Japón ha luchado por reconciliar sus deseos contradictorios de aislamiento y de prominencia internacional. Este artículo explora cómo sus actuales relaciones con Occidente y Asia continúan estando determinadas por la época Meiji y cómo las nuevas generaciones podrían hacerlas evolucionar.
En 2009, la revista Foreign Policy publicaba un artículo llamado “Japanese Gross National Cool”. Japón —decía— había reinventado el concepto de superpotencia: en plena desaceleración económica, todo el mundo miraba hacia Japón, al menos culturalmente hablando. El manga, el sushi y la cultura pop nipona levantaban pasiones entre los jóvenes de todo el mundo con su extraña combinación de consumismo capitalista y tradición japonesa, que muchos califican de única.
Aunque se ha criticado la sobreexplotación de este tipo de cultura urbana, lo cierto es que son pocos los japoneses que negarían esto. Es famoso su orgullo por la singularidad de su cultura, que es, insisten, especialmente diferente del resto. Naturalmente, todas las culturas son únicas, pero en Japón la percepción de aislamiento cultural —y geográfico— se encuentra profundamente arraigada en la sociedad. Esta mentalidad insular, así como la concepción sobre sí mismos y sobre sus vecinos occidentales y asiáticos, hunde sus raíces en las circunstancias que dieron lugar a la llamada restauración Meiji, los años en los que Japón intentó abandonar Asia y unirse a Occidente y en los que se gestó, a toda velocidad, el surgimiento del país del sol naciente tal y como hoy lo conocemos.
A la sombra de China y Occidente
A principios del siglo XVII, en la conocida como era Tokugawa, Japón era una sociedad feudal, fuertemente jerarquizada y cada vez más encerrada en sí misma tras pasar catorce siglos como estado tributario de un Imperio chino cuya superioridad reconocía formalmente y al que consideraba fuente de toda sabiduría. Pero con la influencia china en decadencia se había pasado a rechazar las influencias extranjeras, consideradas potenciales desestabilizadores para el orden social, en favor de las costumbres japonesas: se prohibió el cristianismo y el uso de puertos japoneses por parte de extranjeros, así como el uso de barcos de más de cierto tamaño, lo que en la práctica acabó con el comercio.
En 1853, Japón fue obligado a interrumpir su política de aislamiento con la llegada de una flota americana a la bahía de Tokio que exigía, en nombre de Estados Unidos, Gran Bretaña y otras potencias occidentales, que Japón se abriera al comercio. Japón cedía con la firma de los llamados tratados desiguales, que abrían el país al comercio en condiciones muy desfavorables. Como sucedía en toda Asia, Japón se encontraba ante un enemigo con una flota y un armamento vastamente superiores que invocaba permanentemente la amenaza de la invasión. La progresiva pérdida de soberanía provocó sentimientos de odio contra los extranjeros y oleadas de protestas y disturbios contra aquellos que no eran capaces de contenerlos, situación que acabó precipitando el derrocamiento del régimen Tokugawa por parte de los samuráis. Estos, ya una casta más administrativa que guerrera, se pusieron al frente de Japón.
El nuevo Gobierno de samuráis había visto a China, el poder hegemónico en Asia durante siglos, humillada en las guerras del opio y, según rezan los textos de la época, en peligro de ser “abierta como un melón”. Tan partícipes del odio contra los bárbaros occidentales como el resto de la población, los samuráis optaron, contra todo pronóstico, por el pragmatismo: ante la superioridad tecnológica de las potencias occidentales, el camino correcto para proteger el honor y la soberanía de la nación no podía ser otro que aprender de ellas. Se iniciaba así una transformación política, económica y social sin precedentes.
Mucho más que una revolución industrial
La restauración Meiji fue un plan meditado y sistemático orquestado por las élites japonesas para transformar Japón en un país industrializado en condiciones de hacer frente a los invasores, defenderse a sí mismo y proteger su soberanía. La necesidad de emular a Occidente se entendía principalmente en términos económicos. Sin embargo, limitar el fenómeno que se produjo a un proceso de industrialización sería un error: toda la maquinaria social se puso al servicio del nuevo propósito nacional. Se enviaron misiones de observación a varias potencias occidentales, donde contrataron a trescientos europeos y americanos, expertos en todo tipo de ámbitos, como asesores en su ambiciosa misión. En cuestión de tres años, el feudalismo había sido efectivamente desmantelado y el sistema de castas, suprimido; en su lugar aparecían un floreciente capitalismo y una alta sociedad que vestía ropa occidental e iba a la ópera. Y se había logrado con un mínimo derramamiento de sangre.
La restauración Meiji presenta ciertas características que la convierten en un fenómeno histórico único. Supuso, a todos los efectos, una revolución para el orden existente, pero se llevó a cabo por una parte de su élite; se dio debido a factores puramente exógenos, a diferencia de la Revolución francesa o la industrial británica; fue una revolución conservadora, que cambió cada resquicio para que la soberanía y la cultura japonesas, a pesar de todo, prevalecieran. Por desgracia, en una sociedad tan profundamente jerárquica, elevar a Occidente a las alturas también significó reducir a sus vecinos asiáticos a la categoría de naciones inferiores. A este respecto, a menudo se cita el ensayo “Abandonar Asia”, de Yukichi Fukuzawa, que en 1885 argumentaba que lo mejor para Japón era “abandonar las filas de las naciones asiáticas y alinearse con las naciones civilizadas de Occidente. En cuanto a nuestras relaciones con China y Corea, no merecen ningún tratamiento especial por el simple hecho de que hayan resultado ser nuestros vecinos. Simplemente, los trataremos como lo hacen los occidentales”.
El trasfondo ideológico de la restauración Meiji era militarista y contenía las semillas del imperialismo japonés. La gran capacidad militar y económica de las potencias admiradas por Japón descansaba sobre la explotación de sus colonias; para considerarse plenamente una potencia como las occidentales —“Un Estado rico, militar y fuerte”, como rezaba el lema de la época Meiji—, Japón necesitaba disponer de las suyas propias. Así, entre 1868 y 1945, Japón invadió Taiwán, Corea, parte de China y gran parte del sudeste asiático. Este feroz expansionismo cesó con su derrota en la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Japón por Estados Unidos, que forzó una Constitución pacifista que prohibía la guerra, el mantenimiento de un ejército y el colonialismo. La soberanía nacional, el propósito mismo de aquella descomunal empresa nacional, había sido arrebatada y sus aspiraciones de ser reconocido como un igual por la comunidad de naciones, barridas.
Sin embargo, en el momento en el que los objetivos de la restauración Meiji parecían más inalcanzables que nunca, se produjo lo que más tarde se llamó el milagro japonés. La instauración de la democracia y la paz y de una relación de cooperación con Estados Unidos sustituyó al militarismo. Con la vía económica como único camino para abrirse paso en la esfera internacional y apartado de toda obligación internacional, el país nipón concentró sus energías en reinventar su industria y dejar atrás la producción militar prevaleciente junto con su pasado violento. Entre 1950 y 1980, Japón creció a una media del 8,5% anual. En los años ochenta, las especulaciones de que se convirtiera en la primera potencia económica mundial ya estaban a la orden del día. Los libros que explicaban las virtudes únicas de la gestión japonesa y la eficiencia inherente a su cultura proliferaban. Japón lograba, finalmente, alcanzar su objetivo histórico y probaba que el desarrollo y el prestigio económicos no estaban reservados para los caucásicos. El sabor de la victoria, sin embargo, habría de desvanecerse pronto: en 1990, la burbuja japonesa estallaba y el país se sumía en una profunda crisis económica de la que no ha logrado salir hasta nuestros días.
Un Japón aislacionista en un mundo hiperconectado
A diferencia de Europa y Estados Unidos, que se propugnaban como modelo de civilización más avanzado, o China, que tradicionalmente se autoconsideró el centro del mundo, Japón no solo nunca aspiró a que su cultura pudiera llegar a ser universal, sino que siempre se enorgulleció de considerarse una excepción. Tras vivir a la sombra de la influencia china y, más tarde, de las potencias occidentales, cada cierto tiempo habían tomado fuerza diferentes corrientes intelectuales que buscaban definir la naturaleza de la esencia japonesa, todo aquello que los diferenciaba del resto del mundo y reforzaba la creencia en la singularidad del pueblo nipón.
Las décadas de crecimiento recuperaron la creencia colectiva de ser una nación con un destino manifiesto, de que las características únicas de los japoneses hacían inevitable que Japón acabara convirtiéndose en una de las potencias más relevantes de la esfera internacional. Pero Japón apenas tuvo tiempo de disfrutar su momento de gloria en el que finalmente se puso a la par con Occidente y, cuando la crisis llegó, fue tan existencial como económica: supuso una pérdida del sentido de dirección nacional, de la que había sido la gran misión política, económica y social. Alcanzado el sueño de ser un país desarrollado e industrializado, pero con el espejismo de superar a Estados Unidos ya roto, ¿hacia dónde se dirigía Japón?
Para ampliar: “Why is Japan so…different?”, David Pilling en Foreign Affairs, 2014
La merma de prestigio económico que supuso el estallido de la burbuja japonesa ha acuciado un debate que había estado pendiente largo tiempo: el replanteamiento del casi inexistente papel de Japón en el orden internacional. La política exterior de Japón ha continuado anclada en la llamada doctrina Yoshida, bautizada así en honor del que fuera primer ministro en los ocho años posteriores a la guerra, que propugnaba que la aceptación de la sumisión a Estados Unidos, la delegación de la defensa nacional en sus manos, permitiría a los japoneses centrar todos sus esfuerzos en el crecimiento económico. Con el brazo militar atado a la espalda, la única opción para reintegrarse en el orden internacional ha sido, durante muchos años, la diplomacia económica: el país nipón ha sido y continúa siendo uno de los mayores contribuyentes al presupuesto de Naciones Unidas y a Ayuda Oficial al Desarrollo. Pero incluso en sus años de mayor crecimiento nunca dejó de ser, como diría el ex primer ministro belga Mark Eyskens a propósito de la UE, “un gigante económico, pero un enano político”.
Con todo, desde su orgulloso aislamiento insular y cultural, Japón ha ansiado ocupar una posición de poder en el orden internacional que parecería corresponderle y que nunca ha conseguido del todo. Lo cierto es que, desde la restauración Meiji, la relación de Japón con Occidente ha estado marcada por una cierta sensación de exclusión: su deseo de unirse a él nunca pareció verse correspondido. Ya en la Conferencia de Paz de París se rechazó su propuesta de incluir el principio de igualdad racial en el documento fundacional de la Liga de las Naciones. Tras la guerra y ante el despegue de la primera potencia no occidental, el patrón se repetía: Japón era la segunda economía mundial, pero siempre se le negó la pertenencia al Consejo de Seguridad de la ONU. Muchos lo siguieron considerando, incluso cuando era la segunda economía mundial, un Estado cliente de Estados Unidos.
Las relaciones japonesas con el resto de Asia se encuentran, si cabe, más profundamente marcadas por la época Meiji; más concretamente, por las atrocidades cometidas por el colonialismo japonés y el escaso revisionismo histórico llevado a cabo desde entonces. Si bien es cierto que los mandatarios japoneses se han disculpado en multitud de ocasiones, su arrepentimiento siempre ha parecido caer en saco roto con las regulares visitas presidenciales al santuario Yasukuni —que supuestamente alberga las almas de algunos de los más prominentes criminales de guerra—, cesadas solo recientemente. Esta falta de reconocimiento pleno de sus acciones es, aún hoy, uno de los peores lastres diplomáticos que arrastra en sus relaciones con Asia.
Para ampliar: “Why is China still dredging up the ghost of Imperial Japan?”, Daniel Twining en Foreign Affairs, 2015
“Normalizar Japón”
Con la reciente reinterpretación de la Constitución, el actual presidente Shinzo Abe conseguía en 2015 legalizar la acción exterior de las fuerzas de autodefensa japonesas. La medida —comprensible, dadas las continuas tensiones territoriales en Asia-Pacífico y la importancia que ha cobrado el ejército chino— se enmarcaba en una visión más amplia de lo que el primer ministro llamaba “normalizar Japón”: un país arraigado en sus tradiciones que dejara “de disculparse por su pasado continuamente”, volviera a la senda del crecimiento y reclamara el papel que le corresponde en el tablero geopolítico. La reforma no ha hecho sino echar leña al fuego de sus ya de por sí tensas relaciones con China, que afirmaba que Japón estaba abandonando el camino del desarrollo pacífico y recordaba, una vez más, las atrocidades cometidas por el ejército japonés en el pasado. Esta reinterpretación constitucional presentaba un problema interno todavía mayor: un 70% de los ciudadanos japoneses no la compartían e incluso la consideraban inconstitucional. Uno de los pilares básicos del Japón de Abe carecía de legitimidad popular.
Para ampliar: “El Sol Naciente resurge en Asia: el rearme de Japón”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2014
Los sucesivos paquetes de reformas para estimular la economía nunca han llegado a dar resultado; las nuevas generaciones, por su parte, tampoco lo esperan. Durante las dos décadas poscrisis, muchos jóvenes se han quedado fuera de los tradicionales esquemas laborales del sueño japonés, que incluían seguridad económica y un empleo de por vida, y han tenido que abrirse su propio camino. Alejados de la mentalidad de consumismo desmesurado de los años del crecimiento y ajenos a las viejas rencillas de la II Guerra Mundial, las nuevas generaciones japonesas tienden a ser más abiertas, internacionales e individualistas y su noción de lo que supondría “normalizar Japón” no se identifica con la reivindicación de los valores tradicionales japoneses que defiende la derecha —para muchos, en ocasiones, rayanos en la xenofobia—; sí contemplan, en cambio, un Japón más abierto al exterior e integrado internacionalmente.
Asimismo, tampoco se identifican con el culto al crecimiento económico que caracterizó a la generación de sus padres. Muchos han renunciado al ideal de trabajo tradicional en grandes corporaciones y han buscado su oportunidad en el emprendimiento. El creciente papel de la hasta ahora débil sociedad civil japonesa también ha empujado a otros tantos a trabajar en causas sociales y a plantearse las organizaciones no gubernamentales como opción laboral, desde donde han presionado para poner sobre la mesa cuestiones de corte liberal que podrían tener un gran impacto en el crecimiento de la economía, como la mejora de las oportunidades laborales de las mujeres o la necesidad de un sistema educativo más abierto e internacional.
Varios presidentes, en sus intentos de revitalizar la economía japonesa, han invocado el espíritu de la restauración Meiji, con escaso éxito. Lo cierto es que la continua competición y los conflictos territoriales de Japón con China, además de con otros actores asiáticos, no invitan a esperar una reconciliación del país nipón con su situación geográfica. Pero, a medida que nuevas actitudes más aperturistas se van configurando como un contrapeso del aislacionismo y nacionalismo conservador, es posible que sí se esté gestando, poco a poco, el germen de un Japón más abierto al mundo.
Para ampliar: “Asia Pacífico en 2017: el dragón, el islam y la ley del plomo”, Daniel Rosselló para El Orden Mundial, 2017