El aristócrata desesperado

Por Andres
Un atentado dio inicio a la etapa más comercial de la carrera de Andy Warhol. En 1968, una acólita resentida le descargó tres balazos, Warhol no murió pero quedó traumatizado por el milagro de haber sobrevivido. Supo que en adelante su arte se concentraría en atraer la seguridad que da el dinero. Si su pintura alguna vez había incomodado a los críticos relamidos con aquellas latas de sopa y esos colores disparejos sobre Marilyn Monroe, y si su cine había suscitado irritación, aburrimiento e intervenciones policiales; en los 70´s su “irreverencia” ya se vendía etiquetada en las vitrinas del mercado. Uno de estos productos fue una versión pop de Drácula. El Conde reducido a ser una patética reliquia en un mundo donde la sangre de vírgenes, indispensable para costear su inmortalidad, sólo se consigue, si acaso, cuando una preciosa púber es desflorada por un semental con el abdomen bien marcado.

De entre el séquito de artistas aspirantes en espera de sus 15 minutos de fama, llamado The Factory, estaba Paul Morrissey. Entre las rarezas allí reunidas, Morrissey lo era a su manera: católico, de derecha y con ojos atentos a toda posibilidad comercial. Antes del atentado, Morrissey había colaborado como co-director de “Chelsea Girls” (1966), la única película de Warhol que rindió en taquilla principalmente por el curioso formato que presentaba: dos pantallas donde se proyectaban simultáneamente un sin fin de situaciones, alternando el sonido entre una y otra. Pero una vez que rozó la muerte, Warhol perdió el interés en su pasatiempo con el cine. Su última película se llamó “Fuck” (o “Blue Movie”) donde una de sus “superstar” conversa sobre Vietnam y tiene sexo, en ese orden. Su corta exhibición culminó con el arresto de hasta el proyeccionista.
Para Warhol hacer películas era jugar a contradecir al cine. La elipsis derogada. ¿Quién dice que un film no puede mostrar únicamente a alguien durmiendo y durar cinco horas (Sleep, 1963)? ¿Por qué no, el trascurrir de peatones alrededor de un importante edificio, durante ocho horas (Empire, 1964)? Aunque el concepto resultaba curioso, resultada insoportable observar todo el experimento. A Warhol le encantaba hacer registros y consumió muchos kilómetros de negativo, incluso a veces “filmaba” cuando había olvidado cargar la cámara.
Con el atentado llegó el momento para Paul Morrissey. Warhol se concentró en pintar retratos pop art de celebridades a cambio de miles de dólares. Morrissey asumió el control de la producción cinematográfica de su firma, una serie de películas que escribió, produjo y dirigió, y a las que el pintor simplemente puso su sello de aprobación. Aunque Morrissey también fue un experimentador en sus comienzos, entendió que para atraer al público funcionaría mejor explotar el glamour decadente, hermoso y homosexual de The Factory. Si Warhol, en su despreocupada juventud, había rodado películas tituladas “Sleep” o “Eat”, Morrissey en cambio rodaría otras llamadas “Flesh” (1968), “Trash” (1970) o “Heat” (1972) centradas en la presencia agraciada y taciturna de Joe Dallesandro. El cine de la firma Warhol ahora era sostenido por los brazos escultóricos de un ex modelo de pornografía gay.
Joe Dalesandro era un alma desventurada. A temprana edad tuvo que soportar verse separado de su madre, mientras esta cumplía años en prisión por robo de autos. Su padre lo entregó en adopción, junto con su hermano, a otra familia de la que, años después, serían “despedidos” por mala conducta. Pero el Señor no había abandonado completamente a Dalesandro, en compensación le dio una gran belleza física que le permitió ganarse el pan como prostituto y modelo de revistas gay. Un día se cruzó con un rodaje de Warhol y Morrissey, y no más verlo, maravilló al pintor que decidió incluirlo inmediatamente en la película que filmaban “Loves of Ondine” (1968). En adelante, Warhol decretaría que en sus películas todos estarían enamorados de Dalesandro, cuya única virtud histriónica era su desenvoltura para desnudarse. Sus personajes, como él, siempre tendrían el temperamento tímido, lento y a veces dócilmente disgustado.
Dalesandro se convirtió entonces en el nuevo protegido de The Factory, en una etapa post-atentado donde el desenfreno ya no estaba tan de moda como la ambición por el dinero. De todo el plantel de superstars de Warhol, compuesto por drag queens charlatanes y adictas histéricas, el lacónico Dallesandro resultó el más exitoso. Aún así en la producción de las películas que protagonizó primaba la tacañería y la explotación. Cuando no estaba, semi o totalmente desnudo, a las órdenes de Morrissey, interpretando a drogadictos o gigolós en la serie “Flesh”, “Trash”, “Heat”; su entrepierna era fotografiada por Warhol para cumplir con la portada de “Sticky fingers” de los Rolling Stones, y cuando el lente de la cámara ya se había saciado de él, Dallesandro completaba su jornada atendiendo el teléfono o como chico de los recados.
En 1973, Morrissey y compañía viajaron a Italia con el propósito de rodar, en el menor tiempo posible y economizando cada centavo, dos películas de horror de la firma Warhol: “Flesh for Frankenstein” (1973) y “Blood for Dracula” (1974). De esta forma llegamos, al fin, a la película que nos ocupa hoy.
En “Blood for Dracula”, el Conde ya ha perdido toda su sombría seducción y el aplomo con el que penetraba la yugular de las doncellas. Como un vejestorio con el mal gusto de querer ser inmortal, Dracula llega agónico al siglo XX, tiempos en los que la sangre de vírgenes ya es sumamente escasa. Preocupado por su salud, Dracula y su mayordomo abandonan Rumania y se dirigen a Italia donde, ellos suponen, gracias al catolicismo todavía la castidad es una virtud. El mayordomo sale a hacer averiguaciones, mientras que el Conde, en silla de ruedas y más pálido que de costumbre, sufre como un drogadicto en síndrome de abstinencia, necesitado de sangre pura que le devuelva las fuerzas. Se enteran que una familia de alcurnia pero venida a menos, los Di Fiori, tiene cuatro hijas solteras dispuestas a ser entregadas en matrimonio al primer aristócrata que toque la puerta. Aunque todavía en una condición poco presentable, el Conde visita a los Di Fiori y anuncia su interés de casarse con una de las hijas, siempre y cuando esta sea virgen. “Es que provengo de una familia muy tradicional. Usted entenderá”. Entonces el Conde y el mayordomo son recibidos como huéspedes de la mansión. El único sirviente que les queda a los Di Fiori es un muchacho (Dallesandro, naturalmente) altanero, comunista y mascota sexual de tres de las cuatro hermanas. Por su lado, Dracula no puede darse el lujo cumplir con las formalidades de la aristocracia antes de hincarle el diente a una supuesta virgen. Asalta a una de las hijas pero al percibir que su sangre es impura lo asaltarán violentos vómitos. Y así cada vez que se equivoca. Desesperado exclamará: “la sangre de estas putas me está matando”.
Como vemos, en “Blood for Dracula” el ser aristócrata es una condición indeseable y condenada a perecer bajo la desobediencia de la modernidad. Por un lado tenemos al personaje de Dallesandro, bolchevique con hoz y martillo pintados en su habitación, que fornica con las niñas de la casa más impulsado por el odio de clases que por el placer. Por otra parte, está Dracula, el vampiro más rancio de la burguesía, que escudado en su condición de noble, intenta a duras penas alimentarse de la juventud para mantenerse vigente.
Morrissey no es un director de grandes pretensiones. En su cine, imperfecto en lo técnico, la improvisación y la personalidad de sus actores es lo principal. En “Blood for Dracula” tenemos un rango de actuaciones que van desde lo notable hasta lo pésimo. A lado de Udo Kier, inolvidable en su papel de Dracula, tenemos fantoches de gestos fingidos que paporretean textos, como el mayordomo o el mismo Dallesandro. Agregan sabor al elenco, la participación de Vittorio de Sica, un jocoso Marqués Di Fiori, y Roman Polanski, parroquiano que reta al mayordomo a un tonto juego. Se siente en el film el gusto por lo absurdo, por flexibilizar cualquier directiva de guión en beneficio del humor y la insinuación. Con estos ingredientes, no cabe duda que el mejor cine “de Warhol” pertenece a Morrissey.
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