El Arte de las personas.

Publicado el 09 abril 2018 por Molinos @molinos1282
Esta escultura humana con  cuerpo imposible de héroe griego es Sergei Polunin. Hoy, por fin, he podido ver Dancer, el documental que cuenta su vida. Veinticinco años que le llevan de una infancia pobrísima al sur de Ucrania «todos éramos pobres y cuando todos son pobres no notas la diferencia» hasta llegar a ser, con dieciocho años, el bailarín solista más joven de la historia del Royal Ballet de Londres. Su (corta) trayectoria vital tiene sus altos y sus bajos: la cultura soviética del esfuerzo, la pobreza, su familia desintegrándose y emigrando para costear su educación, la adolescencia solitaria en Londres, las drogas, las rabietas...la crisis, el abandono. Pero todo eso no es lo importante, lo que más me ha llamado la atención es que pocas veces he visto, en un documental o en cualquier otro medio, pocas veces he sido tan consciente de la diferencia entre la persona y el artista, entre la vida y el arte. 
El niño, el joven Polunin habla a cámara y es débil, se le ve aterrorizado, desconcertado, desorientado. Es inconsciente «me tomo esto que se inventó para los soldados americanos, me da el subidón durante la función y luego no recordaré nada», es rencoroso y puede que, incluso, un poco malvado con su madre. Su cuerpo parece fragil, estrecho, inconexo, desproporcionado, nada especial. Tiene quince, dieciocho, veinte años y son los mismos quince, dieciocho o veinte que cualquier otro chaval. Pero cuando baila, cuando es Polunin el bailarín crece hasta hacerse inabarcable. Su cuerpo parece desenroscarse, ampliarse, expandirse y, aun siendo asombrosa esa transformación física, lo más increíble es su cara, sus ojos. Cuando baila, sobre el escenario, todo él parece otra persona, se convierte en un sabio, su cara es diferente, su mirada es profunda y en él está todo. Se convierte en un artista. 
En los últimos meses hay una corriente de opinión que defiende la idea de que si un artista tiene un comportamiento digamos incorrecto en cualquier aspecto de su vida (y esto es mucho decir porque, para mí, aplicar criterios de 2018 a comportamientos de hace veinte, treinta o cuarenta años es absurdo) todo su arte deja de ser valioso. Le he dado muchas vueltas a esto y para mí, una cosa es la persona y otra su arte, su obra, lo que pinte, cante, escriba o baile, como en este caso. 
Yo no puedo dejar de mirar a Polunin cuando baila, cuando se mueve, cuando hace arte. No sé nada de baile y aún así me cautiva, me estremece, me embelesa. Me parece fascinante. Probablemente si me cruzara con él por la calle ni le vería y muy seguramente si hablara con él me parecería infantil, inseguro y quién sabe cuántas cosas más, pero eso da igual, nada de lo que Polunin haga o diga en su vida rebaja el talento de su arte. 
No quiero saber si Nabokov era un depravado, si Picasso era machista, o si cualquier otro artista miente, se droga, se emborracha, abandona a su familia, tiene treinta amantes o ninguna o a qué partido vota. O, mejor dicho, saber todo eso no invalida el valor del arte de esos creadores, la emoción que su arte puede provocarme. De la misma manera, saber que alguien es una cumbre de virtuosidad no me hace valorar más su arte.  
Y creo que así debe ser. 
La persona.El artista.