Lo veo todos los días, muy temprano, cuando voy en el coche camino del trabajo. Es negro retinto, como diría mi padre, supongo que africano. Llega caminando despacio, con el ritmo de quien no tiene nada en perspectiva para las próximas horas, días, semanas… y se sienta en la parada de guaguas. No sé si quiere ver el mar pero lo que se encuentra delante es un inmenso crucero, que atraca tan cerca que puedes ver con detalle los enormes salones tan bien iluminados, los camarotes elegantemente decorados, los pasajeros paseando por la cubierta o desayunando en alguna de las cómodas terrazas desde las que puedes disfrutar de las vistas de la ciudad y del olor a mar.
Normalmente tiene la mirada perdida, no se fija si pasaste por delante de él y no se da cuenta de que te paraste a dejarle unas monedas.
Suele boxear contra un enemigo imaginario, no pega fuerte, sólo sacude los brazos como si quisiera ejercitarlos pero sin hacer daño a su contrario invisible.
Invisible como él porque la gente hace como que no lo ve y eso es igual que no verlo. Si acaso, se escapa una miradilla de reojo, no sea que al boxeador invisible le dé por ponente de carne y hueso, como tú y como yo.
El boxeador invisible no sólo tiene la desgracia de ser pobre, igual es un inmigrante más que dejó atras su entorno para meterse en esta ratonera de isla en la que no tiene apoyo y de la que seguramente no va a poder salir. Lo peor es que da un poco de miedo, no sé si por su aspecto, por ese empeño de boxear continuamente, por ser tan negro o por tener alguna enfermedad mental. O será todo en conjunto lo que hace que la gente más que no verlo, le huya.
Si lo ves por ahí, igual tienes en el bolsillo un par de euros para dejarle. No te va a dar las gracias, eso seguro. Tampoco las mereces. No es mérito tuyo estar en condiciones de darle algo, sólo has tenido más suerte que él.