Un apabullante discurso visual y sonoro se despliega ante mis ojos y me esfuerzo por traducirlo en clave poética y filosófica. Hacia la mitad del metraje llego a la conclusión de que solo sobreviviré a la hora y pico restante si me pongo algo pedante y trascendental. Y lo consigo, más o menos, aunque en mi cabeza se van entrecruzando algunos hallazgos al respecto con ciertas conclusiones demoledoramente prácticas: Todavía estoy a tiempo de salir a la sala contigua a ver "Larry Crowne"; me da igual que ya esté empezada. Pero decido dar tiempo a que la semilla depositada en mi interior por el arduo planteamiento de la obra germine. O al menos lo intente.
Dentro de su guión discontinuo y de su impresionismo-deconstructivismo, me admira cómo el director aborda la rebeldía de un hijo frente a su padre autoritario. Esta resulta ser la parte más interesante de la película: la educación basada en la obediencia y en lecciones de vida resumidas en mandatos -haz, no hagas, di, no digas- y el individuo que se rebela cuando consigue ver más allá de lo impuesto. Pero, a pesar de este rayo de luz, sigo tratando de construir el argumento por mi cuenta. ¿Cómo ha muerto un personaje al inicio de la película? ¿A cuál de los hijos del personaje de Brad Pitt encarna Sean Penn? ¿Por qué Jessica Chastain, la prodigiosa actriz que encarna a la esposa de Pitt, no tiene más texto, aparte de sus preguntas existenciales en off?
Yo qué sé... No sé si todo esto es poesía, filosofía, un documento de vanguardia, cine de culto para cultos, un arriesgado y crítico panfleto teológico, cinearte, vídeocreación musical, una obra maestra o una pretenciosa tomadura de pelo.