El rojo era su color favorito, pero apenas si tenía prendas de este color. Para ser honestos, Rubén solo tenía un par de calcetines rojos que, además, eran sus preferidos. Eran unos calcetines de algodón, suaves y muy calentitos. También eran sus calcetines de la suerte porque siempre le pasaban cosas buenas cuando se los ponía.
En realidad, como los utilizaba tantas veces, era normal que los relacionase con situaciones positivas. Rubén era un hombre con suerte. Tal era la sonrisa que diosa fortuna le brindaba, que aquella noche tenía una cita. Y no una cita cualquiera sino con la mujer de los sueños de todo hombre.
Rubén tendría suerte, pero físicamente no destacaba. Era moreno, con el pelo encrespado y gafas de pasta marrones. Estatura media, bajo más bien para ser un hombre, y los años le habían caído como una losa en el último lustro. Aún así, era gracioso. Tenía estilo al vestir, a excepción de cuando se ponía sus calcetines rojos, y tenía dinero. Un punto que agradaba a muchas mujeres. La cuestión es que ligaba bastante.
Como se decía, Rubén tenía una cita con la mujer que más éxito tuvo aquellas Navidades en el Sweet Desired Hotel. Parecía una modelo, es más, todo el personal, desde el director hasta el último friegaplatos, estaba convencido de que lo era. Y no solo destacaba por su físico, si no por su educación y cultura. Las oportunidades así lo habían demostrado.
Rubén quedó prendado cuando parafraseó a su autor favorito y no dudó en pedirle una cita. El día había llegado y, como era habitual en los momentos importantes, tenía que vestir sus calcetines rojos. Pasó una hora buscando el calcetín rojo, el derecho. Y no dio con él. Valiente, se dirigió a la cita. Y todo salió a pedir de boca. Quedó demostrado que la suerte no dependía de un calcetín rojo.