Como dramaturgo, no voy a descubrirle ahora; la claridad y la profundidad de su escritura (tanto en sus propios textos como en sus adaptaciones), la inteligencia de su teatro, envuelto siempre en ingenio y naturalidad, le convierten en una de las voces más respetables y respetadas de nuestra escena. Es, además, un hombre afable, educado y discreto, y me alegro infinito de su éxito, que es además internacionalmente creciente (la BBC retransmitirá el domingo «The boy at the back», versión inglesa de «El chico de la última fila»).
He visto su último estreno, «El arte de la entrevista», una obra que, como muchas de las suyas, nació de una imagen, la de una joven grabando con una cámara a una anciana. Su cerebro empezó a urdir entonces una historia de silencios, de deseos ocultos, de reproches, de basura enterrada bajo la alfombra, con las cámaras, convertidas en indiscretas ventanas a la intimidad, como instrumento perturbador. Es una historia cosida con el hilo de la contemporaneidad y que, como toda su obra, sabe rascar en el alma humana.
He de decir, sin embargo, que la función me dejó frío. Y conforme hablaba de ello con mi acompañante, más me iba convenciendo de que no estaba en el texto el problema. No me pareció redondo ni el mejor de su autor, pero creo que hay en él una tensión que no encontré en la representación; hay unas cargas de profundidad, unas silentes batallas dialécticas, unos estallidos de sentimientos que con otro ritmo y otra cadencia hubieran llegado con más nitidez al público. Tampoco alcanza la historia la temperatura necesaria, a pesar de la interpretación de los cuatro actores -Alicia Hermida, Luisa Martín, Elena Rivera y Ramón Esquinas-, espléndida, con mención especial para la entrañable Alicia Hermida.