Revista Arte

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo lo demás, salvo a su belleza poética.

Por Artepoesia
El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo lo demás, salvo a su belleza poética. El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo lo demás, salvo a su belleza poética. El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo lo demás, salvo a su belleza poética.
Observando la pintura de Rembrandt, pensando qué hay ahí, en su pintura, de diferente a otros maestros, a otras tendencias, a otras artes, llego a la conclusión que lo que más hay es una original sutileza poética llena de Arte. La historia o la leyenda que, como una excusa sobrevenida, en este óleo -El rapto de Europa, 1632- sostiene el título de la obra no es más que eso: un soporte orientativo para el que lo ve; un argumento comercial para el que lo compra o lo admira; o un referente cultural para los que se acercan a su original belleza. A Rembrandt no le debía interesar, para nada, la historia o la leyenda que trataba él de narrar con colores y trazos en sus obras. Ninguna de aquellas. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible, o traducible, a lo real; a lo asociado a algo que, como el clasicismo -tanto del renacimiento como del barroco y posterior-, llevara la inspiración a un sentido transmisible a lo más mundano, a lo más cercano, a lo que es posible de comprobar en una vida desde sensaciones radicalmente realistas. Pero, ¿fue entonces Rembrandt un manierista reformado? El Manierismo era todo eso que he descrito antes: irrealidad llevada a las formas y al ambiente, reaccionarismo estético. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones. ¿En todas? Bueno, en todas, en todas, no. Porque hay una poesía no barroca exactamente en sus obras. 
Porque la poesía de Rembrandt es más sutil, es menos hierática, o es más pueril si se quiere. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente, algo semejante a sagas literarias posteriores a él, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien. Porque aquí, en su obra El rapto de Europa, la mitología helénica, a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparecerá por ningún lado. ¿Quiénes son esas personas, tan diferentes a personajes griegos o fenicios, que reflejan ahí un cómico asalto playero a una joven impasible? ¡Qué carro más adornado a lo persa aquí para una leyenda tan griega! ¿Qué fondo gris y desdibujado es ese, tan industrial y portuario aquí, para incluir en una escena tan legendaria? Porque aquí los versos dibujados serán elaborados con la más extraordinaria sintonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados y desperdigados como ningún otro pintor haya alcanzado jamás a componer. Si quitamos el color aquí nada quedará del Arte maravilloso (fijémonos en el fondo portuario). Para Rembrandt el color lo es todo. El agua más cercana a la orilla iridiscente retratará mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva los brazos al cielo. Ese mismo tono, el azul, perpetrará además aquí el enjaezado de los caballos, ofreciendo así la sintonía perfecta de la rima poética de los colores. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compaginará -rimará- con parte de un cielo amoratado entre los árboles.
Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado. Es como un ser que desde lo alto mira la escena y la quiere contar luego. O, mejor, la cuenta en ese mismo momento. Porque el momento elegido es barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación. Y la tenebrosidad ambiental reflejará siempre esa eventualidad. La oscuridad aquí, en Rembrandt, es un elemento difuminado general, no algo particular. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni de Ribera, que determinarán siempre un alarde oscurecido de alguna cosa -algo particular- para resaltar otra, en su caso muy iluminada. No, en Rembrandt el claroscuro es de gradación de colores paulatinamente más oscurecidos, o mezclados, o alternados, pero bellamente realizados así, nunca dramática o ferozmente ennegrecidos. Porque la sintonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre. El rapto de Europa es la leyenda mítica del rapto de una bella joven fenicia provocado por el dios Zeus, convertido ahora éste en un sorprendente toro blanco, vale, de acuerdo, ¿y qué más dará? Tiziano y otros ya lo habían hecho antes, y escritores clásicos ya lo habían contado además. Ahora Rembrandt debía cantarlo..., no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas inéditas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición nada grandiosa -como sí lo será en Rubens-, más bien original y muy humanizada por un lado; la cercanía de sus personajes, no serán héroes ni heroínas, ni hermosos o bellas figuras, sino seres muy vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, a quienes retratará desmejorados incluso, por otro lado; y, finalmente, los elaborados alardes de unos colores entremezclados que buscarán, sobre todo, emocionar con sus perfiles sinuosos o sus decorados brillantes de lo artificial -los objetos fabricados por el hombre-, algo matizado o neutralizado por el poderoso contraste de lo natural -los elementos de la Naturaleza-, de un paisaje mucho menos rutilante o más sombrío.
Porque en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llegará el gran creador del Barroco a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable. Volviendo a comparar con Rubens, el gran pintor flamenco sí es, sin embargo, un maestro de lo definitivo, de lo más radical. Rembrandt no. Aquí, por ejemplo, ¿no sugiere algo que el toro, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, devolverá al poco a Europa a la orilla donde sus amigas la esperan temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no dará la impresión que, muy pronto, las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde ellos, los personajes tan pueriles, se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza dormida, poéticamente dormida. En Rubens, a cambio, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil pintor holandés, sin embargo, no hay más que belleza, belleza que contará cosas porque hay que contar algo para recrearla. Belleza que pinta porque los colores son lo único que puede contar algo que llegue, realmente, al alma de los que ahora observan, ajenos, las sutiles cosas que pasan en la vida y solo son posibles de expresar con belleza. Sus obras, las obras maestras de este genial creador holandés, solo son posibles de mirar con ojos infantiles, los mismos ojos que, de niños, miraban cosas maravillosas de una Naturaleza y de un mundo que nunca, nunca, terminarían por abandonar, por eliminar o por trastornar, la vida más hermosa de los seres.
(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU; Detalles del mismo cuadro de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632.)

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