El balance de la JMJ

Publicado el 23 agosto 2011 por Rbesonias



La visita del pontífice Benedicto XVI ha reabierto el debate en torno al papel de la Iglesia Católica dentro de la vida pública española. Seglares disconformes con el boato y la ostentosidad con la que el Papa se presenta ante su feligresía y ciudadanos de diversa confesionalidad, críticos con el modelo actual de relación entre Estado e Iglesia, especialmente en lo referente al gasto público para este tipo de visitas públicas, han manifestado en la calle su disensión. Benedicto XVI sabe que visita una España que ha manifestado una profunda transformación en sus creencias religiosas y convicciones morales; sabe que existe parte de una ciudadanía española disidente con la política exterior y el discurso moral sobre la cultura en Occidente que mantiene con obstinación su papado. Por eso, el primer gesto al entrar en España se dibuja a modo de súplica a la ciudadanía y al Estado español: respetad la identidad y los valores cristianos que poseen muchos españoles. Benedicto aboga por la tolerancia a todas las opciones religiosas en lo que puede interpretarse como una llamada al multiculturalismo (opción poco probable), o más bien como un aviso a navegantes, demandando un amago por parte del ejecutivo hacia posturas amables con el Vaticano.
El Gobierno ha apoyado
la visita del pontífice con todos los medios disponibles por el Estado, en un gesto de responsabilidad tanto hacia los miles de ciudadanos españoles que asistirían a los actos de la JMJ como a los jóvenes que vienen desde fuera de España. Televisión Española ha cubierto la visita en directo, respetando una narrativa informativa cómplice con la población a la que va dirigida esta Jornada, obviando las manifestaciones de protesta que ha generado. En términos de responsabilidad política, las instituciones han respondido con eficacia y respeto, adecuando su voluntad de servicio a la naturaleza del evento.
Aún así, esta visita papal ha generado posturas extremas que más que alentar el entendimiento, propician una dialéctica infértil y crispante. Por un lado están aquellos políticos y ciudadanos que sueñan con una España arreligiosa en donde la confesión católica deje de tener voz pública, y por el otro, aquellos que quisieran recuperar los años dorados del nacionalcatolicismo. Ambos excesos no hacen sino quebrar la posibilidad de un debate sereno y responsable acerca de la relación futura entre Iglesia y Estado. Es evidente que se hace necesario a estas alturas de nuestra democracia abrir un debate político acerca de estos asuntos, aunque éste debe hacerse con prudencia y voluntad de escucha, a menos que queramos involucionar de nuevo hacia posturas dogmáticas, sin dejar hueco al consenso. Los españoles estamos preparados para firmar un acuerdo de no beligerancia, estamos preparados para una Ley de Libertad Religiosa. Los ciudadanos de a pie nos comportamos con respeto hacia cualquier tipo de confesión, comprendiendo el carácter privado de la misma; de igual forma, consideramos grave el intento por parte de cualquier religión de capitalizar la moral y las costumbres de la ciudadanía.
Un consenso de esta naturaleza debiera garantizar dos aspectos esenciales: la aconfesionalidad del Estado y la libertad religiosa de todos los ciudadanos. La función de todo ejecutivo se circunscribe a la protección de la libertad religiosa de los ciudadanos, sin inmiscuirse en sus convicciones y conductas morales, a no ser que éstas contravengan derechos constitucionales. Igualmente, los creyentes -como cualquier otro ciudadano- están en su derecho cuando manifiestan su acuerdo o disenso en cualquier asunto público, siempre y cuando respeten la pluralidad de confesiones y discursos. Este modelo de relación entre Iglesia y Estado tiene sus bases en el laicismo moderno, que considera toda religión una manifestación privada de creencias, ajenas a la competencia del Estado, el cual posee la competencia de dirimir en los asuntos públicos y no en la moralidad de su ciudadanía. Esta no injerencia es bicondicional; la Iglesia institucional debe entender que sus formas de vida no pueden ser extensibles al resto de la población. El sueño dogmático de una España Católica, Apostólica y Romana queda descartado en democracia. Benedicto XVI debe asumir la pluralidad de credos, costumbres e ideologías como una condición sine qua non de la convivencia democrática. La dirección que toman las convicciones morales de la ciudadanía en un período histórico determinado deben responder (en democracia) a su propia voluntad y entendimiento, y en ningún caso deben estar sometidas a la coacción o al privilegio de ninguna confesionalidad. Mal que pese a algunos, España solo puede mejorar su convivencia y cohesión social a través de un ejercicio de tolerancia y respeto a la pluralidad.
Así, cuando el ejecutivo aprueba leyes como la unión civil de parejas homosexuales, está abriendo derechos legítimos de un sector de la población que hasta ahora carecía de ellos, pero en ningún caso limita los derechos del resto de ciudadanos. Leyes como ésta amplían derechos, no los coartan. La Iglesia institucional tiene el derecho legítimo a opinar y disentir acerca de estas leyes, pero no posee competencias para derogar ni inmiscuirse en derechos ajenos. El Estado, con leyes como la unión civil de homosexuales, no está apoyando moralmente unas conductas (este no es ni debiera ser su cometido), sino reconociendo el derecho de este tipo de uniones a poseer iguales prestaciones públicas que el resto de uniones voluntarias. Las conductas privadas y convicciones morales de los homosexuales no son competencia del Estado, como tampoco lo son las creencias religiosas de la ciudadanía.
La ampliación de derechos hasta ahora constreñidos por imposiciones culturales y religiosas de determinados sectores de la población debe ser un objetivo esencial en todo gobierno democrático, al igual que el camino más sensato hacia la convivencia es la cohabitación de todos los credos y opiniones, sin la injerencia dogmática de ningún grupo de presión. Es fácil caer en la postura moral de creerse en la verdad absoluta e intentar imponerla al resto de la sociedad, bajo la convicción de que estamos haciendo lo correcto, de que estamos salvando el alma de nuestros vecinos; sin embargo, también es razonable inferir de esto que la imposición de una moral privada deviene en esclavitud. Solo bajo el arbitrio voluntario del contagio y entendimiento mutuos, mediados por el respeto y la tolerancia, pueden convivir en un mismo espacio y tiempo opciones vitales diversas, sensibilidades dispares, enriqueciéndose mutuamente. El sueño despierto de una Babel democrática fue vista a menudo por puritanos e integristas como una distopía demoníaca. Hoy es ya una invitación plausible a una paz perpetua.
Ramón Besonías Román