Al despedirse de Star, Nicole no pudo evitar que la invadiese la congoja. Para sobreponerse le pidió un deseo a aquella “estrella fugaz”. Pese a saber que la ayuda volaba de camino, se sentía pequeña, sola e indefensa, a merced de los vaivenes de un ridículo trozo de hielo a la deriva en medio del inmenso océano. Se encontraba perdida y desamparada sobre su isla helada. Fijó la vista en el horizonte del norte y repitió su deseo, a pesar de que ya no quedaba ni rastro de la estela de la reno en el firmamento.
Deprimirse no iba a arreglar nada en absoluto, debía reponerse, sacudirse ese estúpido abatimiento que no la llevaba a ningún lado. Contempló el cielo, tan azul que, salvo por las olas, apenas se distinguía del océano. No se divisaba ni media nube y el sol ganaba en intensidad según la acompañaba hacia el sur. Independientemente de las circunstancias, hacía un día precioso: diáfano de puro claro, de perfiles nítidos y tan radiante que su mera luminosidad alentaba el optimismo. Se convenció de que, en un día así, todo debía salir bien. El calor picaba. Nicole se desabrochó su grueso anorak, sonrió y realizó una alegre pirueta sobre sus botas. Ya que no le quedaba más remedio que esperar, al menos disfrutaría de lo que la rodeaba.
Su estómago gruñó. En su desventura se había olvidado de comer y no había probado bocado desde el apetitoso, y afortunadamente abundante, desayuno. Se alegró de no haber contenido esa mañana su glotonería, según la definía su abuela. En su opinión no era glotonería sino necesidad: estaba creciendo y, después del ayuno nocturno, se levantaba famélica. Casi tanto como ahora. ¿Qué hora sería? Miró su reloj de pulsera, ¡pasaban las 5 de la tarde! ¡Imposible, el sol estaba demasiado alto para el hemisferio norte en invierno! Si parecía mediodía. Miró el reloj de nuevo. ¿Estaría estropeado? ¿habría recibido algún golpe durante la caída? Sería una lástima, le tenía mucho cariño, era un regalo de sus abuelos. Esperaba que, en ese caso, tuviese fácil arreglo. Pegó la muñeca a su oído y le tranquilizó escuchar el tic-tac que indicaba que la maquinaria funcionaba. De repente cayó en la cuenta: no había contado con los husos horarios. Al principio de su viaje se había dirigido hacia el oeste, lo que explicaba que fuese más temprano allí que en el Polo. Efectivamente, a esa longitud debía de ser mediodía.
Llámese comida o merienda, el caso es que llevaba horas sin comer y un pequeño tentempié no le iría nada mal. Se subió al Trineo e investigó entre las delicias que, todos los años, contribuían a hacerle perder, aún más, la línea a su abuelo. Menos mal que en su caso no repercutía en el resto de su salud, siempre excelente. Claro que ese rasgo de su naturaleza formaba parte de su singularidad.
Sacó todas las cajas almacenadas en el interior del banco y las desplegó sobre la cesta. No sólo había numerosos dulces: chocolates, bombones, barquillos, tartas, galletas, pasteles, sino que también encontró agua, refrescos, batidos y termos con té y café cuyo contenido aún se mantenía caliente. No faltaba tampoco un excelente surtido salado: empanadas, embutidos, quesos, pequeños sandwiches y canapés variados. Incluso descubrió algunas manzanas, un poco arrugadas pero de olor penetrante. Escogió una y se la acercó a la nariz. ¡Qué aroma más delicioso desprendía! Mataría el gusanillo con ella. Dispuesta a perder la línea antes que a morir de inanición, se preparó un buen festín mientras daba buena cuenta de la sabrosa manzana. ¡Estaba realmente buena!
¿Por dónde empezar a atacar? Estaba tan muerta de hambre que lo mejor era no dejar nada sin probar. Además, de ese modo complacería a todos los niños que con tanta ilusión le habían dejado esos detalles al abuelo. Una vez satisfecha la primera urgencia ya habría tiempo de escoger entre sus favoritos y repetir. Se sirvió un platillo generoso de aperitivos y se acomodó en el sillón a disfrutarlo. Después se dedicaría a los postres y, finalmente, remataría la faena con un reconfortante té caliente y un trozo de exquisito chocolate. Le encantaba cuando se disolvía en la boca con el calor de la bebida y entre tanto tesoro había descubierto unas tabletas de aspecto irresistible.
La primera ronda apenas le duró un suspiro. ¡Qué hambre tenía y qué rico estaba! Lo probaría todo de nuevo, un poco más despacio, para saborearlo mejor. Para su tercer servicio fue más selectiva y se limitó a diez o doce manjares diferentes, sus preferidos. Todavía le quedaba hueco para los postres. Mientras masticaba su segundo trozo de bizcocho, detectó, por el rabillo del ojo, algo que se movía en el agua. Se giró con curiosidad y comprobó que se trataba de un delfín que, entre saltos y acrobacias, avanzaba hacia ella. Nicole sonrió y agitó los brazos, entusiasmada por la compañía. El delfín respondió a su señal de saludo con una doble voltereta en el aire. Sus flancos eran de color blanco. Con la sociabilidad característica de estos cetáceos, se acercó hasta el borde del iceberg y emitió un agudo sonido.
- ¡Hola! ¡Buenas tardes!- saludó con su voz vibrante y cantarina – Me llamo Nemo.
- ¡Hola Nemo! ¡Un placer! Yo soy Nicole – se presentó la niña.
- Encantado – respondió el delfín con un salto. - ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas alguna cosa? - se ofreció solícito.
- ¡Muchas gracias! Con un poco de suerte creo que el rescate ya estará de camino, aunque sinceramente agradecería un poco de distracción mientras llega. Estar perdida y sola es desesperante, – confesó la joven.
- Sí, te comprendo – asintió Nemo. - No te preocupes, me quedaré aquí contigo. Quizá te parezca impertinente pero estoy terriblemente intrigado por conocer tu historia. Debo reconocer que, al principio, he creído que eras una espejismo. No daba crédito. ¿Cómo has terminado así? No se ve todos los días a una muchacha, montada en un trineo sobre un banco de hielo.
- ¡No, afortunadamente es algo que no se ve todos los días! - bromeó Nicole. - Entiendo que te pique la curiosidad. Supongo que mi explicación te sonará bastante extraña pero es la verdad, sería incapaz de inventarme algo similar: esta mañana, mientras ayudaba a mi abuelo a sacar el Trineo para cargar en él los regalos, una grieta rompió el hielo polar y, sin más, me encontré en esta tesitura: flotando sin rumbo en el océano, encima de un iceberg.
- ¿Trineo? ¿Polo? ¿Regalos? En estas fechas me suena a Navidad.
- Tienes razón, no lo he dicho pero mi abuelo es Papá Noel – aclaró Nicole.
Nemo se quedó mudo durante una fracción de segundo.
- En ese caso... ¿No será éste su Trineo Mágico?- inquirió.
- Efectivamente – contestó su frustrada piloto.
El delfín se alejó unos metros, tomó impulso y se elevó sobre el agua en un salto impresionante, casi tan alto como el iceberg.
- Discúlpame de nuevo si soy demasiado indiscreto pero, ¿y los regalos? - indagó tras amerizar.
- Por desgracia siguen todos en el Polo Norte y, si no logro regresar a tiempo, es probable que esta Navidad se queden allí – declaró la joven.
- ¡Eso sería terrible!- exclamó el delfín, alarmado - ¡Pobres niños!
Nicole bajo la cabeza con tristeza.
- Lo sé. ¡Ojalá pudiese hacer algo más que esperar! Confío en que mi abuelo venga en mi busca. Él siempre sabe cómo resolverlo todo – afirmó con optimismo y orgullo de nieta.
- Aún así deberíamos hacer algo para ayudarle – opinó Nemo. - Estás muy lejos del Polo y casi a punto de cruzarte con la Corriente del Golfo. Si te atrapa lo primero que hará será conducirte océano adentro, y luego te arrastrará hacia el norte de Europa. No es precisamente un panorama alentador.
- En ese caso, a lo mejor me acerca a Laponia - comentó esperanzada Nicole.
- Mucho me temo que este bloque de hielo se derretirá bastante antes de tocar tierra, y aunque el Trineo esté construido en madera no me parece la embarcación ideal para una travesía transatlántica, y menos aún sin un timón para gobernarlo. No es un buen plan para hacerse a la mar.
Nicole examinó con detenimiento el fragmento helado sobre el que se encontraba. Era cierto que el escalón que la separaba de la superficie del mar había descendido de nivel. Había atribuido el hecho al cambio en las propiedades físicas del agua: la diferente salinidad, la densidad y la fuerza de flotación. Ahora, además, también le resultaba evidente que el diámetro del iceberg se había reducido considerablemente. Dedujo que, a ese ritmo, en pocas horas se encontraría con el trineo sobre las olas. Distraída, cogió maquinalmente un sándwich del plato olvidado a su lado y lo mordisqueó pensativa.
- ¡Ejem!- escuchó
- ¡Oh! Perdona que no te haya prestado atención, – se disculpó la joven. - Me he quedado absorta con mis conjeturas. Tienes razón, el panorama no es en absoluto alentador
- No te preocupes, me he dado cuenta de que tenías la cabeza ocupada en cosas más serias. Es que al verte con el sándwich me ha entrado hambre – le explicó Nemo.
- ¡Vaya! ¡Lo siento! No me había dado ni cuenta de que me he puesto a comer. ¿Qué puedo ofrecerte? ¿Quieres otro sándwich? ¿Qué sabor te gusta?
- ¡Queso!- respondió el delfín sin dudar.
- ¡¿Queso?!- se sorprendió Nicole - ¿como los ratones? Nunca lo habría contado entre las preferencias de los delfines.
- Es un gusto adquirido. Admito que no forma parte de la alimentación habitual de los animales marinos pero los delfines somos curiosos, nos gusta el trato con los humanos y, cuando nos acercamos a la costa, nos suelen lanzar algún bocado. De ese modo probamos productos de todo tipo, es interesante variar de vez en cuando la monótona dieta de peces y algas. Fue así cómo descubrí el queso y me conquistó tras el primer bocado. Es mi comida favorita. El problema es que, en medio del océano, salvo en los grandes barcos de pasajeros, no abunda precisamente ese manjar.
- Pues en ese caso he visto algo mejor que los sándwiches - indicó Nicole mientras le mostraba una esfera roja. - ¡Mira! ¡Nada menos que un queso de bola holandés!
Con cuidado, la joven cortó la corteza de cera y sacó una cuña pálida y cremosa. El delfín atrapó el pedazo al vuelo, con una pirueta que hizo las delicias de la joven. Nicole aplaudió y se apresuró a repetir la maniobra de alimentarle. El cetáceo desplegó todas sus habilidades acrobáticas, secundado por el entusiasmo de la muchacha y la rápida merma de la bola de queso.
- Esto me ha dado una idea – anunció Nemo con el estómago lleno. - Creo que sé cómo ayudarte.