Yo soy de esas personas que quiere saber la realidad. Si tengo un cáncer o si mis seres queridos lo tienen quiero saberlo sin paños calientes. Ya me encargaré yo de buscar el optimismo, la fe, la positividad y la esperanza donde crea conveniente. Pero entiendo perfectamente que haya personas que prefieren no saber las malas noticias, no hablar o de lo que se avecina, aunque el tamaño del problema sea como el del Katrina. Una de mis abuelas era así y se salía de las consultas cuando llegaban los diagnósticos y encargaba a alguien de su confianza las decisiones. Cuando era inevitable informarle, lo escuchaba con resignación y, en cuanto se daban la vuelta los adultos, nos decía a los nietos: «dime que este bulto no es un cáncer, aunque no sea verdad, dímelo para que yo me quede más tranquila». Y los que la queríamos, y yo que la quería muchísimo, y a pesar de mi vena racionalista ya presente en la infancia, le decía: «abuela, no tienen ni idea, este bulto se ve a la legua que es benigno, no hay ninguna posibilidad de que sea malo, etc. » Fantaseaba con ella sobre una realidad que no había manera de modificar. Así que yo lo entiendo, claro que sí, que no todos podemos avanzar desde el realismo y la racionalidad. Y también entiendo que hay gente con ojo clínico, que se da cuenta, por un gesto, por un andar, por una palabra o lo que sea de que un paciente no tiene un catarro.
Todo esto es una metáfora para llegar al tema de la educación musical.
Desde hace más de un año ya, para mí está claro que a la educación musical en España no se le avecina un cáncer sino una metástasis. Creo que no necesito explicar por qué lo pienso. No veo cómo la música podrá salvarse de esta debacle sin precedentes si el país no tiene capacidad para atajar los problemas sociales y, sobre todo, la corrupción. No veo de qué manera la música podrá quedar en un islote, a salvo, rodeada de unos mares negros y oscuros, agitados por tempestades continuas.
A lo largo de todo este tiempo, lo que me he preguntado en este blog, lo que he querido analizar, es en qué medida, aunque sea un mínimo 1%, nosotros, los músicos, hemos sido responsables, y en qué medida podemos mejorarlo. Por «responsables» no quiero decir que lo hayamos hecho mal, sino en dónde hemos dejado las ventanas abiertas de par en par para que las administraciones y gobiernos entren y tiren por tierra el trabajo de las últimas décadas. Yo pienso que tenemos una mínima responsabilidad, tal vez ínfima, como el paciente que se da cuenta de que no debía haber fumado ese cigarrillo después de comer, que, por poco que influya en su cáncer, mejor habría sido no hacerlo.
Con mi abuela aprendí una cosa muy importante: podemos disfrazar la realidad todo lo que queramos para ayudarnos a sobrellevarla. Pero la realidad es la que es. O se vence con quimio o la vence el propio cuerpo, o se va a Lourdes si se creen en los milagros o se utilizan terapias alternativas. La realidad evoluciona mejor o peor, pero la realidad no siempre está sujeta a interpretaciones. Y ella, que no tenía un pelo de tonta, podía crearse una realidad paralela, pero quería a los mejores médicos de España. Lo importante no es lo que digamos o escribamos. Lo importante es lo que es. Y hoy lo dejo en palabras de unos colegas, en palabras de su Manifiesto, en imágenes de su vídeo:
Cuando lo acaben de leer y ver, póngale un nombre o un adjetivo. Para mí es metástasis. Si para ustedes, como sería para mi abuela, el título de la situación es «Campo de amapolas en primavera», pues perfecto. La realidad es la que es. Y la educación musical en este país tiene fecha de caducidad, como tantas otras cosas. Si no les gusta cómo lo digo yo, elijan el estilo que prefieran, porque lo ha dicho hace semanas Felipe González, que se está destruyendo todo el trabajo que se hizo en la transición, y, si ven este vídeo, mi colega y compañero Víctor Pliego lo dice también:
«Lo que se ha construido en 30 años lo pueden destruir en un año o dos».