Había sido un día para morir, no porque fuera un día especial, sino precisamente porque no lo era, y ahora cada día era un día para morir, y la única pregunta que los atormentaba —quién sería el siguiente— había obtenido respuesta. Y el sentimiento de gratitud por el hecho de que hubiese sido otro les devoraba las entrañas, junto con el hambre, el miedo y la soledad, hasta que la pregunta volvía a surgir, reforzada, renovada, innegable. Y la única respuesta que acertaban a darse era la siguiente: se tenían los unos a los otros. Para ellos, jamás podría volver a haber un yo, sino tan solo un nosotros.
Richard Flanagan
Flanagan escribe con una sensibilidad (que no sensiblería) fuera de lo común. No, la crudeza de los hechos no está reñida con la delicadeza para narrarlos. Tiene un estilo pulido, lírico a ratos, sutil, en el que las frases fluyen con una cadencia armónica. No utiliza rayas para diferenciar los diálogos, y las conversaciones entre los personajes suelen ser intercambios de pocas palabras. Parco, sí, pero también incisivo, como si quisiera deshacerse de lo superfluo para quedarse solo con lo esencial. Al igual que para Dorrigo Evans, para Flanagan las palabras también son algo hermoso, y por ello las trabaja como el mejor artesano. Cuando un narrador dotado se cruza con un tema trascendente, el resultado es una obra tan demoledora como El camino estrecho al norte profundo, una novela espléndida que ahonda en los recovecos del ser humano en unas condiciones extremas. Amor, dolor, amistad, traición, memoria. Todo cabe en estas páginas, y es que, como dice el protagonista, «la guerra es muchas cosas» (p. 31).Cita inicial en cursiva de la página 301.