Todo un desafío hablar de una una novela que tanto aparenta algo que no es, que hasta su última línea, sorpresiva, extemporánea, torva, sinvergüenza, no se revela como lo que es en verdad, a saber: una puñalada trapera al corazón de la conciencia lavable y bienpensante, un coche bomba en el vestíbulo del World Trade Center de lo políticamente correcto. No se dejen engañar por su supuesto argumento de crónica negra, que es todo una artimaña, una trampa bien camuflada, el bueno de Harman Koch demuestra ser un perro viejo de lo más cachondo y se aprovecha de ese vicio lector que nos da con la primera persona narrativa, cuyo caracter esencialmente confesional nos lleva a creer que el personaje, esa voz narrativa a través de la cual conocemos la historia, nos está contando siempre la verdad. Pero no tiene por qué ser así. No se trata de ninguna ley no escrita ni nada por el estilo. Koch lo sabe. Por eso nos la mete doblada. Juego, set y partido. Bien por el tipo flamenco...
Novela que no es una, que son dos, la primera de ellas una sátira despanochante sobre las clases acomodadas de un Occidente que hace tiempo se perdió en el ombligo de sí mismo y no sabe por dónde empezar a buscarse la pelusa; si desayunar dulce todos las mañanas ya nos ha vuelto a la mayoría unos mierdas y unos gilipollas, qué imbéciles no se habrán vuelto quienes pagan cuatrocientos euros por una cena vestida de oro pero que sabe a porqueriza... El esnobismo hay que pagarlo sí o sí. Pero la carga de profundidad de La cena está en la segunda parte, esa segunda novela dentro de la novela que bien podría pasar por la reactualización del Señor de las moscas de Golding a la jungla de los menús cinco estrellas y la generación Niní. ¡Que no estamos civilizados, hombre, que no! ¡Que es todo un cuento! Que aquí somos todos unos salvajes y unos brutos y que la felicidad a ultranza es una aspiración fatua, un placebo que nos han inoculado desde arriba, como un bacilo, una enfermedad que no mata pero nos tiene bien controlados, con el fin de echar capas de tierra sobre lo obvio: que nos siguen poniendo cachondos la sangre y el instinto animal, que nos cuesta muy poco convertirnos en bestias y desatar el infierno a poco que nos toquen la cría o la manduca. ¿Y quién dirá que no es así con sólo darle cancha a cualquier telediario?
Resumiendo. Mala leche. Mucha mala leche. Mala leche de la buena.