El caminante y la gorila

Por Y, Además, Mamá @yademasmama

Estos primeros días de piscina mi hijo y yo nos hemos convertido en una simpática pareja: él un caminante, y yo, una gorila. El enano se pasa la tarde en la piscina paseando de un lado a otro por el césped, como quien hace el Camino de Santiago. De un lado a otro, sin rumbo. El problema es que hace una parada en cada toalla, haya o no gente, para fisgar todo lo que puede y más dentro de las mochilas, para mordisquear chancletas (no entiendo el gusto de hacerlo, con la mía tiene vicio) y cambiar cosas de sitio. Y si no intervengo, se divierte cogiendo algo y dejándolo en la toalla de al lado.

Está claro que no puedo perderle de vista ni un instante, y no es porque tema que se me lance a la piscina de cabeza. Al nene no le interesa el agua porque no puede caminar por ella. Se mete casi obligado, pero enseguida se escapa a investigar. Sólo lleva un mes y medio andando pero parece que lo llevara haciendo toda la vida. Estoy segura de que si contáramos los kilómetros que ha hecho, pronto me superaba.

No me quejo de que no pare quieto, porque ya me he olvidado de qué era eso de tumbarse tranquilamente en la toalla durante un rato a tomar el sol. Me quejo de que desde que es un caminante (blanco no, es bastante moreno de piel) yo soy la típica madre gorila que va detrás sonriendo y arreglando desaguisados: “No, cariño, esa chancleta no se come”, “Deja esa toalla, no te tumbes ahí, bonito”, “¿Dónde estaba esta mochila de Pocoyó? ¿De dónde la has sacado?”.

De lo que más me quejo es de tener que ir luciendo palmito de un grupo a otro de la piscina. Yo que quiero pasar desapercibida,  jugar con mi hijo en el césped y darnos un chapuzón si se deja, y termino todas las tardes paseando cacha por todos los grupos de padres y madres de la piscina. Si llego a saber que este verano iba a chupar tanta pasarela, me compro un pareo mono, o algo. Quizá en rebajas.

A veces me va la marcha y apuro unos segundos más de sol en la toalla mientras veo cómo se aleja pasito a pasito, culetazo a culetazo, para hacerme el gran sprint final a recogerlo (ganas de hacer deporte o afición al riesgo, qué sé yo). Ya puede haber recorrido medio kilómetro que el tío no mira atrás. Dicen que hay una distancia de seguridad, una especie de radio imaginario que marca una circunferencia de la que los bebés no se salen por miedo a perder de vista a sus padres. El mío ha dinamitado esa línea todas las veces, él se marcha y cuidado si no lo sigues con la mirada, que seguro que ya ha enfilado la carretera.

Si lo pierdo de vista, puede estar en cualquier parte, aunque casi seguro que está donde se reparte comida o en los grupos de jóvenes, en esos en los que aún da más vergüenza acercarse a recoger al niño con una sonrisa mientras te colocas bien la braga del bikini y tratas de meter tripa.

Debo decir, para restarle dramatismo al tema, que no soy la única madre que anda igual. Sólo que ellas me llevan ventaja porque tienen pareos que tapan más carne. El otro día estuve a punto de alcanzar el nirvana cuando conseguí que el enano se quedara quieto en mi toalla durante veinte minutos (en los cuales pasé rápidamente al modo lagartija). El secreto estuvo en enseñarle a arrancar hierba (pobre hierba, lo sé) y meterla en unos cubos de colores. Si no lo habéis probado, ahí está la clave de este verano.

¿Cómo conseguís tomar el sol o descansar un rato en la toalla?