El castigo argentino

Publicado el 04 agosto 2015 por Javier Montenegro Naranjo @nobodyhaveit

Ilustración: KlauSP.

Dios es un tipo objetivo. Por eso, en 1978, en plena dictadura militar, le regaló a Argentina su primera Copa del Mundo. Fue un trato justo: miles de almas inocentes subían al reino de los cielos y él les otorgaba el trofeo más ansiado. Piénselo, ¿quiénes han ganado cuatro Copas del Mundo? Alemania e Italia. Lo de Brasil es otra historia, una maldición.

Ahí comenzó la relación amor-odio entre el creador y la albiceleste. Una goleada de escándalo ante Perú, la mano de Kempes, pero las almas son las almas. Se prometió no hacer más tratos con aquellos tramposos, y pasó página rápido. El problema fue en España 1982, cuando un tal Maradona, de familia humilde y capaz de obrar milagros, se presentó ante el mundo. En aquella época nadie veía las ligas, solo los mundiales, incluso Dios no perdía su tiempo chequeando resultados cada fin de semana. Por eso aquel chico le causó tan buena impresión, de alguna forma le recordaba a su hijo.

Durante México 1986 se enamoró por completo. Maradona le fue conquistando con cada toque, escurriéndose entre los defensas, haciendo lo imposible. Hasta el partido con Inglaterra. Dios, en su infinita magnanimidad, no acepta las triquiñuelas, y cuando “el pelusa” la envió al fondo de las redes con la mano, el Señor quedó estupefacto. El colegiado era árabe, y Dios se cagó en Alá por concederle el deseo de arbitrar un partido en cuartos de final. Estaba decidido, Argentina no pasaría de aquel encuentro y Gary Lineker sería el elegido para la remontada épica. Pero cinco minutos después, en 11,6 segundos cambió de opinión, y Argentina ganó el mundial con un castigo ligero: sin goles para “el Pelusa”.

Claro, por cuatro años le estuvo molestando aquello de la mano de Dios. Aunque si perdonó a su hijo por acostarse con una prostituta, ¿por qué no dejarle pasar una al “barrilete cósmico”? Pero los argentinos son pícaros por naturaleza. Después de caer ante Camerún en una lección de humildad que el Señor deseó darle, “el Pibe de Oro” volvió a emplear las manos, esta vez ante la U.R.S.S., y surgió aquello de “Qué jugador tan versátil es Maradona. Puede anotar goles con su mano izquierda y detenerlos con su derecha”. Fue terrible. Años para derribar el telón de acero, de evitar una guerra nuclear, y cuando todo está listo, el de “la mano de Dios” viene y le jode la felicidad a los soviets. Dios no resistía al proletariado, pero era consciente de que a los trabajadores no se les podía hacer esa mierda. Derrumbar el sueño de toda una nación como si se tratase de echar abajo un muro y ser víctimas de las fechorías de Maradona en una Copa del Mundo… ningún Dios era tan hijo de puta. Aquello fue el inicio de la maldición, la chispa que inició todas las desgracias de la albiceleste. Dios planeó su venganza de la mejor manera.

Dejó enfriar la cena.

¿Qué tenía disponible? Un tal Goycochea, portero mediocre donde los había, entró frente a la propia U.R.S.S. para sustituir a un lesionado Nerys Pumpido. El señor, en su infinita sabiduría, le concedió un don para detener penales. El otro fue Claudio Caniggia, un rubito alto que dejó buenas sensaciones en la derrota ante el equipo africano. Sonrió. Esas serían sus dos armas para llevar a la Argentina a una final que nunca debió jugar. Brasil fue la primera víctima injusta. La albiceleste apenas tocó el balón, fue un asedio total, pero Dios le permitió a Maradona una genialidad, y entre cuatro, dejó a Caniggia solo frente a Taffarel y “el pájaro” le birló con gran facilidad. Claudio no era un gran delantero, pero a veces solo debes estar disponible cuando el señor te necesite. A Yugoslavia la sacó el Goico, tanda de penales mediante. Ante Italia, una vez más Claudio y Goico salvan los platos, pero Dios jugó la primera carta de su plan macabro, específicamente, una amarilla para que Caniggia se perdiese la final.

Ya en la final, en otro asedio incesante por parte de los rivales, Dios le sirvió dos platos helados a Maradona. El primero fue un penal inexistente, una trampa si se quiere, tal y como lo fueron sus manos. El segundo, fue la ejecución del penal. El Goico, el parapenales, adivinó la dirección, pero no pudo detener el cobro de Brehme. El mensaje fue claro. No harás trampa y valorarás a tus compañeros. Sin Caniggia, ni Goicochea haciendo lo que mejor sabía, la final se escurría entre las manos, justo como hacía él con los rivales. Dios sonrió satisfecho y siguió en lo suyo.

En el fondo, el Señor sintió lástima por las familias de los desaparecidos, tanto desespero buscando a los suyos y todos allí arriba con él. Un Mundial para los argentinos era un momento de esperanza, un atisbo de luz, un bálsamo que una selección como aquella podía permitirse, a diferencia de otras dictaduras que nunca tuvieron un equipo de fútbol decente, como Chile. Por eso, en su infinita magnanimidad, olvidó aquello de no volver a levantar un título.

Pero en Estados Unidos, de nuevo Maradona. Drogado. Dios comprendió que el hombre no era el único animal que tropezaba dos veces con la misma piedra. Él, el creador, había chocado tres veces con aquel tramposo que solo necesitó 11,6 segundos para hacerle creer que él no era el único obrador de milagros. “Ni Batistuta ni un carajo”, pensó. “Esta mierda se termina aquí.” ¿Quién les eliminaría? Una república exsoviética. Para ellos no significaría nada pero para él, sería una pequeña gratificación.

Y la mierda de los títulos se terminó ahí. En Francia, Dios se sentó a ver cada partido de la albiceleste. Batistua ante Japon. Bello. Goleada a Jamaica. Hermosa. Con tres del Bati. Adoraba ver cómo Gabriel, como el arcángel, castigaba el esférico. Con Croacia fue un poco más complejo, pero igual ganaron. Ante Inglaterra, un tal Simeone hizo de las suyas y se las arregló para que David Beckam fuese expulsado, las triquiñuelas habituales. En la tanda de penales, Carlos Roa, quien años después dejaría el fútbol por la Iglesia Adventista del Séptimo Día, salvó a los argentinos deteniendo par de penales. Dios sonrió ante los tramposos, y por un instante dudó si en verdad fue él quien le concedió al Goico la habilidad de saber hacia dónde se dirigían los cobros desde los once pasos.

Ante Holanda el Señor decidió terminar el avance de la albiceleste. Para abrir la lata se valió de Dennis Bergkamp. Una de las asistencias más impecables, improbables e inimaginables de la historia del fútbol. Ronald de Boer le lanzó una pedrada a la altura del estómago, una de esos balones que no hay forma humana de controlar y pasarla (o tirar) sin que te llegue la marca. ¿Qué hizo Bergkamp? Dejarse caer. Ningún proverbio chino dice nada sobre la importancia de caer, o de cómo el hombre que cae tiene una perspectiva diferente del mundo. Da igual. Dennis lo sabía, siempre lo supo, porque Dennis es uno de los artistas más grande del fútbol contemporáneo. Y Dios lo agradeció. Sólo él lo supo: no hubo intervención divina, solo genio.

Sin embargo, el Señor no pudo evitar el empate de Claudio López. Van der Sar tenía las piernas demasiado largas, y eso le dificultó cerrarlas a tiempo. Su mayor milagro en ese encuentro lo sufrió Batistuta. “!Hacelo Bati por Dios te lo pido! ¡Palo! ¡Por favor!” El narrador se equivocó al invocar al Señor. Mientras más lo miras, más te convences de que no había forma de fallarlo. Es inexplicable cómo se estrelló en el poste, cómo no terminó en gol. El otro milagro fue un ligero empujoncito a Van der Sar, quien salió disparatado a increparle a Ortega por el piscinazo en el área. El apodo de “el burrito” no es necesario explicarlo, basta la imagen del cabezazo al mentón del meta holandés.

El resto es bien conocido. Dennis Bergkamp marcó el gol más bello en Copas del Mundo. En tres toques y 2,11 segundos resolvió lo que Dios no pudo en 90 minutos. Sin intervención divina, solo genio.

Los otros cuatro mundiales son historias más conocidas. Un gol de oreja del Bati ante Nigeria y la derrota ante Inglaterra por un penal pusieron en evidencia al Señor. ¿Cómo la selección que barrió con todos en las eliminatorias se veía tan perdida en el campo? Dios hizo lo suyo y Verón y a Batistuta tuvieron un torneo negro. Ya ante Suecia, apenado y temeroso de ser descubierto, permitió a “la brujita” recuperar su calidad, pero fue demasiado tarde. ¿Inolvidable de ese mundial? El churro cobrado por Ortega desde los 11 pasos ante Suecia, tan burdo como la intervención divina.

Luego en 2006 y 2010 Dios hizo poco, dejó a los técnicos encargarse de todo. Claro, la lesión de Abondanzieri frente Alemania no fue tan casual, pero Pekerman tuvo mucho más peso y desarticulo el equipo en el partido más importante. El Señor se lo agradeció y le concedió más éxitos en su carrera. Éxitos, no títulos, que a los argentinos se les debe mantener a raya.

Pero nada fue tan gratificante como Sudáfrica. Temeroso de la inyección moral que Maradona pudiese darle a sus jugadores, el Señor estaba expectante. Pero todo terminó en el primer partido, cuando Diego Milito y Esteban Cambiasso quedaron en el banco, y luego Walter Samuel también fue relegado. La columna vertebral del Inter de Milán campeón de la Champions no jugaba en la Copa del Mundo, además de ni siquiera convocar a Javier Zannetti. Dios se descojonó de la risa y se sentó a esperar con calma el descalabro.

Ya en la última Copa del Mundo el Señor necesitó echar mano otra vez de los milagros burdos, porque las genialidades llevaron hasta la final a los argentinos. Él se prometió no intervenir en ningún juego, a ver qué tal le iba a Lionel y compañía. ¿Qué ocurrió? Taconazo de Higuaín ante Bosnia, genialidad de Lio ante Irán, Messi desatado ante Nigeria, la pulga asistente ante Suecia, el Pipita sniper ante Bélgica, Romero a lo Goicochea ante Holanda, y un Javier Mascherano inmenso en toda la Copa.

Para empezar, le agradeció a… no sé a quién agradece Dios cuando la providencia le ayuda, pero a alguien le agradeció por la lesión de Di María. “Sin Di María será suficiente”, pensó. Aun así, desde temprano se omnipresentó en la cancha para ejecutar bien rápido sus milagros. Y ocurrió lo peor. Argentina jugó su mejor partido del mundial. Por suerte él estuvo ahí para evitar el descalabro. Dudó. Si Argentina ganaba, Diego dejaría de ser el D10S y Messi ocuparía su lugar. Pero después debería escuchar las declaraciones de Maradona, sus estupideces en De zurda, “yo siempre lo dije”, “siempre supe que Messi me superaría”. No, no le daría el gusto. La violación más flagrante del fútbol llevaba su nombre por culpa del “Diego de la gente”. Desde el 22 de junio de 1986 había perdido 20 puntos de popularidad en Inglaterra, y jamás logró recuperarlos. No habría Mundial para Argentina. Por eso, Higuaín falla solo ante Neuer debido a una atajada del Señor, Messi es halado de la camiseta por una fuerza invisible cuando solo debía puntearla al fondo de las redes después de desparramar alemanes, Higuaín celebra como un desquiciado un gol válido y el Señor, en una jugada digna de Isaac Asimov, se reinventa los espacios y produce un off side inexistente, Rodrigo Palacio falla lo imposible al entrar en un bucle temporal: todo ocurre en un segundo pero su control y remate demoran años, todo a causa de Maradona. Y luego el gol. Si todos los fallos de Argentina son una absoluta falta de tacto, lo del gol no tiene nombre. Como si estuviese jugando PES o FIFA, guio cada movimiento de la jugada, pero no como un videojuego actual, sino uno de principios de milenio, donde centrabas con una tecla, rematabas con otra y era gol seguro. Nadie controla de pecho en una final de la Copa del Mundo y la envía con total limpieza al fondo de las redes.

Y Dios le ha cogido el gusto a esto de putear a Argentina. Higuaín, en el último minuto de la Copa América no llega a un centro semifallo de Lavezzi porque es agarrado por la camiseta por una fuerza invisible. Y luego lo pone a cobrar un penal como solo lo haría Roberto Baggio o Sergio Ramos. Dios es injusto, pero nunca olvidéis que también es perdón, compasión y jamás olvida los sacrificios. Por eso, cuando Maradona suba al reino de los cielos o descienda y abandone toda esperanza de emplear las manos en el fútbol, Argentina será campeona del mundo.