preguntó Pello.

-Mucho tiempo, mucho. Si no les molesta, en un momento les contaré cómo le conocí. Por esta historia podrán ver los procedimientos que emplea ese bandido de Aviraneta.

-Cuente, cuente usted-dijo Estúñiga.

-Trae un poco de vino, tú-dijo el Raposo al Calavera.

Este se levantó pesadamente, mascullando; volvió con un porrón y lo dejó sobre la mesa.

El hombre de la zamarra bebió un sorbo, se limpió los labios con un pañuelo de hierbas y comenzó la historia.

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