Mientras muchos miles de emigrantes españoles y sus familias abandonan Argentina para volver su tierra de origen, unos 3,5 millones de inmigrantes de otros países latinoamericanos, que también habían encontrado acomodo allí, están retornando derrotados y arruinados a sus lugares de origen.
Se descubre ahora que casi el diez por ciento de la población argentina de 36 millones de personas eran inmigrantes chilenos, bolivianos, paraguayos y peruanos, legales o indocumentados.
Ese porcentaje es muy elevado si se tiene en cuenta que las capas económicamente más pobres de Argentina no tenían trabajo: solamente el desempleo juvenil antes del último hundimiento de la economía rondaba el 50 por ciento.
El cinismo con el que los argentinos se analizan a sí mismos justifica con dos explicaciones esta enorme disparidad entre el trabajo que hacían los extranjeros, básicamente en los servicios de todo tipo, y el desempleo de los nacionales:
La más cruel, masoquista, afirma que los hasta argentinos más pobres se creían tan ricos que consideraban innecesario trabajar.
La más sofisticada, sádica, afirma que los argentinos adinerados no le ofrecían trabajo a sus conciudadanos por desconfianza: no era lógico que en un país tan rico hubiera gente humilde, y si la había era porque era feliz así; para qué molestarla haciéndola trabajar.
Visiones feroces y antropofágicas de los argentinos sobre si mismos, que algo tendrán que ver con el derrumbe de su país.
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