Las protestas en Colombia empezaron el 21 de noviembre, cuando los sindicatos convocaron una huelga nacional para pedir cambios en la política social y económica del país.
Colombia, un territorio tomado por Estados Unidos, socio preferente de la OTAN y cuyas élites se organizan entorno al paramilitarismo narco por lo menos desde los años 60.
En ese contexto de exacerbación de las violencias, que ha tenido un alto impacto en la conciencia colectiva de la nación -la muerte de alrededor de 18 niñas y niños tras un bombardeo de las fuerzas militares a un campamento de disidentes de la guerrilla terminó siendo la gota que rebasó la copa, y la presión social y política condujo a la renuncia (con homenaje por parte del presidente) del ministro de Defensa-. A ello se le suma el recrudecimiento de la violencia contra líderes sociales, el retorno de políticas que incentivan las violaciones de derechos humanos, los escándalos de corrupción y las políticas neoliberales de ajuste, impulsó la ola de manifestaciones y protestas sacude Colombia.
Y en medio del Paro Nacional, el gobierno emitió un decreto que privatizaría las empresas públicas mientras estigmatizaba la protesta social e imponía el toque de queda. Leña al fuego.
Además, las manifestaciones se incrementaron después de la muerte de Dylan Cruz, un adolescente de 18 años que protestaba el 23 de noviembre y que fue alcanzado en la cabeza por un balín lanzado por el Escuadrón Móvil Antidisturbios. Después de su autopsia el equipo médico declaró que su muerte fue un homicidio.
Hoy las protestas continúan y se pide más.
Colombia es un volcán social en ebullición. Cacerolazos y concentraciones no han cesado desde el 21 de octubre y los estudiates y trabajadores e mantienen en la calle en contra de más reformas contra las mayorías. Y el arte, como siempre, como todo, sigue allí, no solo acompañando sino aglutinando. Como ha sido siempre en la historia de la Humanidad.