El árbol que renació de sus cenizas (relatos cortos)

Por Orlando Tunnermann

La muchedumbre soliviantada jaleaba como un hato de bribones que buscara venganza y escarnio contra la mujer apresada en el interior de la rudimentaria jaula de madera. Aferrada a los toscos barrotes de castaño, contemplaba horrorizada a la turba impía que rugía su nombre denostado: ¡Circe! ¡Circe! ¡Circe!
El carromato que la transportaba la condujo hasta el corazón del impenetrable y caliginoso bosque de los druidas grises. Se detuvo abruptamente ante el milenario baobab cuyo tronco, nudoso, formidable, parecía apresar en su corteza rugosa los rostros distorsionados de cientos de guerreros y soldados heridos de muerte en alguna épica y cruenta batalla.
Sus ojos verdes contemplaron con agonía la pira funeraria donde sería inmolada, acusada de brujería y nigromancia. Unos hombres barbudos y hercúleos la extirparon con brutalidad del vientre materno de la jaula y la arrastraron por el suelo como si fuera escoria.
Ataron su cuerpo esbelto y fibroso, cubierto con unos harapos derrengados y oscuros, a la altura de las ramas más bajas del baobab.
Los mismos hombres inmisericordes que la habían apaleado y tullido la izaron con unas maromas, mientras otros secuaces arborícolas remataban la nefanda labor del anclaje de su cuerpo, suspendido a unos siete u ocho metros de altura.
La joven muchacha irlandesa, de cutis lactescente y lacia cabellera larga y rubia, imploró misericordia, pero aquella caterva degenerada de palurdos sólo entendía el lenguaje vesánico del paroxismo cerril.
Descubrió a muchos amigos, buena gente a la que había sanado con sus hierbas medicinales, entre la barahúnda atronadora.
Esa gente que otrora le brindara cariño y agradecimiento ahora la anatematizaba imprecando blasfemias y exabruptos viles. Se unían pues a la bola ígnea de denuestos y maldiciones de sus convecinos. Achacaban a sus “artes curativas” el inopinado y atroz brote devastador de la peste.
Lumer, el huraño y bajito sacristán de la señera villa irlandesa de Firewitch, prendió la llama de la ira seguido de un rugido fervoroso por parte de las coléricas masas. A los pocos minutos, el fuego purificador abrasó a la hechicera, convirtiendo su cuerpo en colgajos de ascuas hediondas ligadas de manera grotesca a las ramas carbonizadas del baobab.Una semana después Zelea, la hermana bastarda de la bruja sacrificada, entraba como un ciclón en una ruinosa cabaña señera en medio del monte de los alcotanes ciegos. Su madre era la quincuagésima víctima de la peste.
Firewitch se extinguía como una candela a causa del azote de la enfermedad. Apresuradamente, con el fulgor de la esperanza bailando en sus ojos de color de miel, le dio a beber un extraño brebaje mientras le bombardeaba con delirantes promesas de curación que la madre achacó a la incipiente llamada de la locura.
Sin duda había perdido el juicio y por ello, en su alocución, irrumpía abrupto y sonoro el nombre de su hermana Circe.
Entre los velámenes calinosos de su enfermedad, creyó la madre escuchar una historia anómala sobre el milagroso renacimiento del baobab donde el pueblo había mortificado a su otra hija.
El brebaje, extraído de la corteza incólume del árbol abrasado, se lo había dado la propia hechicera, que ahora vagaba errabunda, convertida en brisa y recuerdo, como un lamento vivo en el bosque de los druidas grises.
El medicamento hizo efecto y revirtió la mácula ponzoñosa de la enfermedad a los pocos días. La gente estaba sanando. Zelea les había suministrado idéntica receta y acudían en procesión al bosque de los druidas grises.
Azuzada por la curiosidad, la anciana Galea se acercó hasta allí, renqueante, con la ayuda de un cayado vetusto y de su hija Zelea.
Las gentes humildes de toda la comarca se hallaban postradas, orantes ante un majestuoso altar floral erigido a los pies del colosal baobab donde había perecido entre las llamas la hechicera Circe.
La anciana madre rompió a llorar cuando, entre los rostros desfigurados que se adivinaban apresados en la rugosa corteza milenaria, creyó distinguir el de su hija. En su semblante se transfiguraba la piedad, como si fuera un estigma antinatural del árbol que había renacido de sus cenizas.
Galea, arrodillada, penitente ante el árbol inmortal, izó la mirada, contemplando alucinada la formación de unas nubes rosadas que tenían forma de sonrisa y que, de pronto, trocaban su silueta rolliza por las curvas sinuosas de una mujer errabunda que se convertía en brisa y en recuerdo, como un lamento vivo del bosque de los druidas grises.