Por fin, después de muchos meses, demasiados, he conseguido el libro. Un libro que sólo me ha durado un fin de semana en las manos. Un libro que me ha atrapado, seducido, enganchado, fascinado, apasionado y entusiasmado desde la primera hasta la última página. Un libro que me ha hecho reír, llorar, recordar, pensar y, sobre todo, valorar. Valorar mis sueños, mis errores, las cosas que he hecho y las que no. En definitiva, valorar mi tiempo.
Porque eso es precisamente lo que le falta al casi cuarentón protagonista de esta historia: tiempo. Tiempo para disfrutar de Rebe, su mujer, y de Carlitos, su hijo. Tiempo para reír, para besar, para acariciar, para jugar. Tiempo para vivir. Tiempo para ser feliz. Por eso se siente atrapado. En su casa, en su trabajo de informático, en su coche, en casa de sus padres, en casa de sus suegros. Para él todo es una cárcel.
Se siente preso. Encerrado en su propia vida, en su día a día. Encarcelado por una rutina que le atenaza, que no le deja ser feliz, que no le deja ser él. Que no le deja correr, escapar, huir ni respirar. Una rutina en la que hoy siempre es igual que ayer y mañana, siempre igual que hoy. Una rutina en la que sólo vive de casa al trabajo y del trabajo a casa. Y los fines de semana tampoco son mejores. De casa al supermercado y del supermercado a casa. Eso no es vida.
Una rutina tan asfixiante, una rutina que desgasta tanto que un simple bolígrafo de gel verde consigue absorber la atención, la ilusión y la pasión del protagonista. Un bolígrafo que, como todos los demás, acaba perdiendo y su búsqueda, obsesiva, irracional, ilógica y neurótica le empujará a intentar descubrir la vida, los secretos y la cara oculta de sus compañeros de trabajo, incluido su propio jefe, Rafa, un antiguo compañero de universidad que se ha convertido en un prepotente, chulo y maleducado que lo único que ha hecho en su vida es dar un braguetazo.
El protagonista, del que ni siquiera conocemos su nombre, pero sí sus recuerdos de infancia, sus vacaciones en un pueblo de La Mancha y en los Pirineos, su amistad con su amigo Toni, la relación con sus compañeros de trabajo y la relación con Rebe y con Carlitos.
Una relación que se enfría, que se escapa, que desaparece sin que ninguno quiera, sepa o pueda hacer nada para evitarlo. Una relación en la que el cariño, el amor, la pasión han dado paso a la indiferencia, la soledad y el silencio. Una relación en la que ni siquiera hay sitio para el odio, el rencor, las discusiones o los insultos. Una relación de la que ya no queda nada.
Por eso el protagonista quiere huir, escapar, comenzar una nueva vida, empezar de cero lejos, muy lejos. Lejos de la rutina y de las cárceles. Pero no se atreve, no quiere hacerlo solo. Quiere marcharse con Rebe y con Carlitos, aunque no tenga la valentía para hablarles de su plan. Es cobarde, muy cobarde. Lo sabe. Y eso es lo que más le duele.
Poco a poco, día a día, semana a semana, su vida cambiará, atará los lazos que unen el pasado con el presente y el presente con el futuro y descubrirá cosas, muchas cosas, demasiadas, de sus compañeros de trabajo, de su mujer, de él mismo. Cosas que alegran pero que también duelen. Mucho. Demasiado.
El bolígrafo de gel verde es una historia actual, fresca, urbana. Una historia cercana, tan real, tan triste, tan dura como la vida misma. No sabemos su nombre, pero el protagonista podría ser un vecino, un conocido, un amigo, un familiar o nosotros mismos. Su desesperación, su tristeza, su soledad, su rabia, su impotencia, su dolor son tan suyos como nuestros. Por eso sufrimos, reímos, lloramos y soñamos con él. Con un personaje al que es imposible no cogerle cariño. Porque es como tú, como yo, como nosotros. Y eso lo hace único, entrañable, cercano, querido e inolvidable. Tan inolvidable como un texto escritor con un bolígrafo de gel verde.