Hace tres años cogí mis dos mochilas: la del equipaje, con no más de 6-7 kg –agua y comida incluida-; y, la más pesada: la carga emocional que el día a día va acumulando en tu cuerpo y en tu mente, dejando unos residuos que empañan tu paz interior y enturbian la visión de la realidad, de la verdad de la vida. Muchos autores como Maslow o Rogers dirían que esos residuos obstaculizan el desarrollo personal al que todo ser aspira: ¡una digna autorrealización! En otras palabras, no hay mayor barómetro que la paz interior para saber si uno está distanciado de la esencia de su ser: la fuente personal de donde brota la felicidad y que, sinceramente, no es fácil conectar, más aún cuando estamos envueltos de ruido y constantemente bombardeados por mensajes consumistas y destructores que lo único que pretenden es que la sociedad de consumo no decaiga para que los ricos sigan haciéndose ricos, que, al fin y al cabo, es a lo único a lo que aspiran.
Cuando llegué a Santiago, recuerdo una sensación de alegría y bienestar. Por un lado estás impaciente por llegar y, por otro, te entristece dejar un camino que te ha ayudado a limpiar tu mente, a fortalecer tu cuerpo y a enriquecer tu alma. Por ello quise al año siguiente adentrarme en tierras francesas y realizar el mismo tramo –750 km- pero desde Le Puy en Velay a Roncesvalles –aunque en dos años, en total 27 días-.
Y es que el que hace el camino, siempre tiene ganas de volver. Es más, si el cuerpo te respeta y no te castiga con alguna lesión desafortunada –ampollas o tendinitis las más comunes-, tienes asegurada una conexión vital con la esencia de tu ser, que, aunque no te lo creas, es tan verídica como la vida misma, tan real como la verdad, tan vital como el oxígeno y tan pura como el crisol que purifica el alma.
¡Buen camino!