No tiene, desde luego, ninguna innovación argumental reseñable, ni un estilo que marque época, pero la breve novelita El caballero invisible, de Valerio Massimo Manfredi, resulta amena durante su desarrollo y ofrece en sus últimas páginas alguna que otra sorpresa culturalista, que el lector más avezado recibirá con una sonrisa.La acción arranca cuando el caballero templario Antonius Bloch entrega al caballero Jean de Roquebrune un fardo para que lo deposite en las manos del arzobispo Esteban José de Ururoa. A partir de ese instante, todos los sucesos que se van encadenando (y que narra el joven asistente del caballero, cuyo nombre no descubriremos hasta la página final) resultan trepidantes o sospechosos: ese inquieto sacerdote llamado Felipe Montego, que se empeña en acompañar al señor de Roquebrune en su aventura; esos moros omnipresentes que no les dan tregua con su acecho; esos combates acaecidos junto a puentes o en viejas ruinas monacales; o, por fin, la llegada a Compostela, donde descubrirán todos los matices del enredo en que unos y otros han sido manipuladores o manipulados.El traductor, cuyo nombre no invoco por discreción, anda poco fino en algunas fórmulas cacofónicas (“caballo bayo ya ensillado”, p.23), en algunos manejos preposicionales (“Me quedé sentado en aquella mesa”, p.36) y en otras secuencias menos soportables (“Delante nuestro”, p.89).
No tiene, desde luego, ninguna innovación argumental reseñable, ni un estilo que marque época, pero la breve novelita El caballero invisible, de Valerio Massimo Manfredi, resulta amena durante su desarrollo y ofrece en sus últimas páginas alguna que otra sorpresa culturalista, que el lector más avezado recibirá con una sonrisa.La acción arranca cuando el caballero templario Antonius Bloch entrega al caballero Jean de Roquebrune un fardo para que lo deposite en las manos del arzobispo Esteban José de Ururoa. A partir de ese instante, todos los sucesos que se van encadenando (y que narra el joven asistente del caballero, cuyo nombre no descubriremos hasta la página final) resultan trepidantes o sospechosos: ese inquieto sacerdote llamado Felipe Montego, que se empeña en acompañar al señor de Roquebrune en su aventura; esos moros omnipresentes que no les dan tregua con su acecho; esos combates acaecidos junto a puentes o en viejas ruinas monacales; o, por fin, la llegada a Compostela, donde descubrirán todos los matices del enredo en que unos y otros han sido manipuladores o manipulados.El traductor, cuyo nombre no invoco por discreción, anda poco fino en algunas fórmulas cacofónicas (“caballo bayo ya ensillado”, p.23), en algunos manejos preposicionales (“Me quedé sentado en aquella mesa”, p.36) y en otras secuencias menos soportables (“Delante nuestro”, p.89).