La cocina se encontraba al final del pasillo. Era muy grande, con armarios de color claro, ventanas con cortinas de cuadros, una mesa, con varias fuentes con comida, y una encimera de mármol blanco sobre el que la abuela amasaba los bollos, el pan, las galletas y un finísimo hojaldre, hecho de miles de láminas que se deshacían en la boca, y que servía de base a pasteles y tartas. Tras cruzar al puerta, a mano derecha, estaba la abarrotada despensa en la que se almacenaban las provisiones para la estación, no fuesen a pasar hambre. Helga salió de ella con una bandeja de pasteles en las manos.
- ¡Buenos días abuela! ¡Umm, pasteles! ¡Qué ricos! - le saludó la golosa Nicole al verla aparecer.
Helga tenía los cabellos muy blancos, las mejillas redondas y sonrosadas, pequeñas arrugas de sonreír y un gesto tan dulce como el de sus pasteles. Sus ojos eran muy azules, alegres y brillantes, idénticos a los de su nieta. Irradiaba bondad. Sobre el vestido que cubría su generosa figura aún llevaba su viejo delantal, de un azul blanqueado por la harina y descolorido por el uso. Su rostro se iluminó al ver a su nieta. Con cuidado, depositó la deliciosa bandeja sobre la mesa antes de abrazarla.
- ¡Buenos días, pequeña! ¿Has dormido bien?- se interesó.
- Estupendamente. Hace un día precioso, - comentó. - ¿Qué estás preparando que huele tan bien? Estoy hambrienta.
- ¡Qué raro en ti!- bromeó Helga. - Acabo de sacar un par de hogazas de pan del horno. Para acompañarlo puedes escoger entre unos huevos revueltos, un poco de salmón ahumado con tortitas de patata y queso y, como ves, también quedan algunos pasteles de hojaldre que sobraron de la cena de anoche.
Nicole valoró las viandas antes de decidir por dónde empezar.
- No sólo estoy creciendo, sino que además me espera un día duro, así que creo que lo mejor será que reponga bien las fuerzas. Probaré un poquitín de todo – declaró la muchacha mientras se servía una porción más que generosa de cada fuente.
Helga sonrió para sí mientras la observaba y cortó con esmero un par de gruesas rebanadas del bollo de pan aún caliente. Puso una de ellas en su plato junto con un par de lonchas del sabroso salmón y colocó la otra en equilibrio en la esquina más libre del rebosante de su nieta. Se sentó junto a ella. Apenas habían probado un par de bocados cuando el abuelo Claus, ya vestido con su chaqueta de terciopelo rojo, apareció por la puerta con aspecto somnoliento.
- ¡Buenos días! - saludó, al tiempo que contenía un bostezo.
- ¡Buenos días! - le respondieron su mujer y su nieta sin añadir ningún otro comentario. Sabían que hasta que no se tomase su primera, y en ocasiones incluso su segunda, taza de café, el anciano no se mostraba demasiado conversador.
El abuelo cogió la jarra de la cafetera y, maquinalmente, se sirvió una enorme taza de humeante café, bien cargado. Con los párpados entrecerrados, hinchados de sueño, tomó un trago. Dio un respingo y abrió, no sólo los ojos, sino también la boca. ¡Se había escaldado la lengua!
- ¡Cuidado Nicolás!- exclamó su mujer, que era la única que le llamaba por su nombre de pila. Para Nicole era su abuelo Claus, el respetuoso Sr. Claus para los duendes y para el resto del mundo Santa Claus o Santa a secas, o el cariñoso y más familiar Papá Noel. - ¡Está recién hecho y te quemarás!
- ¡Demasiado tarde! - rió el abuelo, ya lo suficientemente despierto como para besar a ambas antes de recostarse en la silla que quedaba libre. Con la lección aprendida, sorbió despacio y en silencio el hirviente líquido, denso y algo amargo, tal y como le gustaba para despejarse a esas horas.
- ¿Preparada?- le preguntó a la joven al terminar el tazón.
Nicole asintió. Masticó lo que tenía en la boca antes de responder.
- ¡Por supuesto! – afirmó, claro que, antes de levantarse de la mesa, pese a que había dado buena cuenta de todo su plato, la desganada chiquilla decidió hacer un acopio extra de fuerzas y se zampó el último pastel de hojaldre que quedaba en la bandeja.