Unas veces será por ignorancia; otras, por un mercantilismo mal entendido; otras, por pura idiocia. Sea como fuere, resulta siempre sorprendente descubrir que la contraportada del libro que acabas de leer te miente; y lo hace, además, con descaro y desvergüenza. A mí me ha vuelto a pasar con El castillo de los Cárpatos, de Julio Verne, que traduce Luisa Elorriaga para la editorial Eneida. Se afirma en la parte de atrás del volumen que esta obra “introduce al lector, con maestría, en el universo del vampiro” y que fue publicada cinco años antes que el Drácula de Stoker. Animado por ambas notas, el candoroso lector se sumerge en la trama argumental y, cuando llega a la página 234 y se encuentra con el punto final, descubre con estupor que no se ha producido ninguna succión de sangre, ni se mencionan las ristras de ajos, ni se enarbolan crucifijos, ni los murciélagos atraviesan los capítulos, con su revoloteo ciego. Entre otras cosas porque, vaya por Dios, en este volumen no aparece ni un solo vampiro. La acción transcurre en una zona de Transilvania, sí; y todo gira alrededor de un castillo misterioso, también; y los habitantes de la zona son terriblemente supersticiosos y consideran que dentro del mismo habitan presencias maléficas, qué duda cabe. Pero ya está. Punto redondo. Ni vampiros, ni vampiresas, ni ningún ser de ultratumba llegan a intervenir en esta novela, donde todo el sutil e inquietante aparato sobrenatural queda debidamente explicado por el ingenioso Julio Verne en las páginas finales, que se permite incluso la osadía de aventurar la existencia de un rudimentario sistema de hologramas (es increíble la cantidad de adelantos científicos que insinuó en sus obras).En conclusión, y para no extenderme demasiado: los paisajes que se describen en la obra se merecen un diez; el dibujo de los personajes, también un diez. Pero para la persona que indujo, compuso o autorizó el texto de contraportada, sugiero fusilamiento al alba.
Unas veces será por ignorancia; otras, por un mercantilismo mal entendido; otras, por pura idiocia. Sea como fuere, resulta siempre sorprendente descubrir que la contraportada del libro que acabas de leer te miente; y lo hace, además, con descaro y desvergüenza. A mí me ha vuelto a pasar con El castillo de los Cárpatos, de Julio Verne, que traduce Luisa Elorriaga para la editorial Eneida. Se afirma en la parte de atrás del volumen que esta obra “introduce al lector, con maestría, en el universo del vampiro” y que fue publicada cinco años antes que el Drácula de Stoker. Animado por ambas notas, el candoroso lector se sumerge en la trama argumental y, cuando llega a la página 234 y se encuentra con el punto final, descubre con estupor que no se ha producido ninguna succión de sangre, ni se mencionan las ristras de ajos, ni se enarbolan crucifijos, ni los murciélagos atraviesan los capítulos, con su revoloteo ciego. Entre otras cosas porque, vaya por Dios, en este volumen no aparece ni un solo vampiro. La acción transcurre en una zona de Transilvania, sí; y todo gira alrededor de un castillo misterioso, también; y los habitantes de la zona son terriblemente supersticiosos y consideran que dentro del mismo habitan presencias maléficas, qué duda cabe. Pero ya está. Punto redondo. Ni vampiros, ni vampiresas, ni ningún ser de ultratumba llegan a intervenir en esta novela, donde todo el sutil e inquietante aparato sobrenatural queda debidamente explicado por el ingenioso Julio Verne en las páginas finales, que se permite incluso la osadía de aventurar la existencia de un rudimentario sistema de hologramas (es increíble la cantidad de adelantos científicos que insinuó en sus obras).En conclusión, y para no extenderme demasiado: los paisajes que se describen en la obra se merecen un diez; el dibujo de los personajes, también un diez. Pero para la persona que indujo, compuso o autorizó el texto de contraportada, sugiero fusilamiento al alba.