El baúl de las mentiras – @LaBernhardt

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

No recuerda quién le contó que si la vida se ponía fea, la única manera de arreglarla era reescribiéndola.
Escribir cuentos valdría, debió pensar, pero como era vaga e inconstante, el plan de escribir cuentos que le arreglaran/alegraran la vida se fue a la mierda en dos semanas.
Por entonces, pasaba muchas tardes en los cines Astoria; con el carné de estudiante era facilísimo estar horas y horas viendo pelis sin gastarse la pasta que no tenía.
Un miércoles pusieron Desayuno con diamantes y decidió ser como Holly: una chica que repartiría sonrisas al mundo y que escondería en alguna maleta toda la mierda que no podía contar.
Cuando llegó a casa, buscó una maleta parecida a la que la prota de la película tenía, en donde guardaba el teléfono, pero no encontró una tan bonita. Decidió que escondería todo lo feo en un baúl que le regaló, hacía mil, su tía Amalia y lo llamó el baúl de las mentiras.
Había días en los que se encontraba pletórica -lastimica me das hoy, baúl, que hoy no tengo nada feo que esconder- lo miraba y se despedía con un portazo.
Otros, sin embargo, eran un no parar de escribir y guardar: lloraba al gilipollas del que estaba enamorada desde hacía meses y escribía en una hoja “no entiendo porqué no quieres pasar más tiempo a mi lado”. A él, sin embargo, le regalaba una sonrisa de mentira, lo llenaba de abrazos, de risas.
Cuando llegó la primera Navidad desde que comenzó a esconder lo feo, el baúl de las mentiras estaba engordando demasiado, y a dieta en plena orgía de Suchard y de mantecados no se iba a poner.
Esa Navidad, el baúl engordó mucho, tanto, todo.
Engordó con la falta de familia, que se hace más evidente cuando toda la familia se reúne el 24.
Un trocito de papel añadía un peso tremendo en su “no encuentro mi sitio en la mesa de Nochebuena”, y fuera, en el mundo real, ella sonreía y levantaba la copa de vino “me siento donde me pongáis, voy a estar bien en cualquier sitio, gente”.
Engordó el baúl 5 días antes de Nochevieja, cuando se la jugó y le preguntó a su chico: “¿qué hacemos el 31?”, y él, sin despeinarse, le contestó: ” es que ceno en casa y luego salgo con estos”.
Sonrió y le dijo que genial, que se lo pasara de maravilla. Que disfrutara de su familia, de su gente. Que ya se verían después de la resaca, en otro año.
Cuando llegó a casa, abrió el baúl y vomitó en él toda la pena que se mete en el estómago cuando constatas que no, que tampoco y que nunca te va a querer ese tío.
Pobre el baúl de las mentiras, que sólo comía tristezas.
Pobre esta Holly de mentira que sólo dejaba ver alegrías.
Los meses pasan rápido si no miras el calendario y si no escuchas a las fotos, que no dejan de hablar.
Ese año, lleno de mentiras, terminó con sonrisas en la calle y con hojas llenas de llanto en el baúl.
Un día, no le cupo una mentira más y no pudo sonreír al mundo. Así que dejó al tipo que la había hecho llorar tantos días y cerró el baúl, lo llevó al trastero; lo dejó entre la bici estática que utilizó 13 veces y la tabla de surf que nunca llegó a dominar.
Esa misma tarde, fue a IKEA y compró un bote de cristal con tapa de aluminio.
Escribió un Te quiero y lo metió dentro. Cada vez que sintiera la necesidad de gritarlo, lo escribiría y lo dejaría en ese bote.
No recuerda quién le contó que si la vida se ponía fea, la única manera de arreglarla era reescribiéndola.
Hace 311 días que el mundo se está perdiendo sus Te quiero.
Hace 311 días que un bote de IKEA se llama el Bote de los Te quiero, pero ese es otro cuento.

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