Selene contempla la luz. El amanecer la debilita. Sabe que el sol ansía compartir el cielo con la luna, convertirla en su reina y señora. El poderoso astro estira sus rayos sigiloso, se asoma con cuidado, para atisbar durante un instante a su amada, antes de que ésta le descubra y se escabulla de su abrazo. Se eleva poco a poco, sin llegar perder por completo la esperanza. La luna palidece. Los colores brotan. La vida despierta. La tímida luna se desvanece y Selene con ella.
Sin darse por vencido, el sol la persigue. A modo de vigía, viaja por el cielo, concentrado en su búsqueda. Recorre el firmamento y recubre con su fuego incandescente la bóveda celeste. Al llegar al horizonte, extenuado, envía un último rayo con su mensaje. La luz se oculta en las sombras. La luna, temerosa, se asoma con cautela bajo la penumbra del sol dormido. Ilumina con reflejos de nácar el cielo, las estrellas, los cometas y reparte sueños sobre la tierra, entre las pequeñas casas encaladas, los blancos palacios de mármol, los rostros de los niños y de los enamorados. Disfruta al deslizarse sobre los bosques cubiertos de nieve, sobre el rocío escarchado de la hierba. Con la llegada de la aurora su aparente calma se altera y busca un refugio para resguardarse.
Cada mañana, al levantarse, la estrella se enciende en llamas en pos de su amada. La luna desaparece y escapa de esa pasión abrasadora. Día tras día, el astro dorado persevera. Se resigna con apenas entrever la esquiva perla que, noche tras noche, brilla serena entre las estrellas.
La luna huye, el sol la sigue, la tierra rota, se desplaza. La evanescente luna se oculta de día y, a veces, también de noche. La secuencia se repite, cíclica, inalterable. La estrella se agota, apenas llega a alzarse hasta su cenit y, fatigada, se retira más temprano cada tarde. Su amada, confiada, sale cada día antes y, en ocasiones, aún cuelga transparente, casi invisible, en la claridad del cielo de la mañana.
Llueve. Es una lluvia fina, constante, sólo alguna estrella ocasional escapa fugaz entre los huecos del cielo gris. Envuelta entre nubes, la luna contempla el mundo cubierto por una pátina de humedad. Las nubes son frescas, suaves, casi como el mar, pero dulces, sin su sal. Los rayos de sol se filtran entre las gotas de lluvia. Un arcoiris se pinta sobre el cielo, lo cruza de un extremo a otro. Un segundo arco, más débil, corre paralelo al primero, ¡y aún surge un tercero! La luna se mantiene en suspenso, fascinada por el encanto vaporoso de los tonos. Los colores se transforman: rubí, ámbar, topacio, esmeralda, aguamarina, zafiro, amatista. Deja que la cubran y aún su blancura nacarada se transparenta bajo su velo.
El resplandor de aquel beso compartido se posa sobre el suelo de un claro entre árboles. El haz se condensa sobre la tierra y engendra un ser mágico hecho de luz de plata. Una sacudida de sus finísimas crines envuelve la figura en un halo cuajado de destellos. En la pequeña frente, una estrella brilla con el rayo de su hechizo.