El bar de Lee, un poema

Publicado el 22 enero 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg


El bar de Lee está formado por el poemario Móstoles era una fiesta, escrito en 1998, y El calvo del Sonora, escrito en 2008.
Me apetece colgar hoy aquí un poema de El calvo del Sonora, de su segunda parte, titulada En el territorio de los otros. En estos poemas poso la mirada sobre diversos personajes; de los siete poemas que componen esta sección, tres son sobre profesores.
Dejo aquí uno de estos poemas sobre profesores:
PROFESORA DE ALEMÁN CON JUBILADO  Y ADOLESCENTE AL FONDO
Después de la fiesta que suponía Madrid, reclamando su vida de alquileres bajos, sueldos altos y horarios que se cumplen, ya habían regresado al corazón de Europa todas las que fueron mis amigas alemanas, y yo, para aprender su lengua, me inscribí en la Escuela Oficial de Idiomas de Móstoles.
Había abandonado el traje y el portátil (o ellos a mí). Expulsado del centro, cogía ahora en Móstoles el autobús para Fuenlabrada con los obreros de los polígonos. Se acabó el supuesto glamour del joven triunfador en Nuevos Ministerios –afirmaré que nunca consiguieron embaucarme-, el autobús atravesaba solares, fábricas, calles maltrechas… Ahora era profesor en un colegio privado de Fuenlabrada, y aunque tenía que preparar seis asignaturas diferentes (profesor-orquesta), poseía de nuevo tiempo y una ligera nostalgia que se quedó para resguardar lo mejor de unos años de cierto cosmopolitismo. Y estas dos fuerzas, el tiempo recobrado y la nostalgia, me condujeron a aquella clase de alemán que perdía alumnos cada semana, de veinticinco a veinte, a diez… y donde sólo Enrique, jubilado de bigote canoso, podía realmente hablar el idioma, repleto de reglas y excepciones, gracias a su juventud como electricista en una base militar americana, si no me falla la memoria, en Leverkusen. In Deutschland sprechen Sie Deutsch, le decían allí en los años 60, aún con belicoso orgullo herido; y la profesora, nativa -padre inmigrante español- de delgadez enfermiza, profesora cerúlea, hablaba y nadie entendía, la gramática la miráis en el libro. Estallé una tarde, yo no podía elegir como ella entre trabajar o no trabajar, aunque también fuese profesor, más desventajas de la educación privada: yo preparaba seis asignaturas y ella cero. Dos horas de clase, mandaba ejercicios y durante cuarenta minutos leía una revista o se ausentaba del aula. Estallé allí, en la Escuela Oficial de Idiomas de Móstoles, antiguo instituto, las ventanas daban a una pista de baloncesto sin aros en las cestas, grafitis y la naturaleza brotando bajo el asfalto roto.
Un día de visita, entró Meike en la clase como de broma. Su melena rubia iluminó el aula grisácea, provocando una ligera brisa en los posters de Berlín y Lübeck, sonrió la boca cerúlea de la profesora y sobre todo, recuerdo, la sonrisa celebrando lo intocable de Eduardo, un chico que podría haber sido mi alumno en el colegio de Fuenlabrada y que nunca, nunca, consiguió aprender que ei se pronunciaba ai en alemán, que Meike se decía Maike, dos horas dos veces por semana, y no faltaba, ¿para qué iba?, ¿quién le obligaba?, ¿mejoraría en algo su currículum?
Yo estudiaba con ahínco, a pesar del contrato precario, feliz con mi recobrado tiempo libre. Aprobé el primer curso. Luego la vida se embrolló de nuevo y lo dejé. En Alemania hablo yo inglés.