Por Mª José Fernández
Nunca supe lo que era la magia del Carnaval hasta que me hice una mujer de mi casa, pues, de niña, mi mayor fiesta era la noche de los Reyes Magos, en la que esperaba que se cumpliesen mis sueños; aunque, para mí, la inmensa mayoría de las veces me llevase una desilusión tras de otra, hasta que aprendí a no esperar nada, aunque, todo hay que decirlo, también disfruté de aquellos momentos de anhelante esperaba:
Recuerdo que al día siguiente, al amanecer, me levantaba de la cama con nervioso sigilo e iba a mirar el regalo que ese año concreto me había dejado mi adorado rey negro. Al llegar a la sala abría de par en par la puerta y... allí estaba esperándome como siempre la insípida muñeca de turno:
–¿¡Pero cuándo me van a echar la muñeca de mis sueños!, que tenga el cabello largo, como cualquiera de las que su madre* (Tomasa) le compra a mi amiga Juani Matanza? A ella sí que se las echan bonitas, y no a mí.
Todavía recuerdo la linda muñeca que le trajo su padre de Alemania; porque el padre de Juani trabajaba allí y ganaba mucho dinero: “Ya me gustaría tener un padre en Alemania” –pensaba con amargura llegada las fechas navideñas.
La muñeca estaba muy bien dotada, con pechos y todo; era tan alta como nosotras: medía un metro de altura, por lo menos. En los años sesenta no se veían esos juguetes tan caros, (e incluso la he estado buscando hoy en día y no he hallado su imagen, tan sólo una muñeca en pequeña versión).
Aquel espectacular juguete era una gran dama de época, vestida con traje largo; por detrás llevaba un lazo de raso que se anudaba y colgaba generosamente de la cintura... Las dos amigas nos quedábamos embelesadas, contemplándola durante un tiempo; después nos mirábamos y, sólo entonces, llegábamos a la conclusión de que nos gustaría llegar a ser tan bonita como ella cuándo nos hiciéramos mayores.
Me fue grato saber que las dos estábamos de acuerdo, aunque la realidad era que mi amiga estaba en posesión de aquella maravillosa muñeca y no yo, que las tenía mucho más feas –al menos eso me parecía en los críticos años de mi infancia: hoy, qué no daría yo por recuperar tan sólo uno de mis antiguos muñecos.
Una vez más miré su aspecto para detenerme en aquel magnifico atuendo: La muñeca llevaba un cancán con dos aros insertados, para que ahuecase el delicado vestido de raso, color sepia; unos pololos con anchas puntillas, medias blancas y zapatos de tacón, a tono con la novedosa indumentaria... “¡A ver si al año que viene me echan la dichosa muñeca de una vez!... por lo menos que tenga el cabello largo, aunque no sea tan rubia ni tan grande como la de mi amiga Juani Matanza” –pensaba yo, airada, con la mirada entristecida.
El color de cara de la muñeca de mi amiga del alma era sonrosado y parecía tan natural. Lucía un moño con dos largos y rubios tirabuzones; los pendientes eran finísimos botones que brillaban entre los bucles dorados, cuando se la ponía de perfil...
Todavía guardo el recuerdo de sus redondos ojos azules, con espesas pestañas y párpados móviles que se abrían y cerraban tan sólo cuando hacías un ligero ademán de echar hacia atrás aquella linda carita: Me parecía tan real su mirada...
Ni ese año ni el próximo me echaron los Reyes la ansiada muñeca de mis sueños: “¡Se habrá visto un Rey tan pobrejón!” –repetía malhumorada. Hasta llegué a nombrar a otro Rey Mago como favorito.
Pronto comprendí que la cosa no iba con el Rey que yo eligiese, que dependía en mayor o menor grado de la economía; y para llegar a esa conclusión tuvieron que pasar varios años.
Cuando llegó el año siguiente, de cara a las fechas navideñas, la caja de caudales de mi casa –que era de hierro roñoso– no acababa de estar repleta: Mi padre se había iniciado en el negocio del mueble, y, para colmo, a mi querido hermano se le antojó la motoreta... Como yo tenía bici pues, echaron la motoretita al niño: “Cuando llegue de nuevo los Reyes no se negarán a darme la sorpresa” –pensé no muy convencida, la verdad.
Pasado el año, por las mismas fechas, mis padres compraron “la posada del tío abuelete” y tuvieron que pedir un préstamo: “Adiós al juguete de mis sueños” –pensé una vez más, ahora triste y resignada.
Entonces comenzaría a buscar otro tipo de consuelo más acorde con mis posibilidades; y era que, cuando las muchachas venían a jugar con nosotras, Juani sacaba su muñeca a la plaza España; no obstante, ella, no se la dejaba a nadie por miedo a que cualquiera se la rompiese: tan sólo yo tenía el privilegio de coger aquel lindo juguete entre mis brazos; un gesto que me colmaba de honda satisfacción; no obstante, en mi mente seguiría prendido aquel delirio: “¿Me echarán alguna vez la muñeca de mis sueños? No lo creo. –Ese año llegué a la triste conclusión y, conscientemente, dejé de desearla.
Con el tiempo fui madre de una niña regordeta, de tez blanca, rubia y redondos ojos azules, a la que puse el nombre de Rebeca. En compensación busqué las muñecas más bonitas que se fabricaban por aquella época, aunque ninguna me pareció tan linda como la de mi amiga de infancia: “Una vez más me quedo sin conseguir la ansiada muñeca de mis sueños” –pensaba con frustración y tristeza, a medida que mi hija se iba haciendo mayor y comenzaba a dejarse de interesar por ellas.
Un año fui a Villanueva, días antes del comienzo de la fiesta del Carnaval: Mi hija me había encargado que le viese un bonito vestido para dicha celebración, que ya viniese confeccionado, y que tuviese una talla determinada, ya que era una niña muy alta, y... ¡allí estaba!, parecía esperarme: un precioso traje de época, en la misma línea que llevaba gran la dama de mi infancia: “¡No puede ser! Había estado todos estos años delante de mis ojos y no me había dado cuenta”.
Quedé largo rato paralizada, embargada por la viva emoción; no obstante, sin dudar, compré aquel bonito traje; encontré, también, la peluca rubia de largos tirabuzones y completé aquel precioso atuendo con dos altos y sugestivos tacones, incluido el maquillaje.
Cuando mi hija de treces primaveras –una niña muy blanca con ojos azules– se puso aquel precioso vestido, en el Domingo Gordo de Carnaval, había quedado trasformada en la espectacular y altísima muñeca de época, la de mis sueños, la que tantos años atrás había anhelado poseer. Treinta años después –cuando yo contaba cuarenta y un años– lloraba de emoción, pensando que por fin se habían hecho realidad mis sueños.
Lo curioso del caso es que, desde ese momento que empecé a celebrar el Carnaval, pude sobrellevar mejor la Navidad; y, digo mejor, porque, siempre que llegan ciertas fechas consumistas, pienso en el niño que, de nuevo, se ha quedado sin haber conseguido el juguete de sus sueños, como me pasó en mi infancia...
Una historia así bien pudiera ocurrir a cualquiera de nosotros; otras veces, los sueños se hallan tan ocultos que, incluso, corremos el riesgo de no identificarlos, y, de ese modo, perderíamos la oportunidad de disfrutarlos; por ello es bueno forjar sueños e ilusionarse de vez en cuando: aplicar un poquito de imaginación para forjarlos; aunque, también, es importante aprender a ser pacientes, constantes y trabajadores; de esa manera podríamos transformar la realidad en nuestra vida (bastaría pues, desear nuestros sueños para poder atraerlos de algún modo).
Una manera de hacer realidad los sueños es vivir el Carnaval: Ser por unos días aquello que hemos anhelado: princesa, bailarina, deportista...; así, con la ilusión de imaginarlos, gozaríamos intensamente de las fiestas que cada año nos invitan a sentir su magia en el carnaval de los sueños.
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Nota:
Homenaje a la memoria de Tomasa,
recientemente fallecida,
*madre de mi amiga desde la infancia.