El Cairo

Por Evaletzy @evaletzy
Alguna hora de la madrugada. El canto de un almuédano desde el minarete de alguna mezquita cercana te despierta: «Allāhu Akbar, Allāhu Akbar». Eso es lo único que entiendes: «Alá es grande». Es la llamada a la oración. Piensas en la potencia que tiene el altavoz para que estés escuchando al almuédano como si estuviera cantando al lado tuyo.
8 de la mañana. Sales del hotel. Tu príncipe está a tu lado. Tu cámara, dormida aun dentro de su funda, cuelga de tu hombro. El cielo viste de gris. El Nilo perfuma tus fosas nasales. En la vereda/acera ves un cartel enorme con una bocina tachada. No hay que ser muy listo para saber que significa «prohibido tocar bocina». Sin embargo, el aire no es de oxígeno, sino de sonoros bocinazos.
8 y minutos. Paras un taxi. No tiene taxímetro. Le preguntas cuánto te cobra para llevarte donde deseas. Te dice una cifra desmesurada. Le regateas. La baja, muy poco. Le dices que no. Te alejas. El taxista deja su vehículo en marcha en doble fila, desciende y te sigue. Baja un poco más su precio, pero tú sabes que el viaje no cuesta esa suma. Cuando habla el taxista mira a tu príncipe, a ti no te dirige la mirada, tienes la sensación de que no quiere tratar contigo, a lo mejor porque eres mujer. Tu príncipe no habla inglés, por ello la situación la estás manejando tú. El taxista te dice que le pagues lo que pide; tú no quieres seguir regateando. Te subes a su vehículo. No sabes en qué momento pudiste pensar que tendría cinturón de seguridad. Mientras el hombre conduce tus vísceras sufren múltiples ataques de pánico.
9 de la mañana. Llegas a Guiza. ¿Cuántas veces viste a esas tres enormes Señoras con cuerpos de piedra en fotos? ¿Decenas? ¿Centenas? ¿Miles de veces? Tus ojos se posan en la pirámide de Keops, pasan a Kefrén y de ésta a Micerinos. Gordas lágrimas rellenas de felicidad plena ruedan por tus mejillas. Tu cámara y tú estáis aturdidas por tanta historia, por tanta belleza, por tanta magia. Antes de entrar en Kefrén te previenen: «el espacio es angosto». «Un claustrofóbico de acá no sale vivo», piensas mientras recorres agachada el estrecho túnel que mediante subidas y bajadas te conduce al interior de la pirámide donde alguna vez hubo un sarcófago. Al salir visitas esa estatua, que aunque se la cree femenina, en realidad es un rey con cuerpo de león: La Esfinge.
1 del mediodía. Entras en el Museo del Cairo. Jamás te imaginaste que podía existir un sitio más maravilloso. A tu cámara le habría encantado encerrar gran parte del mismo en su interior, lástima que la que está encerrada es ella, estará aburrida dentro de la taquilla en la que te hicieron dejarla. Las joyas de la tumba de Tutankamón son de una belleza estremecedora. También lo son sus sarcófagos y su pequeño trono. Su máscara funeraria de oro y turquesas te embelesa, te transporta a otra época, te sientes faraona por un momento; a lo mejor tú fuiste Hatshepsut y no lo recuerdas. El museo es un sinfín de vitrinas, de salas, de esculturas por doquier; piensas que podrías vivir en él dos meses y probablemente no lo habrías visto todo.
3 de la tarde. Entras a comer en un sitio lleno de cairotas. En Europa Sanidad habría cerrado el lugar en el que te encuentras antes de que abriese. Hay un hombre detrás de una barra sobre la que apoyan un montón de cacerolas grandes. No distingues bien qué se come, pero no te importa, tú quieres ingerir lo que los cairotas ingieren. Le preguntas en inglés qué opciones hay. El egipcio solo sabe decir dos palabras en esa lengua: «Mix? Yes?». Le dices que yes y vuelves al lado de tu príncipe con dos platos que tienen un poco de cada cacerola. En la mesa hay una jarra de metal que adentro tiene agua con especias que tú no conoces. Ves que la gente a tu alrededor le echa a su plato. Las guías turísticas te dijeron hasta el hartazgo que no bebieras agua ni tomaras nada crudo. Echas un poco del contenido de la jarra sobre tu comida; tu príncipe también. No habrá colitis o gastroenteritis que te quite le comido. ¡Exquisito!
4 de la tarde. Te sacas las zapatillas y las pones en unos pequeños cubículos de madera que están al aire libre. Piensas lo divertido que sería si al salir tu calzado no estuviera allí, el hotel no está cerca, e ir descalza por las calles del Cairo podría llegar a ser toda una experiencia. Entras en la mezquita de Al-Rifai. Tu cámara está feliz y ansiosa por captarlo todo, y a ello procede; quiere vengarse por las privaciones de las que fue víctima en el Museo del Cairo.
4 y media. Sales de la mezquita de Al-Rifai, te calzas, caminas unos pocos pasos, te descalzas, colocas tus zapatillas en otro cubo de madera y entras en la mezquita del Sultán Hassan. Tu cámara padece otro ataque de felicidad, pues si hay algo que le encanta es la arquitectura mameluca.
5 de la tarde. Estás en el mercado Jan el-Jalili. Hay tiendas y más tiendas; todas venden más o menos lo mismo: pirámides de diferentes materiales, colores y tamaños; gatos esculpidos en variadas piedras; mil modelos de shishas, narguiles, cachimbas, hookahs, pipas de agua: todos sinónimos para referirse al mismo objeto para fumar. También venden papiros con tu nombre, tu signo, con escenas del Libro de los Muertos o con el dibujo que desees que decore alguna de las paredes de la casa que te espera en tu occidente natal. Te sientas a tomar un té. Pagas 30 libras egipcias por cada uno; más caro que en Europa.
5 casi 6. Cruzas una avenida por un puente que va por arriba de la misma y, como por arte de magia, el mercado Jan el-Jalili pasa a ser otro: ya no tiene una cuidada vereda/acera de baldosas rectangulares sino que calle y vereda son una, y son de tierra; las tiendas no tienen vidrieras/escaparates llamativamente decorados, ni venden souvenirs; todos son puestos de chapa y madera abiertos a la calle. No hay un solo turista. Carnes y moscas, frutas y pescados, verduras y especias conviven entre esos calurosos aires. Todo es caótico, para tu mirada occidental, por supuesto.
7 de la tarde. No sabes bien dónde te has metido; doblaste en una calle que salía del mercado y ahí estás, en un barrio cuyo nombre desconoces. No sabes si deberías tener miedo. La gente te mira, mucho. No hay una sola mujer con la cabeza descubierta. Querrías haberte comprado un pañuelo para cubrir tu pelo, piensas que debe ser su color claro y el hecho de que esté suelto lo que les llama la atención. Todas las mujeres llevan hiyab; algunas miran la calle a través de la redecilla de un burka. Tu príncipe es moreno, de tez más oscura que la tuya y tiene la barba crecida; pareciera que eso lo convierte en invisible porque a él no lo miran. La gente es muy amable, te dicen «welcome» y te preguntan «where are you from?» a cada paso que das. Les respondes de modo escueto; te gustaría preguntarles cosas a ellos también pero el miedo te paraliza, no sabes por qué se interesan en ti. Tu corazón se conmueve ante su simpatía; tu mente occidental desconfía. Pero cuando sales del barrio te das cuenta de que no querían hacerte nada, solo tenían curiosidad, o querían practicar su inglés. Te arrepientes de no haberles hablado más, de no haber sido más abierta.
7 y algo. Caminas por una gran avenida. Mucha gente pide en la calle. Un anciano hurga dentro de un gran cubo de basura. Te acercas y le das un generoso billete. Ni bien lo tiene en su mano lo besa varias veces y te agradece con una sonrisa en la que no hay un solo diente. En ese momento sabes que esa sonrisa suya te acompañará durante muchos años.
8 de la tarde. Te sientas en una mesa en la terraza de un bar. Pides dos tés y una shisha con tabaco de manzana. La televisión está al aire libre. Hay fútbol y juega la selección de Egipto. Eres la única mujer en más de cincuenta mesas. Un chico al que le calculas doce años te trae la bebida y la shisha. La enciende. Fumas; tu príncipe también. Se acerca un joven y, valiéndose de un excelente inglés, te dice que a la shisha le pongas la boquilla que tienes frente a ti. Tú ni sabías para qué era el trozo de plástico blanco que en tu mesa se encuentra. El joven se ríe porque no puede creer que hayas fumado directamente del metal de la shisha. Por cada té te cobran 2 libras. Es exactamente el mismo té que tomaste en la parte turística de Jan el-Jalili esa tarde y pagaste quince veces más. Pasado un rato el chico al que le calculas doce años acomoda las brasas de tu shisha. Tú lo dejas hacer, pues no tienes ni idea. Te explica algo, pero lo hace en árabe. Tú no hablas ni entiendes el árabe; todavía. Los hombres a tu alrededor están muy contentos: Egipto le gana por dos goles a Argelia y es la semifinal. El partido se transmite desde Angola y es la Copa de África lo que se juegan. Egipto será campeón de la misma, pero eso tú todavía no lo sabes, tampoco los hombres que a tu alrededor se encuentran fumando y bebiendo tés animadamente.
10 de la noche. «Mix? Yes?». Otra vez dices que yes, y te sientas a cenar un plato en el que distingues arroz, pero lo demás no sabes qué es. Le echas un poco del agua con especias que hay en la jarra de metal sobre la mesa. Se la pasas a tu príncipe quien, mientras se echa, te pregunta: «Letzy, ¿no es esta ciudad uno de los sitios más mágicos en los que estuviste en tu vida?». Tu feliz mirada responde elocuentemente a su pregunta...