Mil partidos después, Alex Ferguson continúa estando donde quiere estar y haciendo las cosas a su manera. El entrenador más laureado de la historia del fútbol inglés se ha granjeado un currículum de prestigio, recolectando enemistades y mostrando continuos flashes de carácter. Sobre su figura, se admite el recuerdo, el debate o la divagación, pero nunca el juicio. El tiempo pone a cada uno en su sitio y ha demostrado sobradamente que el lugar de Sir Alex es el banquillo de Old Trafford. Tras veintiséis años en el cargo, sus detractores empiezan a claudicar y a reconocer que sí. Que, por lo general, Fergie sabe lo que hace.
Alex Ferguson se ha convertido en la constante de la Premier League. Como Penny fue la de Desmond Hume. Constantes como son Ana Blanco en los telediarios públicos, Ryanair en los mostradores de reclamaciones de Barajas, la melancolía en Los Secretos o la crispación en nuestra sentida España. El fútbol inglés no se entiende sin Ferguson. Solo aquellos con hijos talluditos recuerdan un Manchester United sin él. Y solo los red devils valientes de espíritu pueden imaginárselo sin él. Esto no quiere decir que no haya supporters que quieran ver un cambio en el banquillo y en el mando real del club. Es el peaje a pagar por ocupar un puesto de máxima responsabilidad gestora y deportiva durante veintiséis años y, además, hacerlo de cara. Sin chulería, pero con orgullo. Con la autoridad por bandera y la evolución como mástil, Sir Alex ha publicado sin florituras su propuesta sobre cómo gestionar un club deprimido en los ochenta y convertirlo en el gran dictador del fútbol inglés en la época de las nuevas tecnologías. Es seguro que a los puristas de la metodología contemporánea les cuesta reconocer los méritos de Ferguson. No están de moda los jefes con tintes ocasionalmente dictatoriales, con arrebatos de porqueyolovalgo como contraposición a verdades comúnmente aceptadas. Y son sus máximos exponentes deportivos, como Sir Alex, los que sufren las críticas en momentos de fracaso y reflexión, como el final de la pasada temporada. Asumiendo tanto la lógica como el oportunismo de los ataques a su figura, el desgaste resulta tan cortés que no quita lo valiente y queda claro que algo debe haber hecho bien este escocés de 71 años nacido en Govan, Glasgow, para poseer tan cortante palmarés.
Es difícil resumir los logros de Alex Ferguson sin provocar el bostezo entre cifras y nombres de títulos. Vamos a intentarlo de un modo fugaz. Con el United ha sumado 37 títulos, entre ellos 12 ligas nacionales, 10 Community Shield y 4 copas de la liga, además de sus dos Champions League y su Copa Intercontinental. El reconocimiento estadístico se plasma en su nombramiento como mejor entrenador de la historia por parte del IFFHS. El ego clasista del escocés quedó alimentado en 1999 con su denominación de Caballero del Imperio Británico. ¿Cómo vive un escocés ese momento, para algunos, un tanto peliagudo? Pues como siempre hace Ferguson, con una aplastante naturalidad dibujada en sus ojos, vivos y observadores, pero profundamente estáticos. Sus comienzos en Escocia estuvieron marcados por las dificultades para compatibilizar su carrera futbolística con su frenética actividad en el movimiento sindical. Una vez decidido a profesionalizarse, el chico Alex mantuvo unas grandes cifras goleadoras en sus equipos hasta llegar a la élite escocesa en el Dumfermline. Un error de marcaje en una final de Copa, un equipo protestante y una mujer católica sembraron la discordia sobre las verdaderas causas por las que Ferguson sería relegado al filial tras la derrota en aquel partido. Comenzaban los tumultuosos setenta y el jugador ya miraba hacia el banquillo. Tras convertirse en jugador-entrenador en Farkik y pasar por varios clubes, Alex comenzó a ser Ferguson en el Saint Mirren. Cogió a un equipo de media tabla de la Second Division y en tres años le hizo campeón de la First. En 1978, Fergie sufrió el único despido de su carrera debido a varias supuestas violaciones de contrato, adjudicación de primas no autorizadas, intento de obtener ventajas fiscales, etc. Queda claro, que desde sus comienzos como manager, Ferguson nunca se ha independizado de su aureola polémica.
Tras la historia conocida en Aberdeen (ocho títulos en seis años), el escocés llegó a Manchester. Los comienzos fueron, como él mismo ha declarado, “la época más oscura de mi carrera”. La majestuosa resaca del mejor Liverpool de la historia y el auge de sus vecinos toffees hicieron que Ferguson no ganara ningún título hasta 1990. En su primera temporada, el United solo ganó un partido fuera de casa. En Anfield. ¿Una premonición de la remontada de palmarés que se avecinaba? Imposible preveerla, desde luego, pero el dato resulta cuanto menos misterioso. ¿Que vendría después? Resumiendo de un modo demasiado crudo, llegaron el Leeds y Cantona. Tras ellos, vino la Premier League. Y como si Cantona conociera el romance entre la nueva mujer y el viejo amante, fichó por el United. El resto es un guión sumamente conocido.
¿El secreto de Ferguson es no tener secretos o acaso es parecer que no los tiene? Queda claro que uno de sus principios de trabajo viene marcado por la demostración de la autoridad. La disciplina jerárquica como creencia para obtener lo mejor de un grupo; claro, que ese tipo de mando lo ejerce alguien que confía ciegamente en sus posibilidades, además de alguien que siente ese tipo de confianza de aquellos que podrían renegar de él. Fergie desprende seguridad, en él mismo y en sus métodos y así se lo hace ver a sus jugadores. Es, lo que se dice, un tipo serio en el trabajo que, además, sabe y quiere rodearse de los mejores profesionales posibles. No duda en actuar cuando piensa que la pirámide de responsabilidades se ve alterada. En el Aberdeen protagonizó varios capítulos de este estilo, como cuando multó a uno de sus jugadores por haberle adelantado en la carretera. También tuvo problemas con Joe Harper, un delantero que dio una opinión demasiado sincera (mala) de la táctica empleada durante un partido al ser preguntado por el propio Ferguson en el vestuario. La historia acabaría con multitud de gritos en una reunión privada. Años después, Harper se convirtió en locutor de una radio de Aberdeen. Fue despedido cuando los jugadores del equipo dejaron de hacer cualquier tipo de declaración a la cadena. Ferguson se lo había prohibido en uno de esos actos que hoy en día se tildarían de mourinhistas.
Pero, como decía Sir Francis Bacon, la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad. Fergie no es solo mando. Su estricto acento y sus rudas formas esconden un alineador y un gestor de plantillas que es plenamente consciente de la importancia de la evolución en el fútbol moderno. Sin llegar a las variantes tácticas de Guardiola ni a los pinganillos de Luxemburgo, él se vanagloria de conocer las bases fundamentales que se necesitan para regenerar un equipo año tras año. En 1995, en plena época cantoniana y con los títulos como castigo, Ferguson decidió vender a varios de sus mejores jugadores ante la incomprensión de la afición. Ince, Kanchelskis y Hughes se marchaban a grandes equipos europeos. La jugada tenía motivos para el mister. “Hay que adaptarse, organizar los egos y las personalidades y motivar a quienes lo tienen todo. Esta parte del trabajo es esencial”. El manager del United detectó relajación en varios de sus puntales y no dudó en sacarles de la plantilla. Eso sí, las cartas estaban marcadas. Ferguson tenía pensado darle paso a la mejor y más talentosa hornada de jugadores canteranos desde los Busby Babes. A saber…David Beckham, Paul Scholes, Ryan Giggs, los hermanos Neville…el fútbol acabaría dándole la razón al entrenador y otorgándole el nuevo mando del fútbol europeo a ese Manchester United que tantas simpatías despertaba. Aquel equipo era desparpajo, creatividad, personalidad y mucho fútbol en una Inglaterra ávida de clubes realmente competitivos en Europa. Cinco ligas más hasta el nuevo siglo, destacando el triplete en 1999, con aquella asombrosa final de Champions League ante el Bayern de Munich. La suerte sonreía al, ya por entonces, Caballero del Imperio Británico.
Ferguson considera una gran y verdadera sentencia aquella que antepone la dificultad de mantenerse a la dificultad de llegar. “No hay que dejar pasar demasiado tiempo sin fichar. Esto crea un exceso de comodidad”; es esta una declaración que parece lógica pero que no muchos entrenadores llegan a asimilar internamente y a llevar a cabo después. Otra virtud contrastada de Sir Alex es su capacidad para moverse en diferentes ecosistemas, tanto en los lodos de la satisfacción no deseada como en el hipnótico y gustoso éxito. Llevó al cielo a St. Mirren, Aberdeen y Manchester United y lo hizo escalando con astucia desde el infierno (o, al menos, desde una realidad insustancial). Ya en Old Trafford, ha sabido salir adelante con continuos cambios en la plantilla, buscando la mejora pero respetando los símbolos del equipo, siempre y cuando ellos no se antepusieran al buen funcionamiento del club. O eso decía Ferguson. Sus encontronazos con la prensa, con la BBC (a raíz de un documental sobre los intereses de su hijo en el United), con compañeros de profesión y con árbitros han sido frecuentes temas de comentario en Inglaterra. Los jugadores no se han librado. Ince, Stam, Yorke, Van Nistelrooy, Heinze y, sobre todo, Beckham abandonaron el club con diferentes problemas con el manager. El caso de David fue paradigmático de todos los ejemplos. Éxito, choque de caracteres (incluyendo anécdota bizarra con la bota estrellada contra la frente de Becks) y salida tormentosa del equipo era la sucesión de actos de la representación de salida del teatro de los sueños. Conviene añadir un epitafio al drama. Con el paso de los años, nadie ha hablado ni habla mal de Alex Ferguson. Esa regla sacada de la manga, “el club siempre queda por encima”, se entiende como justificación para todos aquellos protagonistas que mantuvieron unas palabras con el escocés. Al final, los hijos siempre vuelven a casa de los padres.
En varias ocasiones ha amenazado con retirarse. Incluso llegó a relacionarse la marcha deportiva del equipo con los rumores sobre un posible anuncio. Sin embargo, parece que Ferguson ha terminado por aceptarse a sí mismo con el paso de los años. El hombre Alex ha claudicado al personaje Sir, aquel tipo arisco, laborista, adicto al fútbol y tan hincha del United que su mayor pasatiempo era enzarzarse con Benítez o hablar sobre Wenger con cierta superioridad moral. Si Ferguson viera un resumen de su actuación durante los últimos veintiséis años, se sacaría defectos y pensaría en lo que dejó de conseguir. Sin embargo, al acabar la película no podría hacer más que aplaudir. El fin no siempre justifica los medios, pero Fergie está orgulloso de sus logros. Se considera afortunado, se sabe querido y reconocido y disfruta con su vida y con su trabajo. Dicen los que le conocen que su reto es estar al frente de la próxima regeneración del United, que confía en el Financial Fair Play y en la producción de la cantera diabla para encabezar el fútbol europeo en un lustro; cuando los demás estén con el agua al cuello, Sir Alex apelará al trabajo, al orgullo, a la fidelidad a unos colores. Llegarán sus últimos trucos y, aunque todos tengamos la mirada en la chistera, seguiremos sin ver de donde sale el conejo. Y es que, a veces, los secretos son eternos.
Artículo incluido en el nº2 de Lineker Magazine:
http://es.calameo.com/read/001709736099a93c1ff55
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