El cartero no tiene quien le escriba (I)

Publicado el 28 noviembre 2012 por Cosechadel66

Ceferino se sienta en la terraza del bar y observa el pasar de la plaza de la Virgen. Los chavales recién salidos de la escuela en el muro izquierda de la Iglesia, las chicas a un lado, ellos a otro. Nada que hubiera cambiado desde que él estaba por allí, en cuerpo y años mozos. Las madres que les echan un vistazo mientras vuelven de la tienda de la Reme, y sabe perfectamente que es justo la hora en que Sara abrirá la ventana de su cuarto, en la esquina de la plaza más pegada al Ayuntamiento,  para ver cuando pasa Roberto, y poder lanzarle un beso y un deseo.

Es exactamente la misma hora en la que Cefe pasaba, hace ya, hace siempre, demasiados años, encima de su bici yendo o viniendo de la oficina de Correos. Yendo o viniendo repartiendo cartas, facturas, avisos, paquetes. Cruzando la Plaza de la Virgen mientras chavales jugaban en el muro de la iglesia y las madres venían de la tienda de la Reme. La Reme. Ni siquiera eso había cambiado demasiado. Madre por hija, pero la misma manera de llevar la tienda, a veces sonriendo, otras tantas escuchando, y las que fueran necesarias fiando si venían mal dadas.

40 años llevando deseos escritos, caricias manuscritas, besos entre letras o después de las firmas. Algunas con sabor a despedida, y parecía mentira que esas fueran las que más pesaban, a pesar de ser breves y escritas en un folio. Que diferencia con aquellas de primeros besos, de caricias primerizas, las que se cruzaban amantes que aún no habían olvidado su primer encuentro. Cartas, tarjetas, sobres. Grandes, chicos, en papel de colores. A veces abría el armario donde guardaba la cartera del correo y tocaba el cuero, y creía sentir un poco todo lo llevado.

Sin embargo, él. El transportista de sueños, el mensajero, nunca recibió una carta. Él, que llevaba un beso de los labios de un amante al perfil limpio del cuello objeto de su carta. Él, que una vez transportó mil caricias escritas con un Bic mordido. Él nunca se llevó a si mismo ni un te quiero, ni un deseo, ni un corazón en el borde del papel.

Y no es que no le hubiese gustado recibirlas. De la Reme, la madre. La que en sus años mozos le plantaba besos en los labios a trastienda de “ven aquí, que ahora no hay nadie”. Manos más rápidas que la vista, pero menos que la campanilla que anunciaba la llegada de alguien a por cuarto y mitad de serrano, apúntame que ya te lo paga el Dioni cuando llegue. Y así casi todos los días, hasta que la campanilla anunció a un armario ropero hijo del Esteban, el que se fue a Alemania antes de que nadie se fuera a Alemania, y que volvió para arreglar unas cosas, y al final se quedó con la casa del padre, y la Reme del Cefe.

Y hubo más besos, y caricias, y encuentros fogosos, e incluso atrevidos, como la vez que probó el sabor de tirarse desde el mirador de la Casa Grande, que era eso o la sal de la escopeta del Abuelo de los Sánchez-Covarrubia, que fue Capitán del Regimiento de la Reina y el mejor cazador de los contornos. Pero nunca hubo cartas, y él se fue haciendo casa y soltería, y costumbres de esas que ya no te quitan ni la Reme, ni los besos, ni siquiera la sal de la escopeta de un Sanchez-Covarrubia.

(continuara)