Termino, lleno de una profunda admiración y de continuos aplausos, el libro El canto errante, del nicaragüense Rubén Darío, maestro de la lírica hispana en la transición del siglo XIX al XX. Es verdad que, en algunos fragmentos, el poeta abusa de un chisporroteo de vocabulario “excesivo” (aristoloquia, chincharchar, huepil, nefelibata, panida, curul, egipán, teocalí); pero también es verdad que crea continuas bellezas con el uso inesperado de algunos adjetivos y verbos, a los que dota de singularidad colocándolos en contextos inesperados (“El grillo aturdeel verde, tupido carrizal”).
Rubén es magnífico rimando en pareados (estoy pensando en la excelente “Epístola”), construyendo sonetos (incluso en francés: véase el titulado “Helda”) o realizando homenajes a otros escritores, como Dante (“Visión”), Antonio Machado (“Misterioso”) o Valle-Inclán (“Este gran don Ramón de las barbas de chivo…”). Rubén es magnífico cantando a la Argentina (“Desde la Pampa”) o alzando su voz en defensa de la unidad norte-sur en el continente americano (“Salutación al Águila”). Rubén es magnífico dedicándole versos a Cristóbal Colón (“La cruz que nos llevaste padece mengua; / y tras encanalladas revoluciones, / la canalla escritora mancha la lengua / que escribieron Cervantes y Calderones”) y también a indígenas como Tutecotzimí (“La muerte es reina de los reyes”). Rubén es magnífico siempre.
Lo podremos caricaturizar, recordando sus versos más timbálicos y machacones; lo podremos señalar por sus excesos etílicos (la solapa del volumen, con humor más que discutible, afirma que “vivió la embriaguez de su poesía”). Pero no hay forma de ocultar su esplendor como vate, su condición de mago del verso y del ritmo, su imperial dominio del vocabulario. Fue tan grande que no cabía dentro de sí mismo. No fue un poeta, fue la poesía.