La cajera tiene entre 30 y 40 años y algo en ella me hace pensar que es madre y que no ve la hora de llegar a su casa para ver a sus niños antes de que se duerman. Está cansada, son más de las ocho y afuera está la noche de la ciudad más peligrosa del planeta según mi particular opinión.
La cajera me entrega una barra que dice "caja cerrada" para que la ponga justo después de la mercancía que voy a pagar. Lo hago de inmediato. Y poco después llega una mujer con cuatro o cinco productos.
Puede ser una secretaria ejecutiva, la dueña de una tienda, la contadora de una empresa. No lo sé. No sé cómo se llama, cómo ha sido su vida, cuál es el ambiente que tiene en su casa. No parece ni infeliz ni feliz. Es sólo una clienta más, apurada porque están cerrando el auto mercado, que ha colocado lo que va a pagar en la cinta transportadora pese a que yo he puesto delante de ella una barra que dice "caja cerrada".
Pasan unos segundos. La cajera pasa la retícula de luz escarlata sobre los códigos de barra de mis productos. De pronto, percibo con el rabillo del ojo un movimiento del brazo, un gesto silencioso y veloz de la mujer que me sigue. Poco después la cajera también se da cuenta. La mujer ha pasado la barra a la caja de al lado.
La cajera me pregunta por la barra. Le digo que la puse donde me pidió que la pusiera. Y le pregunta a la mujer. Y la mujer contesta, mirando al piso, sin inmutarse: "No sé". En la caja de al lado, donde puso la barra, la otra cajera pregunta quién puso esa barra ahí, pues no ha recibido la orden de cerrar la caja. Viene un gerente y le pregunta por qué está ahí. Ella dice que no sabe. Hay un momento de confusión.
La cajera que me atiende reprime a duras penas la impotencia y la rabia. Le dice a la mujer que me sigue: "Ya que movió la barra, por lo menos acerque las cosas". No le reclama más nada; tal vez intuye que la que saldría perdiendo sería ella, y no puede poner en riesgo su empleo. La mujer no abre la boca y adelanta sus cosas mientras yo embolso las mías.
Ella, la clienta que ignoró la pequeña prohibición que sólo la obligaba a ir a cualquiera de las otras cajas que no tenían colas de clientes, salió ganando.
Yo me quedé preguntándome si debí enfrentarla, denunciarla. Y no he podido olvidar ese pequeño gesto de individualismo amoral. Ni dejar de pensar en cómo tomó esa decisión, con qué frecuencia hace cosas como esa, cuánta gente las hace todo el tiempo.
Ese "no sé". Esa violación a las normas, esa falta de respeto hacia los demás. Ese solo movimiento de un brazo.