Leí El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina en el verano de 1992, al mismo tiempo que me adentraba en las páginas de El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Ahora, casi treinta años más tarde, vuelvo al famoso drama, que me sigue pareciendo tan admirable desde el punto de vista literario como hediondo desde el punto de vista humano. Nunca he sentido la menor admiración por las personas (ni por los personajes) que se jactan de pisotear, burlar o desdeñar a quienes les rodean; así que la figura de don Juan Tenorio no podía provocarme ningún sentimiento positivo.En efecto, la forma en que burla a la duquesa Isabela, a la pescadora Tisbea, a la recién casada Aminta o a la hermosa Ana provocan en mí una inmediata repulsa, porque don Juan no siente nada por ellas. De hecho, afronta sus seducciones de un modo veloz y espurio, mientras le ensillan el caballo con el que tiene previsto la huida. Se trata tan sólo de “vencerlas”. Es decir, de “burlarlas”. Es decir, de destruir su dignidad mediante la lisonja, el sexo furtivo y las falsas promesas. El destino que el dramaturgo le reserva al burlador al final de la obra me parece bastante más razonable que la mermelada ripiosa con la que Zorrilla embadurnó a su remodelado protagonista en su versión de 1844.Por suerte para la historia de la literatura, fray Gabriel Téllez le pone a todos los comportamientos nauseabundos de su personaje un ritmo poético de poderosa eficacia, y lo salpimenta con la cordura de su asistente (Catalinón), la rectitud de su padre (don Diego) o las atinadas referencias clásicas (Eneas, Julio César, Medea, Jasón) que introduce en sus versos; y logra que la lectura sea un placer.
Leí El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina en el verano de 1992, al mismo tiempo que me adentraba en las páginas de El evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Ahora, casi treinta años más tarde, vuelvo al famoso drama, que me sigue pareciendo tan admirable desde el punto de vista literario como hediondo desde el punto de vista humano. Nunca he sentido la menor admiración por las personas (ni por los personajes) que se jactan de pisotear, burlar o desdeñar a quienes les rodean; así que la figura de don Juan Tenorio no podía provocarme ningún sentimiento positivo.En efecto, la forma en que burla a la duquesa Isabela, a la pescadora Tisbea, a la recién casada Aminta o a la hermosa Ana provocan en mí una inmediata repulsa, porque don Juan no siente nada por ellas. De hecho, afronta sus seducciones de un modo veloz y espurio, mientras le ensillan el caballo con el que tiene previsto la huida. Se trata tan sólo de “vencerlas”. Es decir, de “burlarlas”. Es decir, de destruir su dignidad mediante la lisonja, el sexo furtivo y las falsas promesas. El destino que el dramaturgo le reserva al burlador al final de la obra me parece bastante más razonable que la mermelada ripiosa con la que Zorrilla embadurnó a su remodelado protagonista en su versión de 1844.Por suerte para la historia de la literatura, fray Gabriel Téllez le pone a todos los comportamientos nauseabundos de su personaje un ritmo poético de poderosa eficacia, y lo salpimenta con la cordura de su asistente (Catalinón), la rectitud de su padre (don Diego) o las atinadas referencias clásicas (Eneas, Julio César, Medea, Jasón) que introduce en sus versos; y logra que la lectura sea un placer.